31 de octubre de 2010

LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES

(Artículo publicado en el diario Marbella Express)

El tiempo envejece muy deprisa, escribe el genial Antonio Tabucchi, en uno de sus últimos cuentos publicados. Me ha venido la frase a la cabeza al recordar que este año, y en este mes de octubre se cumplen cien años de la creación de aquél símbolo pedagógico y creativo por excelencia que fue la llamada Residencia de Estudiantes. El 1 de octubre de 1910, un joven malagueño del que por desgracia se ha hablado muy poco, y que murió en el exilio y el olvido en Ginebra, Alberto Jiménez Fraud , la puso en marcha como heredera de la cultura y métodos de la Institución Libre de Enseñanza, de Giner de los Ríos, a quien el malagueño admiraba profundamente.

Instalada en un cerro que subía hasta los altos del hipódromo, Jiménez Fraud quiso que un hombre preclaro subiese al cerro para consagrar el lugar. Sería Juan Ramón Jiménez el elegido para ello, y quién bautizaría para siempre el lugar como “la colina de los chopos”. Sentado bajo uno de ellos, Unamuno –cuentan- acostumbraba a hacer pajaritas de papel que luego regalaba a muchas de las estudiantes norteamericanas que admiraron sus dotes para el arte de la papiroflexia; las acompañaba con una nota donde se leía : “Made in Spain”.

Es verdad que el nombre de la Residencia de Estudiantes ha quedado en la mente de las generaciones posteriores más que nada por algunos de los que fueron residentes en ella, y de forma especial, por Dalí, Buñuel y Federico García Lorca. Los tres genios de nuestra cultura la habitaron entre los años 1920 al 27, ciertamente los más juveniles y llenos de ocurrencias que personajes como la trinidad citada impulsaban con sus formas y estilos determinantes. Pero junto a ellos es de justicia añadir dos factores de primerísima importancia : El primero, el carácter propio de la misma, su idiosincracia particular que estaba formada por el espíritu ya nombrado de La Institución Libre de Giner de los Ríos, al que se unió el Ministerio de Instrucción Pública, presidido por Ramón y Cajal. Junto a Jiménez Fraud, consiguieron que la Residencia fuese como un “laboratorio” de un país que pretendía ser laico, tolerante e instruido.

El segundo factor consiste en que junto a los nombrados Lorca, Buñuel o Dalí, estuvieron en ella no sólo sus contemporáneos Emilio Prados, Pepín Bello y el pintor Moreno Villa, sino más tarde Rafael Alberti y Gabriel Celaya, así como Vicente Alexaindre y Severo Ochoa.

Moreno Villa escribe en sus memorias que Federico “parecía al principio un niño abandonado o separado por vez primera de sus padres, delgaducho y encerrado en sí mismo, muy diferente a Dalí, siempre histrión, y todavía más a Buñuel, mocetón atlético y gran loco”. El poeta granadino, si es verdad lo escrito por Moreno Villa, entraría allí siendo un genio inseguro de veinte años y salió con “El Romancero Gitano” y “Mariana Pineda” en el bolsillo. Lo cierto es que la Residencia los unió en momentos difíciles pero enormemente creativos para los tres, cuyas historias, transformadas casi en leyenda habrían de discurrir por tiempos posteriores repletas de anécdotas donde la verdad y lo inventado irían en paralelo.

La Residencia también sería el foro en el que Marie Curie disertaría sobre la radiactividad, Albert Einstein sobre su teoría de la relatividad, Keynes sobre la futura situación económica , Paul Valéry y Chesterton en literatura y Stravinsky como músico.

Le Corbusier que la visitó en 1928 alabó su espíritu de iniciativa y de libertad, además de su maravillosa situación de la que dijo que era “como una acrópolis sembrada de chopos.”

Fue mucho más que el primer Colegio Mayor de Madrid, ya que en sus instalaciones se jugó el primer partido de tenis de la historia de España, Juan Negrín ( el futuro jefe de la II República) dirigió el laboratorio de Fisiología, y su sello editorial publicó el primer libro de Ortega y Gasset, “Meditaciones del Quijote”.

Inspirada en los “collages” británicos, no quiso Jiménez Fraud que tuviese como ellos, un sello únicamente elitista, y para ello en su decreto de creación estableció un sistema de becas para alumnos pobres de méritos relevantes. No quería –dijo- “educar señoritos, sino ciudadanos libres”.

Aunque desapareció en julio de 1936, y tras años de desagradables vicisitudes, ahora vive un renacer del espíritu que la originó y su lema, sigue fiel al malogrado malagueño que la impulsó : libertad y razón. La Colina de los Chopos de J. Ramón Jiménez , la ya mítica Residencia de Estudiantes celebra su centenario entre loas y aplausos por lo mucho que para la cultura española representó.

Ana María Mata
Historiadora y novelista


25 de octubre de 2010

VARGAS LLOSA, EL MEJOR ACIERTO DE LA ACADEMIA SUECA

(Artículo publicado en el diario Marbella Express)

Allá por los años cuarenta un niño con pantalones cortos, cabellos sujetos por fijador y grandes ojos negros caminaba por la calle Ladislao Cabrera, en la ciudad de Cochabamba, (Bolivia) con la cartera a la espalda y una sonrisa grande paralela a su contento por abandonar al maestro de La Salle , el cura que le reñía si no le salían bien los problemas de Matemáticas. Era guapo, alegre, inocente y feliz. Especialmente si al llegar a su casa la abuela Carmen y la Mamaé le tenían preparado su postre preferido :la sopaipilias. Se llamaba Mario y aunque era huérfano de padre a su alrededor giraba una gran familia de tíos, el abuelo Pedro y la prima Wanda, cuyo nacimiento espió desde unos de los árboles del patio, sin llegar a enterarse de nada hasta mucho tiempo después, cuando vivía en Piura y unos amigos le dijeron con todo tipo de detalles como venían los niños al mundo y como lo fabricaban sus papás.

Fue allí en esa tierra andina donde comenzaría a fraguarse el extraordinario mundo imaginario de quien luego sería uno de los mejores escritores en lengua castellana. Lo ha sido desde su primera novela “La Ciudad y los Perros”, sin dejar de serlo en las muchas que iban sucediéndose, a pesar de que los estirados jueces de la Academia Sueca hayan necesitado tanto tiempo para reconocerle su genial maestría literaria.

Cuando en la tarde del jueves la noticia de que el Premio Nobel de Literatura se había otorgado a Mario Vargas Llosa, un grito unánime de satisfacción dejaba paso a otro más apagado con el que sus innumerables lectores decían : ¡Por fin! Queriendo decir que tras años de cavilaciones, más políticas que literarias, los implacables gestores del premio habían sucumbido a la verdad desnuda. El escritor peruano-español formaría desde ese momento en las filas donde mucho tiempo antes había debido estar.

Necesitaría un largo espacio para describir cuanto conozco del escritor galardonado. Me arreglaré con pinceladas sobre quien ha sido uno de mis escritores favoritos, por no decir el mayor, a partir de la lectura de“La Ciudad y los Perros”, esa magistral exposición de una autoridad mal entendida sufrida por niños a los que se tratan casi como animales. La genialidad del erotismo de Vargas Llosa lo descubría con Don Anselmo, uno de los principales protagonistas de “La Casa Verde”, fundador de la misma como prostíbulo, y de igual manera en “Pantaleón y las Visitadoras”, donde con dosis de humor cuenta la urgencia de sexo para los soldados de la Amazonia. O en Fonchito, provocando y llevando a la excitación a su madrastra bajo su apariencia angelical. Más tarde el mismo trío aparecería en “Los Cuadernos de Don Rigoberto”, con idéntica intención erótica-sensual.

La extensa lista de títulos del flamante Nobel que incluye libros tan dispares como el muy reverenciado “Conversaciones en la Catedral”, “Los Cachorros” y “La Fiesta del Chivo”, amén de geniales ensayos como los dedicados a sus admirados Flaubert y Onetti, entre otros, no es, o así me lo parece, sino el resultado de una vocación exhaustiva por la escritura que le lleva a ser considerado el más disciplinado de los de su generación y de los actuales. Famosas son sus anécdotas que incluyen la célebre frase dicha a cuantos estuvieran con él a una hora concreta :”Lo siento, pero tengo que marcharme a escribir. Póngase cómodo si quiere” ( repetida hasta a una bella joven en sus primeros años, a la que hizo salir desnuda del cuarto).

Tanto como su simpatía y sencillez alabamos hoy al hombre que hizo de España su segunda casa desde el día, feliz, en que en 1960 conociera a Carlos Barral y el editor se entusiasmara con su obra hasta el punto de editarla de inmediato cuando todavía en los corrillos literarios barceloneses –junto a García Márquez, Donoso, Benet, Echenique y Cortázar- los creadores e impulsores junto a Carmen Barcell del llamado “boom latinoamericano”, se le conocía sencillamente como “Varguitas”.

Defensor a ultranza del liberalismo político, no han sido sus opiniones sinceras las que más reconocimiento le hayan otorgado. Catalogado en alguna ocasión como “de derechas”, por su separación del Catrismo al que inicialmente apoyó, del Comunismo tan en boga entre los intelectuales de los sesenta, sus ideas, si son leídas con atención y neutralidad, muestran la verdadera cara de un escritor que no se casa, ni teme a nada ni a nadie.

Habitual visitante de Marbella, donde ha pronunciado encantadoras charlas a la vez que, según sus palabras “ponía mi cuerpo en forma” en la Buchinger, no podemos negar que su asombrosa inteligencia la utilizó incluso para la elección de este lugar, al que no abandonó ni en sus peores tiempos, cuando otros, menos importantes que él, lo hicieron.

Es cierto que desde el pasado jueves su vida no será como antes. Pero sí sus libros, y el gozo inmenso de sumergirse en ellos.

Me adhiero de corazón a todos los que dicen que el premio de la Academia Sueca debe interpretarse al revés: Ha sido el Nobel el que ha ganado con él. Enhorabuena, Maestro.

Ana María Mata
Historiadora y novelista

8 de octubre de 2010

ADIOS A MELVIN VILLARROEL, EL GENIAL ARQUITECTO

(Artículo publicado en El País el 10 de octubre de 2010)
Hay ocasiones en las que escribir un artículo puede resultar tremendamente doloroso, tanto que lo mejor hubiese sido no tener que hacerlo nunca. Pero junto al dolor nace una necesidad de desahogo, unida a otra que es la de expandir el recuerdo de la persona que nos duele profundamente, más allá de la pequeña víscera que es nuestro corazón.

Esa es mi intención prioritaria apenas unas horas después de conocer por su familia el fallecimiento en Houston de Melvin Villarroel. Y dedicarle estas líneas apresuradas de homenaje a quien, además de arquitecto genial, de artista de la naturaleza y el paisaje, de gran humanista, melómano y creador entusiasta, era parte de mi vida familiar como padrino que fue, recién llegado, de mi último hijo.

Se ha ido un hombre a quien por su propia genialidad era y es muy difícil definir. Un lápiz, un papel, una voz y una música. La Arquitectura, el piano, la inteligente dialéctica y su pausadísima voz con restos andinos, han de ser como cuatro bellas columnas que mantendrán inalterable en mi recuerdo la figura de Melvin. Más para todo aquél que no haya tenido la fortuna de conocerle tan de cerca, quiero hacerle llegar la fertilidad de una vida dedicada a dos pasiones unidas en perfecta simbiosis como eran para él el diseño arquitectónico y el Arte.

El que ha sido el arquitecto más premiado de la Costa del Sol, había nacido en La Paz, capital de Bolivia y licenciado en Arquitectura , Física y Matemáticas por la Universidad de Santiago de Chile. Llegado a Marbella en 1973 , traía ya un equipaje de prestigio cuando realizó la que sería una de sus primeras obras, el Hotel Puente Romano. Lo que habría de ser la esencia de su trabajo estaba ya en esta obra, que dio a conocer por toda la Costa su especialísimo perfil arquitectónico. Una “trinidad” bellísima que formaban la Arquitectura, la Naturaleza y el Hombre. Con estos parámetros como paradigma principal inicia Villarroel lo que el mismo definiría como “Arquitectura del Vacío”, técnica y arte a la que dedicó además de sus obras, interesantes ensayos para explicarla como teoría. Profana en la materia, recuerdo a la perfección sus intentos de hacerme ver en que consistía realmente lo que en principio me resultaba un extraño galimatías. Melvin deseaba que su arquitectura fuese el resultado de la relación estrechísima entre los volúmenes construidos y el vacío que entre ellos debía existir siempre. Como una necesidad imperiosa de que el cemento no ahogase a la naturaleza que le rodeaba, naturaleza que en forma vegetal predomina en sus obras formando parte de las mismas, virtuosísimo paisajista de jardines en los cuales cada flor y cada árbol parecen tener su protagonismo personal.

Grandes proyectos rubrican lo anterior, realizaciones que aumentaban, cada una de ellas, su prestigio como arquitecto diferenciado: Alhambra del Mar, Alcazaba Beach, Marina del Este en la costa granadina, remodelación del Marbella Club, Gran Hotel Abama, Fair Lakes, Mansion Club… un largo etcétera al que hay unir su premiado proyecto de urbanización en Shanghai, que le abrió las puertas del continente asiático.

No quería, no quiso nunca retirarse de lo que jamás consideró sólo como trabajo, sino como pasión, divertimento, hobby, y hasta –me atrevo a definir- como una forma particular de entender la vida. La Belleza (con mayúsculas) objetivo total de su existencia terrena. Vivía para ella, sin que ello fuese obstáculo para obtener por su mediación beneficios materiales con los que seguir apresándola. A través de la música, del cine, de los libros, todo aquello que añadía a su lápiz una espiritualidad a caballo entre panteísmo y placer.

Siempre trabajaba con música. Tal vez en su interior cada uno de sus dibujos llevase un doble nominativo : Mozart, Schubert, Paganini, Mahler o Beethoven. Melodías que tocaba como perfecto anfitrión cuando nos reuníamos en su casa. Interminables charlas en las que Schopenhauer se mezclaba con Falla o Albeniz, para terminar posiblemente en Le Courbusier o El Bahaus.

Pensé tantas veces que hubiese sido el perfecto hombre del Renacimiento, que hoy en lo que es una dolorosa despedida, afirmo que lo fue y vivíamos engañados con su cronología.

Adios, Melvin, admirado arquitecto y compadre. Sé que nunca te irás del todo porque demasiada belleza lleva escrita tu nombre.

Ana María Mata
Historiadora y novelista

2 de octubre de 2010

EL LIBRERO GRUÑON

(Artículo publicado en el diario Marbella Express el 1 de octubre de 2010)

Ahora que septiembre nos envuelve entre sol y aguaceros en un dulce tufillo a estrenada mochila infantil, a madera de lápiz puntiagudo y grandes gomas de borrar, a pulcras libretas de cuadritos o rayas, a tizas de colores y sobretodo a libros. Libros grandes y pequeños, forrados –es posible- con el mismo papel azul cobalto con que lo hicieron madres preocupadas por su integridad, y que hoy tal vez sigan haciendo abuelas entregadas a unos nietos que cuidan y que seguramente aman demasiado.

Libros también para adultos que esperan el otoño porque saben que con él aparecen las nuevas ediciones, las tramas que sus escritores preferidos han ido urdiendo con la intención de seguir manteniendo con ellos la complicidad o la intriga. Maravillosas líneas de tinta con las que endulzamos y hacemos más ligeras nuestra pequeñez cotidiana.

Hablando de ellos, no puedo evitar traer a mi recuerdo a un hombre que los amaba por encima de casi todas las cosas del mundo. A quien quiero con este pequeño artículo rendir el homenaje que la vida, no demasiado larga para él, impidió. Un hombre pequeño de estatura (por la que evitó el servicio militar) hijo único, huérfano muy temprano y rodeado de mujeres que lo mimaron en exceso pero a las que en plena adolescencia se obligó a mantener. Un estanco viejo y destartalado en cuyo mostrador empezó a imaginar cómo podría alternar la picadura de tabaco con las ensoñaciones de su mente, siempre en ebullición a pesar de la pobreza. Y unos tebeos que aparecen casi por encanto junto a novelillas mal encuadernadas que decidió alquilar por unos céntimos. “Flecha y Pelayo” junto a “El Coyote”. Corín Tellado frente a Marcial Lafuente Estefanía. Una madre extrañada del ajetreo que empieza a formarse bajo las paredes desconchadas de su estanco de viuda. El hijo que decide emprender la arriesgada aventura del cambio. De la calle Peral al centro del pueblo. Además de tabacos y sellos, tebeos y cromos, papelería y un intento de mini-librería.

Lápices, cartas, sacapuntas y carpetas de cartón. La novedad de la estilográfica, el bloc grande y pequeño, lápices de colores Alpino, papel para envolver, maletines para la escuela en cartón y madera…todo ello como base y justificante de lo que era su amor verdadero: Libros que colocar en temblorosas estanterías cuyos lomos y portadas podría mirar cuantas veces quisiera, libros que albergasen en su interior vidas múltiples y distintas a su presente tan precario. Después vino el periódico. El primero que se leería en Marbella en aquellos años todavía bélicos, 1937, la ciudad ya tomada por las fuerzas nacionales, con los gritos esperanzadores de victoria en las páginas de ARRIBA, y más tarde LA VANGUARDIA al lado del ABC. Periódicos para los que necesitó un aval monetario que amigos muy seguros de su integridad no dudaron en prestarle. Juan Moré, el hombre de la gasolinera que apostó por él y por la información escrita.

En plena postguerra el hombre pequeño, atildado de formas, hablador empedernido, autodidacta esforzado y culto, el mejor calígrafo de una ciudad cuyos habitantes lo requerían de continuo para que les ejerciera de “escribiente”, se empeñó en traer otros libros que no fuesen “del Oeste o de amores tontorrones”. A sabiendas de que lo importante para todo el mundo eran los bonos de las cartillas de racionamiento, el pan, aunque fuese negro, los boniatos y la leche de cabra. Tal vez por eso precisamente necesitaran evadirse de las dificultades con las aventuras de Julio Verne o verse reflejados en las angustiosas páginas de Charles Dickens. Porque los libros empezaron a ser alquilados y después vendidos, hasta que logró traer los primeros títulos de la colección Austral, su gran orgullo de librero, que pudiesen conocer a Valle Inclan, Cervantes, Azorín y Unamuno. Con tres vendidos al año decía conformarse. No era, no fue nunca un buen comerciante. Olvidaba las devoluciones y debía pagar por los invendidos. Todo lo nuevo le emocionaba, las biografías eran su placer, y las primeras revistas en color (La Actualidad Española, Primer Plano, Garbo o Blanco y Negro) sus juguetes de adulto.

“Pequeño pero matón”, decía el refrán que solíamos recordarle a menudo. Nunca estuvo contento del todo con lo hecho o lo que le hacían. Sus enfados eran tan famosos como los libros que iba consiguiendo traer. Subido al descansillo de la escalera, cual atalaya invencible, dominaba desde allí al que entraba y al que salía, y especialmente a quienes estropeaban con indiferencia el perfectísimo orden que imponía a periódicos, revistas, y demás objetos. Sus facturas eran famosas por la elegancia del diseño que, conseguía con una letra inglesa tan bella que parecían manuscritos reales. Las devoluciones de prensa emulaban a paquetes navideños a los que sólo les faltaba el espumillón. La estética le deslumbraba hasta hacerle olvidar su condición de vendedor. Por fortuna, los niños se acostumbraron a sus regañinas y a los adultos, incluidos los extranjeros que vendrían después, creo que les llegó a hacer gracia el hombre que les sermoneaba nerviosamente como un predicador fanatizado.

Demasiado gruñón, nervioso y exigente. Pero un excelente librero, mejor lector que comerciante. Amaba la tinta y el papel con pasión desmedida. Sólo le importaba, según pasaban los años, los libros que dejaría sin leer, solía decir cuando no estaba enfadado.

Hace ahora casi cuarenta años de su muerte. Aprendí casi todo de él. Por eso, les pido perdón por la emoción contenida. Muchos lo habrán adivinado. Se llamaba Andrés, pero era conocido familiar y cariñosamente por “Matita”. Era mi padre. Un librero singular.

Ana María Mata
Historiadora y novelista.