3 de enero de 2011

MIXTOS CACHONDOS

“Un soneto me manda hacer Violante…” así comenzaba el célebre poema de Lope de Vega. Con él comienzo el artículo de hoy, placenteramente desde luego, y aunque no “mandada”, si suavemente impulsada por cariñosos lectores que me invitan a recordar en este tiempo navideño al menos, costumbres y pequeñas curiosidades muy nuestras que el tiempo ha devorado como suele, con feroz velocidad y sin contemplaciones.

Miremos, pues, hacia atrás sin ira, con emoción, si quieren, pero hagámoslo con la alegría de haberlo vivido y con otra aún mayor, la de estar aquí para recordarlo. Es cierto que el pasado tiene buena imagen en nuestra memoria, lo que conviene no olvidar es que esa imagen procede de dos factores : el primero quizás sea por eso mismo, porque es pasado y reafirma el hecho crucial de nuestra existencia, y el segundo porque los ojos de un niño poseen la magia del technicolor, como aquellas primeras películas con esa técnica, en las cuales el paraíso estaba al completo dentro de la pantalla.

Por todo ello, no voy a escribir que nuestra ciudad era por entonces más bella y entrañable (hablo de los años 50-60-70) aunque la víscera principal me impele a hacerlo. Y además, porque no es cierto. Lo que sí puede serlo, es que era más nuestra. Más de todos los que la habitábamos que éramos pocos, y casi una familia. Familia, no siempre bien avenida, como en todos los pueblos, pero familia al fin, y lo que ocurría a alguno de sus miembros parecía sentirlo la ciudad entera, porque entre otras cosas, aún sin móviles, el boca a boca era muy, pero que muy eficaz.

Del mismo modo compartíamos las fiestas, duelos, bodas, bautizos y demás eventos con unos ritos que creíamos insustituibles…hasta que llegaron otros a los que nos adherimos, con enorme facilidad; pongo como ejemplo el negro negrísimo de los lutos que duraban años o el indescriptible uso de los “vestidos -hábitos”como promesas, fueren del Carmen, el Nazareno o la Virgen de Fátima.

Con todo, y, como esto iba de remembranzas, afirmo con solemnidad de marbellera que sí teníamos por aquellos lejanos tiempos algunas cosas únicas y con las que me parece que disfrutábamos más que cualquier niño de hoy. Tengo muchas en las membranas de mi cerebro, más de las que permite este espacio, pero nombraré las primeras que me vengan a la cabeza o a la tecla del ordenador. Limitándome a lo que entonces eran las Pascuas, …¿Quién no recuerda los buñuelos fritos o los rosquetes que llevábamos al horno de las panaderías, cogiendo cita para hacerlo? ¿y la gallina que engordaba en patios y azoteas hasta que llegaba a la mesa en pepitoria, previa sopa de picadillos? ¿y los mantecados de Estepa o de Antequera (La Perla) tras la Misa del Gallo, siempre con una copita de Anís del Mono?

Ni langostinos, pato, caviar o foie. Ni Cava ni Chardonnais, Whisky o vino de reserva. Anís, tinto peleón, y sifón de don José Calzado. Como tampoco tuvimos Papas Noeles a mansalva, Santa Claus y elevadísimos árboles de navidad. Ni adornos luminosos en las calles, ni siquiera –recuerden- Pascueros, esa flor tan profusa ahora cuya existencia desconocíamos como elemento decorativo de esas fiestas, y mucho menos que serían llegado el tiempo, objeto de deseo ilegal para las manos que las arrancan sin pudor.

Durante el día las niñas jugábamos al “Rayo” en las calles (para guardadores de palabras extrañas cito las divisiones de aquella escala que había que sortear chutando una piedra : Imbo, Cachimbo, Anso, Descanso, Piri, Gloria, Maruchi y Estrella). Otras veces jugábamos a modelos en la Alameda, y con grandes nudos en faldas y jerseys imitábamos a las mujeres de revistas como Florita o Chicas. Al oscurecer íbamos de puerta en puerta dando aldabonazos y escondiéndonos luego con la mayor rapidez. Cuando las zapatillas se arrastraban para abrir, ya habíamos llegado a la siguiente. El Escondite era uno de los esenciales, porque denotaba el ingenio del escondido, desde una caja abandonada en la calle a un trastero o una alacena de comida.

Al llegar las Pastorales se nos brindaba los primeros signos de libertad futura, ya que nos permitían ir detrás de ellos más tarde de la hora acostumbrada. Al compás de la zambomba o pandereta corríamos por las calles mirando de reojo los pasos del niño que empezaba a hacernos tilín, al que distraídamente rozábamos con suspiros profundos.

Y antes de que la magia navideña diese a su fin, mientras esperábamos la llegada de unos Reyes Magos sin cabalgata, a los que pedíamos de todo y nos traían lo que podían, que era casi nada, la noche del 5 de enero, comprábamos en unos mínimos puestos en la plaza de José Palomo, lo que habría de ser el remate final de esos días de vacaciones :las matracas los pitos de madera y sobre todo, los mixtos cachondos. ¡Qué inmenso placer significaba la tira acartonada con una puntita roja en el filo! Uno a uno íbamos rompiendo el cartón y lanzando los mixtos a casas y tiendas donde los “Reyes” amontonados por las prisas de última hora, compraban los regalos. Se quemaban medias de cristal las mujeres, gruñían los vendedores, daban coscorrones los hombres…y los niños de aquella Marbella nuestra y sin dinero, seguíamos, impertérritos, tocando nuestros pitos de madera y arrojando mixtos cachondos, a la vez que la radio repetía una y mil veces : Felices Pascuas a los hombres de buena voluntad.

Ana María Mata
Historiadora y novelista

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