18 de junio de 2013

LAS BARQUITAS DE RAFAEL


(Artículo publicado en al Diario SUR el 13 de junio de 2013)
Llegaba el mes de junio y la felicidad consistía entonces en esperar el día diez, la víspera, como le llamábamos, la antesala de lo que para los niños era como una especie de paraíso de colores, de ruido y algarabía después de un año en el que el silencio y la monótona cotidianidad habían sido nuestros compañeros de viaje. Junio era el mes más deseado, prefacio de verano, adelantado de juegos y baños playeros, de días largos en la calle, de la llegada de algún que otro visitante o familiar, de ausencia de colegio, disciplina y uniformes.
Pero más que otra cosa junio era para nosotros la Feria. Y desde el primer día nos dedicábamos a espiar cada camión que aparecía por la destartalada carretera y por una causa u otra detenía su mole delante del fielato. Cualquiera de ellos podía ser el “esperado” si detrás de la cabina se veían largos hierros sobresalientes con un conjunto de artilugios de madera. Años hubo en que su retraso nos produjo una ansiedad inexplicable y dolorosa. Nunca llegaron a fallarnos; al final el más insistente en el espionaje daba la voz de alegre alerta a los demás :”¡allí está, ya vienen, andan cerca de la casa de don Adolfo”…
Venían, claro que venían…¿podíamos imaginar una Feria sin Rafael y Angelita en los años cincuenta? ¿Cómo íbamos a subir a otro cacharro antes de abrazarles y balancearnos una y otra vez en sus barquitas? No eran unos feriantes cualquiera, era el matrimonio que llevaba cerca de veinte o más años viniendo al mismo hueco en la feria de la Alameda, delante de la Pila de los Peces. Enjuto él, moreno de piel y rondeño de nacimiento; rostro agraciado de piel blanquísima y sonrisa permanente Angelita, muelas de oro visibles al reír, bata de algodón gris abotonada en la delantera.
Eran los más queridos de los feriantes de entonces, los que nos conocían por nuestro nombre y saludaban a nuestras familias como si ellos ya formasen parte de todas un poco.  Nos pedían un ajo, sal o una cebolla, usaban nuestra agua, convivían una semana como si Marbella fuese su segundo hogar, preguntaban por las enfermedades, los fallecidos, las bodas. Un año vinieron con su hijo, Eleuterio, un joven alto y guapo, moreno como Rafael, pero de amplias espaldas y mirada peligrosa. Más de una suspiró por ser el objetivo de sus negros ojos al cruzarse, alguna llegó a caer por poco tiempo en sus redes efímeras.
Las barquitas de Rafael llegaron a convertirse en una institución más de la feria, como los gigantes y cabezudos, el Pendón, los fuegos artificiales o las carreras de bicicletas con cintas bordadas para los primeros ganadores. Todo ello en el recinto de la Alameda, incluida la Ola que fue la última en caber todavía dentro de ella, junto a la caseta oficial, los blancos puestos de turrón y fruta escarchada, los pequeños de gambas y pulpo asado, los “carricoches”, la noria junto al quiosco de Don Rodrigo, y ya fuera de la Alameda, en lo que hoy se alza la Torre de Marbella, un pequeño circo y el teatro de Manolita Chen.
Rafael iba viendo crecer la feria y el pueblo al ritmo de sus manos dando pequeños golpes a las barquitas que recuerdo pintadas de verde. “Más fuerte, Rafael”, gritaba alguna valiente voladora en ciernes. “Un ratito más, anda, por favor…” pedía otra más templada, mientra veía flotar su estrenado vestido de organdí entre los barrotes en los que se sujetaba. Hasta las voladoras llegaba el olor a pescado frito que Angelita preparaba en el interior de las cuatro tablas que le servían de alojamiento. Y una campana cruel  indicaba el fin del paseo en barca para volver a empezar con otros nuevos niños, arriesgados o miedosos, cerca algunos de la vuelta de campana y los más, en suave balanceo.
Cada año un  nuevo artilugio, cada vez más peligroso, iba arrinconando poco a poco el lugar de las barquitas. Rafael dobló la espalda y a su mujer, Angelita el pelo se le volvió algodón blanco y rizado. Llenos de arrugas seguían preguntando por las familias y contándonos de la suya. Un año dejaron de venir. Allá por la casa de don Adolfo aparecían ahora trailers largos que contenían monstruos de acero y luces endiabladas.
La feria seguía en junio pero había cambiado de lugar, e incluso, a veces, de fecha.
Se de algunas que al mirar hacia la Pila de los Peces, dejó caer una lágrima.
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista


2 comentarios:

Órfilo M. Aranda dijo...

¡Qué bonito! No sé si serían los mismos personajes, pero sí que recuerdo subirme en las barquitas.

Javier Lima dijo...

Entrañable. Me ha transportado a aquel tiempo. Felicidades Ana.