5 de agosto de 2013

CON AIRES DEL NORTE



Pensé que mi ordenador también necesitaba refrescarse y lo traje conmigo. Gracias a ello puedo seguir mi comunicación semanal con mis amables lectores y contarles, por ejemplo que en este pueblo de la otra punta del mapa, cuyo nombre sigue dándome algo de pudor escribir: Pechón, pero al que su estratégica situación le otorga una belleza y cualidades particulares, de vez en cuando el sol lo toma por asalto y entonces es un reflejo del  Edén.
Quince días como el de hoy son para los nativos algo preocupante, acostumbrados a un gris tan refrescante para ellos como molesto para los visitantes. El agua caída del cielo es, no solo quien alimenta su verde paisaje sino una especie de bebedizo al que se acostumbran desde que nacen. Estoy con ellos en que esta explosión de verdor, esta urdimbre de árboles, flores y prados impolutos no sería posible sin el riego intermitente de nubes para ellos tan familiares.
El pueblecito en cuestión se ubica entre dos grandes rías, Tina Mayor y Tina Menor. La primera recibe al forastero no más doblar en un desvío de la autovía que conduce hasta Oviedo. Serpenteándola en ascenso hacia arriba, sus aguas transparentes de color esmeralda inducen a ensoñación paisajística que atrapan sin remedio. Dos kilómetros, y las típicas casas cántabras con balcones volados de madera oscura  repletos de flores aparecen entre los altos árboles que a veces forman arcos con sus hojas entrelazadas.

Ganadero y agrícola como única forma de vida era cuando lo descubrimos hace la friolera ya de treinta y  tantos años. Vacas negras y blancas, tostadas…todo un escaparate para mostrar a niños deshabituados a verlas en la ciudad. Establos en los que hemos asistido al nacimiento de un ternero con miradas de asombro infinito; observar el ordeño y llevar leche a casa en viejas lecheras de latón. Gallinas, patos, y cisnes, carros repletos de heno donde los pequeños subían con nerviosismo. Campos enormes de maizales, sembrados de patatas, nabos, tomates, frutales y toda clase de alimento vegetal. Y como colofón una vereda estrecha de tierra que conduce en vertiginoso descenso a la playa llamada de Amió. Una de las playas más fotografiadas de la cornisa Cántabra. Acantilados gigantes que el verdor ennoblece, abrazan a un trozo de mar cuyas aguas para un andaluz resultan engañosas al principio. Desaparecen sin aviso para llegar después con bravura y señorío. La Pleamar y la Bajamar, ese misterio o romance entre luna y mar que dan lugar a sus características y descomunales mareas. Fenómeno ante el cual los del sur abrimos ojos de incredulidad primero y de admiración después. Arena dorada y suave, donde los descalzos pies disfrutan y se mueven al ritmo del juego de las palas. En el centro una isla (El Castril), extensión rocosa con aires de fantasma cuando el agua la oculta.
Pechón es todo eso y además el recuerdo de la aldea que fue largo tiempo, aquél en el que gran parte de sus nativos emigraron a Cuba en un viaje que algunos solo lograron hacer hasta Sevilla, donde al final se quedaron. Pechón era un rincón casi oculto entre sus rías donde el tiempo parecía haberse detenido. Así lo conocimos al llegar cuando tenía aspecto de cuento infantil con más vacas que habitantes y estos, calzaban zuecos de madera no más caían las primeras gotas, que acababan por lo general multiplicándose.
Me gustaría poder expresar con rigor el resultado de estos años desde que un holandés o alemán aparcaron sus posaderas en los prados verdísimos. También un español llegado de la Meseta en  busca de alivio a un calor endemoniado. Y hasta unos malagueños como nosotros a quienes los primeros años tuvieron por dementes por abandonar la costa turística más famosa y recalar en la aldea de los aguaceros y las lluvias con ropas de abrigo y botas de agua. El turismo llegó y con él la ambición de ser algo más que un paisaje bucólico y silencioso. Por fortuna el ladrillo no ha conseguido distorsionar su auténtica imagen. La vegetación esconde entre su fuerte raigambre multitud de casas, bares y hasta hoteles con estrellas. Casi no hay vacas y va ganando terreno el asfalto. La escasa garantía de sol le protege, sin embargo, de invasiones excesivas. Por eso seguimos viniendo, con una fidelidad que, a veces, nos premian los dioses norteños con días como los de ahora; por si acaso voy corriendo a la playa. No tardará mucho en aparecer el “gallego”.
Ana María Mata
Historiadora y novelista

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por tu articulo Ana. España tiene un Norte incomparable. La cornisa cantábrica es irrepetible...aunque llueva un poco o tal vez por eso mismo.

Anónimo dijo...

Soy un sevillano del norte. Me ha gustado su articulo que he leído por casualidad. Gracias por mandarme un poco de fresco.

Javier Lima dijo...

¡Fantástico retrato de esa zona cántabra Ana! Tengo la suerte de conocer esa zona y por mucho que he ido no me canso de visitarla. Buenos paseos por los Picos de Europa, comida que sabe a casera y unas playas que son naturaleza en estado puro.

Anónimo dijo...

Que importa que haya entrado el gallego si mañana se va.

Anónimo dijo...

Soy sevillana de "pura cepa", nacida a los pies del Gran Poder. Adoro esta tierra que rezuma alegría.
No por ellos, la considero única, España tiene fantásticos lugares con peculiar idiosincrasia.
Y si; PECHÓN es uno de ellos que además de por lo perfectamente has descrito (por lo que te felicito) no puedo olvidar su maravillosa gente, que tiene la virtud de hacerte siempre, estar en casa.