23 de diciembre de 2014

EL PODER Y LA JUSTICIA



No es fácil ser libre. Es muy difícil y, a veces, heroico. No lo es para el hombre corriente, aquél que solo tiene que dar cuenta a sí mismo, y para quien el gran Erich Fromm dejó escrito su mejor libro “Miedo a la libertad”, en el que decía como algunos seres humanos se aterrorizan cuando tienen que ejercer su derecho a ejercitarla en ocasiones decisivas para su vida. Estamos tan habituados al yugo que suele ser el arma decisiva para el poderoso, disponer del convencimiento de que su voluntad imperará sobre la de los otros.
Hemos asistido en estos días a un episodio distinto y ejemplar. La de un alto magistrado que ha preferido dimitir a plegarse a las continuas injerencias de quien posee el poder político en este país. Tiene que haber razones de mucho peso para que un fiscal general deje colgado al Gobierno, apuntaba un magistrado del Supremo tras conocer la marcha de Torres Dulce, a pesar del telón eufemístico de sus razones personales. Con anterioridad, 13 de los 18 jueces de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo enviaron una carta al presidente del Poder Judicial, Carlos Lemos, para que reclamara el cese de las intromisiones del Ejecutivo en las decisiones judiciales.
El poder no admite que se discutan o alteren sus normas, especialmente lo que redunde en merma de ese mismo poder manifestado en electores y votos. Más de cuatrocientos años atrás un pensador, abogado y político de la Ilustración expuso con brillantez su teoría de la muy necesaria separación de poderes entre el ejecutivo y el judicial. A pesar de la celebridad de sus escritos, Montesquieu sigue siendo un nombre para el lucimiento en discursos, pero no un modelo a imitar. La coexistencia entre el poderoso y el pensador es, en el fondo, imposible porque los fines de ambos son opuestos: uno quiere gobernar, el otro se dedica a la reflexión política. Ya Alfonso Guerra dio por muerto al citado Montesquieu en 1984.
La gran tragedia de nuestra democracia y una de las razones de su deterioro consiste en que los diputados votan según ordene el jefe del grupo, los ministros obedecen sumisamente al presidente, y así en cadena, renunciando la gran mayoría a un deseado “no” si es que quieren ser promocionados en el futuro y alcanzar los privilegios del poder.
Así las cosas, Rajoy se encuentra ahora en una crisis institucional que ensombrece mucho sus mensajes triunfalistas económicos. Mensajes, por otra parte, y como era de esperar, discutidos y no aceptados por gran parte de los ciudadanos.
El hecho de que no sea la oposición, sino también un organismo de tal categoría como la Magistratura quien exprese su disconformidad, muestra la fragilidad del Gobierno, a quien en los últimos tiempos, los dedos parecen habérsele trocados en huéspedes. Más o menos esos parecen ser los airados jóvenes entusiastas del profesor con coleta, flecos caídos del P. P. y el P.S.O.E. todavía sin escándalos aunque con alguna pequeña mácula.
La tan cacareada transparencia es hoy por hoy objetivo inalcanzable, que nuestro escepticismo actual lleva a pensar en imposible. Por lo que vemos y a lo que asistimos es que el que manda quiere seguir mandando, cueste lo que cueste, y el que aspira a hacerlo en un futuro conoce, para nuestra desgracia, las triquiñuelas para hacer lo mismo.
Apañados estamos con un horizonte de ese calibre.  De momento, ¿sería mucho pedir que dejen actuar libremente a la Justicia?.
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista


   

15 de diciembre de 2014

TIEMPO PARA PENSAR



Esplendor de luces, de música, regalos y dulces. La liturgia habla de Adviento y volvemos al ritual cada año repetido. Los niños lo disfrutan al máximo, lo viven intensamente, los adultos soportamos el hartazgo mirando una y otra vez los ojos infantiles, reconociendo en ellos los hoy envejecidos que en el pasado fueron iguales y poseyeron la misma esperanza. “Haceros como niños”, dice el Evangelio, y tal vez haya que intentarlo. Mientras, al menos, deberíamos pensar en algunos de ellos y el contraste de sus vidas con las de otros en estos días especiales.

El planeta, leo en un informe, se enfrenta a cinco grandes emergencias en Siria, Irak, República Centroafricana, Sudán del Sur, y el Ébola en África Occidental. La mayor diáspora de la Historia registra 282 millones de refugiados. El espacio de estas personas se restringe, con suerte, a dos o tres metros cuadrados por familia, resguardados de la lluvia y el viento por una estructura de palos y plásticos. Otros, bajo un puente o un árbol. No se incluyen los inmigrantes que se ahogan en el Mediterráneo. En todos los casos millares de niños viven en indigencia, con enfermedades, hambre y muchos para su desgracia, huérfanos. Han tenido la triste suerte de nacer en lugares donde solo impera la sequía, el fanatismo, la codicia o la guerra. Sus juguetes son armas en desuso, huesos corroídos por las aves, piedras. Con padres ortodoxos, musulmanes, o de sectas ancestrales africanas, puede que también cristianos, los une el hambre y la tristeza, sus imágenes parecen mostrarnos solo ojos enormes y vientres hinchados. No sabemos que albergarán sus pequeños cerebros, esas almas que, todavía incipientes, solo conocen el desgarro.
También para ellos debería ser Navidad. Porque olvidamos que el generador de estas fiestas, el “causante”, el Hombre que solo habló de amor e igualdad, nunca los hubiese descartado, jamás habría permitido que soportasen esta situación mientras en su recuerdo se dilapidaban víveres, regalos y dinero a mansalva. Me pregunto si quienes lo seguimos en sus enseñanzas reflexionamos lo contradictorio de las grandes algarabías occidentales y el mutismo de refugiados, o peor todavía, de desaparecidos y muertos en aguas de nuestras costas.   
Hermosa liturgia la de Adviento donde las velas encendidas se adhieren a cánticos, casullas rojas, árboles brillantes y bellos  belenes en iglesias calientes y confortables. Fieles abrigados y satisfechos con la opípara cena, niños felices con juguetes electrónicos a toda pastilla, caprichos de todo tipo envueltos en dorados trozos de papel y bolsas con dibujos alegóricos. Ojos encendidos de niños felices, revoltosos, alegres. Desconocedores de una parte diferente del mismo universo en que habitan, lugares en los que niños como ellos suspiran por un trozo de mandioca, o un vaso de leche. Niños que a lo más recibirán-si llega el caso- juguetes que otros niños desecharon y cuya mecánica les resultará difícil, extraña, alejada de su mundo diario de escasez.
Niños fallecidos en el Mediterráneo, sin que Alá mostrase compasión por unas vidas recién iniciadas y les permitiera celebrar cualquiera de sus fiestas, la del Cordero, el Ramadán o alguna similar que les mostrase  un poco de alegría, interrogándose en la asfixia de sus pequeños pulmones llenos de agua que mal habían hecho para sufrir un final tan trágico.
Navidad para niños de los que llamamos el Tercer Mundo, como si esa denominación nos concediera a los demás el arrogante título de primeros y segundos. Olvido más o menos involuntario de una Cristiandad que no parece luchar demasiado por cumplir el mensaje recibido. Políticos poderosos que asisten a ritos navideños, encienden árboles y nacimientos, cantan “Noche de Paz” en idiomas distintos y se sienten confortados con una fe que parece no exigir praxis alguna.
Todos somos culpables de que esa noche de diciembre millones de seres humanos estén excluidos de un poco del amor que hipócritamente llamamos Navidad.
Ana María Mata
Historiadora y novelista

3 de diciembre de 2014

SE IMPONE EL SHOW

A pesar de que pensamos y decimos que somos europeos, tengo la impresión de que en el fondo del alma de cada españolito pervive  mucho de la charanga y pandereta que tan oportunamente inmortalizara el verso de Machado. Más aún, aquel tufillo carpetovetónico que tanto solía distinguirnos, lejos de estar erradicado, parece hoy dispuesto a entronizarse de nuevo en el núcleo central de la sociedad española.
No podemos negar que lo gestual siempre nos ha gustado, las actuaciones teatrales y llamativas, cualquier cosa que se apartase de la normalidad en la que muchos parecen vivir a gusto, a nosotros nos aburre y acabamos por romperla. Nos hemos jactado tanto de que España sea diferente, que al final vamos a conseguir que lo sea.
Tenemos, por ejemplo, un mediador inesperado saltado a la palestra en las últimas semanas, cuyas características tan particulares solo podíamos aceptar aquí hasta el punto de reventar audiencias televisivas, ocupar portadas y ser el centro de tertulias que, por cierto no se ponen de acuerdo en  su verosimilitud o su falsedad. Sea como sea, el “Pequeño Nicolás” ya es parte del ideario nacional y representante o consecuencia de lo que llamaríamos, no sin tristeza, el estado de la nación.
En el polo opuesto, las imágenes del arzobispo de Granada echado en tierra cual soldado en trinchera para pedir perdón por los casos de pederastia realizados por clérigos de su diócesis…No me digan que dicha imagen no es resultona e incluso espectacular. El gesto que no falte, habrá pensado ante el escándalo suscitado, y si no he sido capaz de condenar a quienes actuaron así en su momento, al menos con este “cuerpo a tierra” en el centro de la Catedral puede que remedio en algo los graves errores cometidos (¿?). Charlotada absurda de un alto cargo eclesiástico, rayano en lo patético. El gesto nunca podrá suavizar el daño cometido, ni liberarle de su responsabilidad.
Hay quien dice que todo puede arreglarse con el advenimiento de jóvenes metidos a políticos que habrán de sustituir a los habituales, cansados y corruptos en gran mayoría. Que su líder, absolutamente mediático, dirigirá el país como parece hacer ahora con quienes le arropan : como si de un gran club de fans se tratara, al que él, con o ya sin coleta, les lanzará mensajes subliminales desde la seriedad de sus azules ojos. El dinero llegará a fuerza de entrevistas televisivas y si Europa se enfada, peor para ella que nos pierde. Tal vez dicho líder, el día que deba explicarnos algo como eso, se haya cambiado de camisa arremangada y lleve chaqueta color negro duelo. Todo es posible.
Se impone el show, como ven. La puesta en escena. Intento descubrir si  toda la parafernalia anterior acabará en un “más difícil todavía” como en el circo, o en la ceremonia de adiós del país, con bajada total de telón.

Ana  María  Mata  
Historiadora y novelista

21 de noviembre de 2014

HOMBRES NECESARIOS



Hay virtudes admirables que elevan al ser humano por encima de la mediocridad en la que generalmente nos movemos; pero existe una que creemos menor, y sin embargo haría falta una reivindicación del valor en ella implícito ya que en su ausencia, las otras son deficitarias y pobres. Me refiero a la coherencia, esa difícil conjunción entre la prédica y la acción, las ideas y su puesta en práctica, aquello que a veces pensamos y deseamos pero no cumplimos en la realidad.
 Días pasados, cuando en Málaga el salón de La Térmica resultó insuficiente para albergar a todos los que queríamos oír en directo al escritor Antonio Muñoz Molina, creo con poco temor a equivocarme, que no solo estábamos allí por el placer que la calidad y belleza de sus escritos nos proporcionan, que tambiénsino por el convencimiento de que en él aflora el inapreciable y escaso don de la coherencia.
Hace tanto tiempo que conozco a Muñoz Molina, que a veces incluso me parece alguien de la familia. He seguido su obra con la minuciosidad del entomólogo con sus insectos. Creo haber leído todo cuanto tiene publicado en periódicos, revistas y ensayos. Por descontado sus novelas que siempre espero con expectación. He rastreado, dentro de lo posible pero igualmente con esmero, las distintas etapas de su vida desde aquel venturoso día en que le descubrí con “El invierno en Lisboa”. Supe de su etapa de funcionario en Granada, leí con fruición sus artículos del Ideal recopilados en “Diarios de un Náutilus y “El Robinsón urbano”, sus posteriores y continuados logros en premios así como su nombramiento como miembro de la Real Academia de la Lengua. Se transformó, como era natural, en inalcanzable modelo de mi pobre escritura, le imaginé como Director del Cervantes neoyorquino…y hasta por motivos ajenos a este artículo tomé café con el en Baeza y supe de su vida familiar y de su afición al jazz.
Todo lo anterior es para decir que de ese “conglomerado” lo que por encima de todo me hace seguirle con devoción es su coherencia .  Muñoz Molina –y esto es un atrevimiento por mi parte  creo que escribe tan bien y de forma tan bella porque su cabeza y su víscera central caminan al unísono. Expresa lo que siente y cree, después de análisis reflexivos internos que le llevan a veces a decir cosas que no suelen gustar a la mayoría, o no están a la última. Ama apasionadamente el Arte en todas sus manifestaciones, es un erudito en muchas materias, además del lenguaje, pero lo que más llega al lector de cualquiera de sus escritos es su autenticidad. Por eso no se le puede etiquetar de manera absoluta, por eso pega palos a unos y otros, incluso a quienes en su primera juventud admiraba y leía, y ahora forman simplemente el poso de sus creencias actuales.    
No defraudó A. Muñoz Molina a la mucha gente que le escuchábamos. No es guapo ni elegante, además, no va de intelectual, ni de famoso, simplemente de escritor que da sus opiniones de todo cuanto se le pregunta. Como imaginarán se le preguntó mucho, porque el momento es propicio para hacerlo. Dijo no ser derrotista a pesar de lo que está cayendo, porque el nihilismo no conduce a nada. Afirmó una vez más el papel de la educación y el conocimiento. De la democracia, entendida como responsabilidad desde el propio individuo y el cumplimiento de las leyes. Alabó la cordura y la sensatez hasta el infinito.
Mi humilde opinión, reflejada en estas líneas, es que si hubiese muchos que le oyesen y  le hicieran caso, este país sería otro muy distinto. Me muero de ganas de hablar de su próxima novela que está al caer…pero no. Solo quería escribir hoy de un hombre que califico como necesario, en quien coinciden ideas y actitud.  Se llama Antonio Muñoz Molina.

Ana  María  Mata
Historiadora y novelista

13 de noviembre de 2014

Soledad (2): el invisible paso del tiempo





Primeras mañanas

Esa noche no vimos nada porque cenamos a oscuras entre el rumor del agua y las casas. Nos fuimos a la cama sobre las doce y creo que soñé con el río lamiéndose sus propias piedras y arrastrándolas unos metros corriente abajo.

  Son calladas las primeras mañanas, de asombro, al abrir las ventanas por primera vez y estrenar un paisaje, unas caras nuevas, unas palabras que suenan recién inventadas. Las primeras mañanas de nuestras vidas nos enfrentan a miradas esquivas, nos asoman a pozos de existencias ajenas. Lo insólito de lo recién descubierto, la montaña muda que nunca pudimos imaginar y que ahora por fin la tenemos ahí. Las primeras mañanas siempre tienen la magia de lo desconocido, del caminar por nuevos senderos sin significado aún, sin destino marcado, donde las historias están por contar y las que están no tienen final. Donde nosotros los recién llegados, los eternos ausentes, estamos dispuestos a aceptar todo, mentiras y verdades mezcladas, porque solo oiremos lo que encaje con nuestra vida y nuestro tiempo recién traído al nuevo lugar. Y nada más. Porque lo demás no existe.

Ella dormía la primera mañana, cuando abrí el ventanal de la salita que daba a la aldea. Los tejados de pizarra negra se apretujaban, brillaban lisos antes de que el sol apareciera por el otro lado de las montañas. Me abrazó por la espalda, me besó en el cuello y se colgó suavemente de mí mientras el bosque se desprendía de la noche.  

Todos los silencios

Los silencios allí son presencias lentas, voces bajas, vidas leves. Las palabras allí son silencios ajenos, solo caen al aire por su propio peso, como frutas maduras que se separan del árbol al ser dichas, y una vez pronunciadas tienen un único significado. 

Vimos pocas personas en la aldea esos días, y quizá no haya muchas más de las que vimos. Una gata negra dormía todas las noches en el alfeizar de nuestra ventana, las mismas cinco golondrinas volaban alocadas entre las casas y el río, Idoia –la mujer de Fomo– envuelta en su delantal a cuadros. Rufo, el melancólico mastín blanco que merodeaba por las cuestas empedradas, dos viejas sentadas como estatuas detrás del cristal de su galería, apenas unos hombres doblados sobre sus huertas. Y de fondo el bosque, siempre el bosque.

Del exterior solo sabíamos por el panadero, el solitario Andoni, un hombretón del norte de manos gruesas y cejas como matorrales, que llegaba con su furgoneta blanca a las nueve de la mañana. Desde la aldea se le veía subir, apareciendo y desapareciendo a un ritmo de vals, por las curvas que venían desde la parte baja del valle. Cuando paraba la furgoneta en mitad de la plaza tocaba varias veces el claxon como en un ritual, y en unos minutos se congregaba bajo el castaño toda la existencia de los alrededores. Al abrir las puertas traseras se escapaba el perfume caliente del pan, trayendo de vuelta a tantos ausentes. Yo le compraba una barra de pan aún sabiendo que probablemente no la tomaríamos, solamente por sentirme rodeado de esa breve humanidad, por la danza de la furgoneta trazando curvas en la carretera, por observar como envolvía cada pan en una hoja diferente del Diario Montañés: las barras blancas las daba con noticias del valle, las hogazas grandes con artículos de opinión, y los panes de centeno con las esquelas. Aunque solo fuera por la chulería de la maniobra de despedida y por verle finalmente la sonrisa pegada al retrovisor, ¿es que no valía todo eso 85 céntimos? Andoni se marchaba a otra aldea, con su soledad.

Buscamos los silencios huyendo del ruido que provoca nuestra propia huída, escapamos de la aglomeración del día. Buscamos la nada de la ausencia, la ausencia de nuestros mundos cotidianos, la humana necesidad de no ser reconocidos temporalmente, de no ser esclavos de una identidad, para luego volver al sur de la memoria, recuperada y nuestra otra vez, pero ya de otra manera.

El resto del día era puro silencio, una vez marchado el panadero se iniciaba el juego de las medias frases apoyadas al sol de las esquinas y de las nostalgias escondidas detrás de los visillos. Cada cual a lo suyo, cada cosa en su lugar, ni una palabra de más, ni susurros se oían. Las casas de sillares como siglos, la iglesia como una fortaleza, el frontón vacío. Y las piedras, las piedras del río, de las calles, de la montaña.

La profundidad del tiempo

            –Fomo, ¿no temes al olvido, no echas de menos el tiempo?

            –No necesitas lo que nunca has tenido, mira este cielo, ahí arriba, ¿lo echas de menos en tu tierra?

–¿Y cómo escapáis aquí del pasado, del paso invisible del presente?, ¿cómo soportar tanto silencio, distinguir el día de la noche, la vida de los ausentes?

–Sube con tu mujer al bosque más alto, donde el camino junto al rio se estrecha y se convierte en sendero te encontrarás un prado alto, crúzalo y trepa por el roquedo en la umbría, entrarás en el bosque de hayedos plateados, busca siempre la oscuridad, no hay señales, no mires para atrás. Sabrás que has llegado porque de repente todo se detiene, hace frío y se escucha el silencio. No se ve el cielo porque luchan en lo alto los robles y las hayas antiguas.

Mientras ella se entretenía cogiendo hojas caídas y tomando fotos con su cámara nueva yo me senté en una pequeña vaguada, apoyé la espalda en un tronco y cerré los ojos. Sin duda ese era el corazón de la Soledad más remota. Donde no llegaban las águilas. Pareció durar una eternidad porque el tiempo no pasaba, ni se oía. Entonces recordé lo que estaba grabado en una madera a las afueras de la aldea.

“Cuando a la mañana la neblina toma el bosque, este se va cubriendo de olvido, lenta e imperceptible se eleva el silencio que dormía en sus laderas. Y cuando se disipa a la tarde, todo el valle parece flotar y queda impregnado por la memoria”.

Últimas mañanas

            –La última mañana no la vamos a ver.

       –No hay últimas mañanas si no huyes del tiempo, si vives en la soledad buscada y no la encontrada por sorpresa.

Eso fue lo último que recuerdo, lo que creo que dijo cuando ya subía la ventanilla del coche, esa madrugada helada de mediados de agosto en la que al coche le costó arrancar. Las dos viejas seguían petrificadas en su galería, como si no hubiera pasado el tiempo. Idoia nos observaba con aire ausente desde el interior del colmado, con las manos resguardadas en el delantal.

Conducía mi mujer. Durante cientos de kilómetros solo oímos la rodadura del coche por la llanura. Este mundo es tan extraño que parece oscurecer solamente para que podamos soñar, que la luna grande se pasea por el cielo para hacernos sentir pequeños, y que los bosques hablan solo cuando te sientas en la profundidad de su silencio. Que los panaderos abren las puertas del cielo y reparten los recuerdos que cada cual encarga, en Soledad.


José María Sánchez Alfonso. Noviembre de 2014