27 de abril de 2014

LOS LIBROS DE NUESTRA VIDA


(Artículo publicado en el Tribuna Express el 24 de abril de 2014)

No corren buenos tiempos para la letra impresa. Impresa en papel, me refiero, ese papel que cobró vida y tomó forma escrita al calor del gran invento de Gutemberg. La imprenta vino a tomar el relevo de aquellos manuscritos que monjes pacientes llevaban grabando en pergamino con rústicas pluma de ave. Hermosos, por otro lado documentos, que el silencio de monasterios y el fervor religioso propiciaban, convertidos luego en Códices de bella manufactura con valores de reliquia o de antigüedad. Monjes y escribanos que habían sustituido a su vez a los grabadores en madera antiquísimos, escultores de la letra y de signos jeroglíficos, maravillosos artesanos de la primitiva lectura. Egipcios que ocuparon el lugar de los nacidos entre el Tigris y el Eufrates, cuyos signos cuneiformes en tablillas de piedra son el primer tesoro cultural del hombre.    
A mediados del siglo XV (1450) Gutemberg realizó su particular revolución diseñando un artilugio que iba a trastocar nuestras vidas. La imprenta democratizó la escritura, la sacó de conventos y palacios, convirtiéndola  en el medio más rápido y eficaz de comunicación.
A partir de ahí y tras diversos avatares, el libro se hizo realidad. Un objeto nuevo y distinto. Hojas de papel minuciosamente cortadas se abrían a ojos humanos mostrando en ellas unos caracteres oscuros a los que la tinta concedía esplendor y forma. Letras grandes o pequeñas, redondas o alargadas, bellos duendes escondidos dentro de tapas rígidas, que a manera de cofre guardaban historias para explicarse el mundo, o para embellecerlo. Toda la sabiduría posible al alcance del afortunado que supiera descifrarla, mensajes de amor, relatos del pasado, saberes medicinales, culinarios y de asuntos de guerra.  El universo entero podía reflejarse en aquél objeto casi mágico recién aparecido. El mundo se hizo más pequeño, y el hombre obtuvo un poder de gigante.
No concibo la vida sin el libro. Creo que el lenguaje es el don más preciado del hombre, y la escritura lo que nos hace universales. Es cierto que lo que llamo interiormente y en privado “enemigo”, lo digital, no va a impedir que las letras sigan amontonándose en renglones y formando frases. Que esas frases serán, o son ya, leídas por personas mucho más avanzadas que yo. Que  llaman “libro” a unas letras prisioneras de una especie de pizarra moderna y luminosa, sin páginas para pasar, sin conocer la textura del papel, o su portada, o los guiños del impresor en determinados capítulos. Letras amontonadas en una cárcel electrónica de donde solo pueden salir desapareciendo, asesinadas por otras que ocuparán su lugar y cuya diferencia será inapreciable.
No podrán abrazarlo si les conmueve, guardarlo en joyero si es poema de amor, derramar sobre la tinta una lágrima que la haga correr o disolverse. Sí, no me lo digan, seguirá siendo lectura para muchos, pero no cómplice, ni fetiche, ni objeto bello de deseo.
Los antiguos conservamos en el fondo de las neuronas más felices esos libros que han ido marcando nuestras vidas. Ese endiablado papel que ha envejecido con nosotros, al que algún ratón ha podido incluso saborear, sin destrozar del todo. La portada en color o negra que nos llamó desde el estante de la librería, apremiando a ser acariciada. La dedicatoria única que equivale a un beso prolongado. El perfume de sus años, de una hoja ya seca que instalamos un día entre sus páginas.
 Conservo con ternura infinita la cartilla RAYAS donde, mi padre primero y después Dª Carola me enseñaron las primeras letras. Era verde, aunque hoy parezca marrón parduzca. La Casita de Chocolate que se abría como un teatro y servía para llevarme a la cama. Los tebeos de Pulgarcito y la primera novela de Corín Tellado, con su chacha enamorada del señorito. Dos libros de José Luis Martín Vigil que en la adolescencia me entusiasmaron (prefiero de ellos “La vida sale al encuentro”), el famosísimo Edad Prohibida de Luca de Tena, de los primeros premios Planeta. Habría de ser Contrapunto, de Huxley, el que me impulsara a sentirme adulta, el que me diera respuestas a preguntas incontestadas.
Amo la lectura, pero también el libro con pasión inextinguible. Este 23 de abril lo festejaré como siempre a pesar de rumores nefastos. Cada una de sus hojas son pétalos de una flor que puede llamarse felicidad.
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista

2 comentarios:

garbiñe dijo...

Que bien expresado lo que sentimos todos los que hemos saboreado tantas lecturas de libros
queridísimos.Confieso que leo "libros" digitales por imposiciones de la vida,pero el placer de coger con la mano izquierda y pasar páginas con la derecha,de ir notando como varía el peso a medida que avanzo por los caminos de la comunión con los personajes .....eso no se puede sustituir.Acariciar su lomo y colocarlo en la biblioteca para mirarlo de vez en cuando y recordar.. garbiñe

Anónimo dijo...

Bella exposición de un sentimiento que muchos compartimos. Homenaje bien merecido a un fiel amigo que rara vez nos ha traicionado. Esperemos que se le conceda el don de la intemporalidad.