8 de junio de 2014

LO QUE VA DE AYER A HOY


(Artículo publicado en el periódico Tribuna Express el 5 de junio de 2014)
Últimamente, y sin decirlo a nadie más que a ustedes, me ha dado por inspeccionar al prójimo en los paseos urbanos que, según los médicos, tan necesarios son para la salud. Para evitar el sedentarismo que me corroe, trato de realizar caminatas por distintos lugares y durante las mismas me ha surgido un talante de “flâneur” que desconocía poseer y a través del cual intento captar curiosidades y manías en las que a veces me veo reflejada. 
Visualizo, con envidia cronológica, por ejemplo, las cada vez más cortas faldas de jovencitas en flor, hasta límites en los que dicha prenda deja de serlo para convertirse en braguita estirada. O la abundancia de ropaje “made en China” que posiblemente la crisis induzca a lucir como vestimenta generalizada. También la afición a  los perros caniches de los paseantes del paseo Marítimo, cual ola de afecto canino que prácticamente nos desborda. Pero de forma especial, y como fenómeno sociológico, digital y si me apuran patológico, destaco el hecho concreto y comprobado de no encontrar ni un solo paseante, joven o viejo, nacional o extranjero, burgués o mendigo, que no lleve en sus manos o pegado a la oreja el consabido teléfono móvil. De mayor o menor calibre, con variantes infinitas, pero teléfono sin cable, al fin y al cabo.
He llegado a la conclusión, -por otra parte nada difícil- de que la humanidad al completo no concibe ya la existencia sin él. Pido disculpas virtuales a supuestas tribus en extinción cuya forma de vida desconozco…pero aún con ellas me atrevo a sostener un atisbo de duda.
A pesar de haberse transformado en un utensilio tan normal hoy  como puede serlo un cepillo dental, hay momentos en los que tal vez por aburrimiento o pereza de  pensamientos más trascendentes, intento recordar como era nuestra vida antes de que el móvil se erigiese en protagonista principal de la misma. ¿Qué hacíamos cuando no existían, al bajar de un avión, pongo por caso? ¿O en esos minutos de espera en un restaurante? ¿Cómo nos citábamos con los amigos?...y si vamos más lejos ¿podíamos vivir sin controlar a la pareja, o al hijo adolescente?
Estoy convencida de que es ese el gran interrogante para psicólogos y quienes se dediquen a cierto tipo de antropología. La dependencia asumida. Estudiar que clase de personas éramos “antes de y después de”. Dar en el clavo de cómo la tecnología y los medios de comunicación nos han hecho ser distintos. Si en realidad dichos artefactos han generado unión o más soledad. O si la servidumbre de un pequeño aparato nos crea ansiedad cuando comprobamos que no lo llevamos encima. Tanta como para volver por nuestros pasos si nos damos cuenta de su ausencia a dos kilómetros de donde vivimos.
Cuando me acuerdo de Orwell y su célebre novela “1984” siempre digo para mí que tenía razón, pero quizás no imaginó que la cárcel y el dominio vendrían también a través de la electrónica.
Lo peor  (algunos dirán que lo mejor) es que al parecer esto no ha hecho más que empezar. Que nos esperan días venideros con tanta inteligencia artificial acumulada como para no hacer nada que no sea contemplar las nubes y su hermoso movimiento.
Lástima que además de ventajas tengan el inconveniente de anular la intimidad y facilitar contactos no muy fiables para niños y adolescentes. Que sirvan para estimular el insulto y la grosería anónima. Incluso para publicidad de terroristas y asesinos.
Estamos atrapados en las redes, como suelen decir. Voluntariamente sometidos a ellas, como al amor y sus fatales consecuencias. Nos olvidamos de que el exceso de ellas no solo consume visión y augura dolores de espalda, también se lleva un tiempo que podríamos utilizar en actividades que vamos ralentizando en detrimento de algunas neuronas cerebrales, como la lectura.
Vivimos inmersos en un mundo de teclas y pantallas, de dígitos y mensajes abreviados hasta la náusea. Cautivos en un sillón y encadenados a un luminoso artilugio sin los cuales hoy por hoy nos sentiríamos tan vacíos como si estuviéramos muertos.
Ana  María  Mata

Historiadora y novelista    

1 comentario:

Bicicleta dijo...

Si no hubiese sido por el teléfono no habria leído su artículo