21 de noviembre de 2014

HOMBRES NECESARIOS



Hay virtudes admirables que elevan al ser humano por encima de la mediocridad en la que generalmente nos movemos; pero existe una que creemos menor, y sin embargo haría falta una reivindicación del valor en ella implícito ya que en su ausencia, las otras son deficitarias y pobres. Me refiero a la coherencia, esa difícil conjunción entre la prédica y la acción, las ideas y su puesta en práctica, aquello que a veces pensamos y deseamos pero no cumplimos en la realidad.
 Días pasados, cuando en Málaga el salón de La Térmica resultó insuficiente para albergar a todos los que queríamos oír en directo al escritor Antonio Muñoz Molina, creo con poco temor a equivocarme, que no solo estábamos allí por el placer que la calidad y belleza de sus escritos nos proporcionan, que tambiénsino por el convencimiento de que en él aflora el inapreciable y escaso don de la coherencia.
Hace tanto tiempo que conozco a Muñoz Molina, que a veces incluso me parece alguien de la familia. He seguido su obra con la minuciosidad del entomólogo con sus insectos. Creo haber leído todo cuanto tiene publicado en periódicos, revistas y ensayos. Por descontado sus novelas que siempre espero con expectación. He rastreado, dentro de lo posible pero igualmente con esmero, las distintas etapas de su vida desde aquel venturoso día en que le descubrí con “El invierno en Lisboa”. Supe de su etapa de funcionario en Granada, leí con fruición sus artículos del Ideal recopilados en “Diarios de un Náutilus y “El Robinsón urbano”, sus posteriores y continuados logros en premios así como su nombramiento como miembro de la Real Academia de la Lengua. Se transformó, como era natural, en inalcanzable modelo de mi pobre escritura, le imaginé como Director del Cervantes neoyorquino…y hasta por motivos ajenos a este artículo tomé café con el en Baeza y supe de su vida familiar y de su afición al jazz.
Todo lo anterior es para decir que de ese “conglomerado” lo que por encima de todo me hace seguirle con devoción es su coherencia .  Muñoz Molina –y esto es un atrevimiento por mi parte  creo que escribe tan bien y de forma tan bella porque su cabeza y su víscera central caminan al unísono. Expresa lo que siente y cree, después de análisis reflexivos internos que le llevan a veces a decir cosas que no suelen gustar a la mayoría, o no están a la última. Ama apasionadamente el Arte en todas sus manifestaciones, es un erudito en muchas materias, además del lenguaje, pero lo que más llega al lector de cualquiera de sus escritos es su autenticidad. Por eso no se le puede etiquetar de manera absoluta, por eso pega palos a unos y otros, incluso a quienes en su primera juventud admiraba y leía, y ahora forman simplemente el poso de sus creencias actuales.    
No defraudó A. Muñoz Molina a la mucha gente que le escuchábamos. No es guapo ni elegante, además, no va de intelectual, ni de famoso, simplemente de escritor que da sus opiniones de todo cuanto se le pregunta. Como imaginarán se le preguntó mucho, porque el momento es propicio para hacerlo. Dijo no ser derrotista a pesar de lo que está cayendo, porque el nihilismo no conduce a nada. Afirmó una vez más el papel de la educación y el conocimiento. De la democracia, entendida como responsabilidad desde el propio individuo y el cumplimiento de las leyes. Alabó la cordura y la sensatez hasta el infinito.
Mi humilde opinión, reflejada en estas líneas, es que si hubiese muchos que le oyesen y  le hicieran caso, este país sería otro muy distinto. Me muero de ganas de hablar de su próxima novela que está al caer…pero no. Solo quería escribir hoy de un hombre que califico como necesario, en quien coinciden ideas y actitud.  Se llama Antonio Muñoz Molina.

Ana  María  Mata
Historiadora y novelista

13 de noviembre de 2014

Soledad (2): el invisible paso del tiempo





Primeras mañanas

Esa noche no vimos nada porque cenamos a oscuras entre el rumor del agua y las casas. Nos fuimos a la cama sobre las doce y creo que soñé con el río lamiéndose sus propias piedras y arrastrándolas unos metros corriente abajo.

  Son calladas las primeras mañanas, de asombro, al abrir las ventanas por primera vez y estrenar un paisaje, unas caras nuevas, unas palabras que suenan recién inventadas. Las primeras mañanas de nuestras vidas nos enfrentan a miradas esquivas, nos asoman a pozos de existencias ajenas. Lo insólito de lo recién descubierto, la montaña muda que nunca pudimos imaginar y que ahora por fin la tenemos ahí. Las primeras mañanas siempre tienen la magia de lo desconocido, del caminar por nuevos senderos sin significado aún, sin destino marcado, donde las historias están por contar y las que están no tienen final. Donde nosotros los recién llegados, los eternos ausentes, estamos dispuestos a aceptar todo, mentiras y verdades mezcladas, porque solo oiremos lo que encaje con nuestra vida y nuestro tiempo recién traído al nuevo lugar. Y nada más. Porque lo demás no existe.

Ella dormía la primera mañana, cuando abrí el ventanal de la salita que daba a la aldea. Los tejados de pizarra negra se apretujaban, brillaban lisos antes de que el sol apareciera por el otro lado de las montañas. Me abrazó por la espalda, me besó en el cuello y se colgó suavemente de mí mientras el bosque se desprendía de la noche.  

Todos los silencios

Los silencios allí son presencias lentas, voces bajas, vidas leves. Las palabras allí son silencios ajenos, solo caen al aire por su propio peso, como frutas maduras que se separan del árbol al ser dichas, y una vez pronunciadas tienen un único significado. 

Vimos pocas personas en la aldea esos días, y quizá no haya muchas más de las que vimos. Una gata negra dormía todas las noches en el alfeizar de nuestra ventana, las mismas cinco golondrinas volaban alocadas entre las casas y el río, Idoia –la mujer de Fomo– envuelta en su delantal a cuadros. Rufo, el melancólico mastín blanco que merodeaba por las cuestas empedradas, dos viejas sentadas como estatuas detrás del cristal de su galería, apenas unos hombres doblados sobre sus huertas. Y de fondo el bosque, siempre el bosque.

Del exterior solo sabíamos por el panadero, el solitario Andoni, un hombretón del norte de manos gruesas y cejas como matorrales, que llegaba con su furgoneta blanca a las nueve de la mañana. Desde la aldea se le veía subir, apareciendo y desapareciendo a un ritmo de vals, por las curvas que venían desde la parte baja del valle. Cuando paraba la furgoneta en mitad de la plaza tocaba varias veces el claxon como en un ritual, y en unos minutos se congregaba bajo el castaño toda la existencia de los alrededores. Al abrir las puertas traseras se escapaba el perfume caliente del pan, trayendo de vuelta a tantos ausentes. Yo le compraba una barra de pan aún sabiendo que probablemente no la tomaríamos, solamente por sentirme rodeado de esa breve humanidad, por la danza de la furgoneta trazando curvas en la carretera, por observar como envolvía cada pan en una hoja diferente del Diario Montañés: las barras blancas las daba con noticias del valle, las hogazas grandes con artículos de opinión, y los panes de centeno con las esquelas. Aunque solo fuera por la chulería de la maniobra de despedida y por verle finalmente la sonrisa pegada al retrovisor, ¿es que no valía todo eso 85 céntimos? Andoni se marchaba a otra aldea, con su soledad.

Buscamos los silencios huyendo del ruido que provoca nuestra propia huída, escapamos de la aglomeración del día. Buscamos la nada de la ausencia, la ausencia de nuestros mundos cotidianos, la humana necesidad de no ser reconocidos temporalmente, de no ser esclavos de una identidad, para luego volver al sur de la memoria, recuperada y nuestra otra vez, pero ya de otra manera.

El resto del día era puro silencio, una vez marchado el panadero se iniciaba el juego de las medias frases apoyadas al sol de las esquinas y de las nostalgias escondidas detrás de los visillos. Cada cual a lo suyo, cada cosa en su lugar, ni una palabra de más, ni susurros se oían. Las casas de sillares como siglos, la iglesia como una fortaleza, el frontón vacío. Y las piedras, las piedras del río, de las calles, de la montaña.

La profundidad del tiempo

            –Fomo, ¿no temes al olvido, no echas de menos el tiempo?

            –No necesitas lo que nunca has tenido, mira este cielo, ahí arriba, ¿lo echas de menos en tu tierra?

–¿Y cómo escapáis aquí del pasado, del paso invisible del presente?, ¿cómo soportar tanto silencio, distinguir el día de la noche, la vida de los ausentes?

–Sube con tu mujer al bosque más alto, donde el camino junto al rio se estrecha y se convierte en sendero te encontrarás un prado alto, crúzalo y trepa por el roquedo en la umbría, entrarás en el bosque de hayedos plateados, busca siempre la oscuridad, no hay señales, no mires para atrás. Sabrás que has llegado porque de repente todo se detiene, hace frío y se escucha el silencio. No se ve el cielo porque luchan en lo alto los robles y las hayas antiguas.

Mientras ella se entretenía cogiendo hojas caídas y tomando fotos con su cámara nueva yo me senté en una pequeña vaguada, apoyé la espalda en un tronco y cerré los ojos. Sin duda ese era el corazón de la Soledad más remota. Donde no llegaban las águilas. Pareció durar una eternidad porque el tiempo no pasaba, ni se oía. Entonces recordé lo que estaba grabado en una madera a las afueras de la aldea.

“Cuando a la mañana la neblina toma el bosque, este se va cubriendo de olvido, lenta e imperceptible se eleva el silencio que dormía en sus laderas. Y cuando se disipa a la tarde, todo el valle parece flotar y queda impregnado por la memoria”.

Últimas mañanas

            –La última mañana no la vamos a ver.

       –No hay últimas mañanas si no huyes del tiempo, si vives en la soledad buscada y no la encontrada por sorpresa.

Eso fue lo último que recuerdo, lo que creo que dijo cuando ya subía la ventanilla del coche, esa madrugada helada de mediados de agosto en la que al coche le costó arrancar. Las dos viejas seguían petrificadas en su galería, como si no hubiera pasado el tiempo. Idoia nos observaba con aire ausente desde el interior del colmado, con las manos resguardadas en el delantal.

Conducía mi mujer. Durante cientos de kilómetros solo oímos la rodadura del coche por la llanura. Este mundo es tan extraño que parece oscurecer solamente para que podamos soñar, que la luna grande se pasea por el cielo para hacernos sentir pequeños, y que los bosques hablan solo cuando te sientas en la profundidad de su silencio. Que los panaderos abren las puertas del cielo y reparten los recuerdos que cada cual encarga, en Soledad.


José María Sánchez Alfonso. Noviembre de 2014

10 de noviembre de 2014

Onda Cero Marbella. La Tertulia de los Viernes

7 de noviembre de 2014


Mercedes Vázquez, Dan Ortuño, Agustín Casado y Arturo Reque han debatido en 'La tertulia de los viernes' acerca de si Marbella debe ir a las ferias turísticas con expositor propio y de un informe que sitúa al Ayuntamiento de Marbella como el segundo más transparente de Andalucía.

(A partir del minuto 35'40)

http://podcast.ondacero.es/mp_series1/audios/ondacero.es/2014/11/07/00118.mp3

8 de noviembre de 2014

UN CASTIGO ESPERADO

No creo que a nadie le extrañe lo que está pasando en estos últimos días. Por supuesto el asunto de las imputaciones a políticos, menos que nada, habida cuenta de lo acostumbrado que estamos, por desgracia, a hechos delictivos que procedan de quienes dicen gobernar, y con más descaro aún, representarnos. La clase política se ha convertido en España en sinónimo de malas artes, engaño, y robo sin pudor, seguramente porque cada uno de los mangantes debe pensar que es más listo que su antecesor, lo hace mejor, y  a él no lo van a descubrir. Se equivocan, aunque solo en parte. Descubrir se les descubre, por fortuna, pero lo que le sigue cuenta en su favor: Salen muy pronto de la cárcel (los que entran) y no devuelven ni un euro, por mucho empeño que la fiscalía ponga en ello. Como ellos  lo saben, imagino que  les debe compensar a tenor de cómo se multiplica y repite la llamada hoy delincuencia política.
 El país es una ciénaga que si tuviese olor nos llevaría a emigrar. He perdido el número y los cargos ostentados por la inmensa vastedad de corruptos, pero da igual porque seguro que de aquí a unas fechas, habrá ido en aumento. Cuesta aceptar estas cosas a quienes creíamos que ser demócratas era algo más que una palabra poco conocida antes. La decepción es un virus parecido al último, el Ébola, que una vez instalado es difícil combatirlo y fácil que surja el contagio. Remontarla costará más que las voces que se oyen ahora de regenerar, limpiar, pulir…y  adjetivos similares. No valen perdones y rostros compungidos, ni siquiera las expulsiones de los más osados. Algunas cosas hay que solucionarlas antes porque el después suele ser nefasto.
Normalmente a la mala praxis suele seguir un castigo no se si reparatorio, pero sí, desahogante. Y eso es justamente lo que significa Podemos y el éxito que parece tener y las encuestas le dan. El ser humano reacciona ante el daño, igualándolo si puede, y si no, vengándose de quienes lo producen. Está en la ley natural, aquello de “ojo por ojo”, ya saben. La Biblia habla mucho de ello, parece que la maldad viene de lejos.
Sabemos que el que se siente ofendido, ofende en cuanto esté en su mano. Porque no puede hacer otra cosa y porque le sale de muy dentro, como si al hacerlo reparase en si mismo parte de la ofensa.
Pablo Iglesias es más que nada el hombre oportuno en el momento justo. Como si dijéramos, estaba ahí en la recámara esperando su instante, y se lo hemos brindado en bandeja. Simplemente ha salido de ella y ha mostrado (con gran habilidad, eso sí) su imagen de joven bueno, serio, preocupado y progre. Los medios de comunicación y las redes sociales han hecho lo demás. El castigo está servido con afiliarse a sus palabras y dar la espalda a los de siempre. Se lo merecen, decimos, y es verdad. Hacía falta un revulsivo que sin llegar a lo trágico signifique una debacle política. Y en esa estamos.
Ocurre, empero que la Humanidad es más antigua que Pablo Iglesias y Podemos. Por eso, quizás la Historia llega a ser didáctica y repetitiva a partes iguales. Lo que ellos dicen querer hacer ya lo han dicho y hecho otros antes. Se llama, más o menos, intento de conseguir una sociedad, no mejor para todos, sino mediocre en su totalidad. Se llama mando único y obedientes corderos bajo consigna. Los entendidos le suelen llamar Populismo. Lo de menos es el nombre. Importa conocer sus pretensiones de fondo y como llevarlas a cabo, cosas que no dicen a pesar de lo mucho que se prodiga el jefe, cuyo rostro es una copia, dicho en broma, del otro joven de moda, el pequeño Nicolás, como si el azar jugara al parchís o la oca con ambos.
Los partidos al uso deberían tomar buena nota e incluso dar un golpe en la mesa y arrojar lejía sobre las cabezas de sus políticos. Será difícil convencer al votante, pero el ciudadano debe pensar también que a veces se cumple el viejo refrán: Malo vendrá que bueno te hará. Atención a la excitante novedad. Mañana podríamos estar todos iguales pero en la miseria.
Ana  María  Mata 
Historiadora y novelista

2 de noviembre de 2014

EL TIEMPO DE LAS COSAS PEQUEÑAS



Hay una frase del Eclesiastés en la Biblia, escrita por Salomón, que recuerdo con frecuencia por lo mucho que me gusta y lo acertada que me parece. Dice el Libro Sagrado : “Hay un tiempo para todo en la vida. Tiempo para la alegría y tiempo para la tristeza. Uno para el amor y otro para el desamor. Tiempo para sufrir y también otro para gozar”…Creo que la frase resume de forma extraordinaria el ámbito completo de la vida del ser humano. Si ya dijo también Heráclito que no podíamos bañarnos nunca en la misma agua, se entiende que el inmovilismo sea contrario al hombre, obligado por su misma esencia a vivir distintas etapas desde el nacimiento hasta su fin.
 La infancia sería la primera. Años que podíamos llamar de Iniciación, etapa para muchos definitiva en el anclaje de las coordenadas vitales y en el desarrollo de la personalidad futura. Tiempo igualmente de feliz irresponsabilidad, en el que todo parece permitido y solo necesitamos para un buen recorrido el suficiente afecto familiar. Doctores en la materia vienen reconociendo la excesiva idealización que de ella se ha hecho, ignorando las oscuridades que también encierra y que generan miedos no siempre confesados. Todos, a veces, quisiéramos volver a ser niños, pero es solo porque la memoria es benigna y sumamente selectiva.
En el imaginario colectivo no está menos valorada la segunda etapa o juventud, incluyendo en ella la breve pero a veces conflictiva adolescencia. Sería la llamada, de la Ilusión o de los grandes proyectos, pues es en ella donde múltiples factores se alían para concedernos un exceso de vigor, desde los hormonales y físicos hasta los que el cerebro se encarga de emitir como bandas sonoras en nuestra psique para hacernos creer que nada podrá con nuestra decidida voluntad de ser feliz o de dominar el entorno. El protagonismo lo encarna el sentimiento amoroso, fruto del ensamblaje hormonal y el cultural adquirido de generación en generación. Nadie puede eludir lo que siglos y siglos de enseñanza gratuita coloca en su interior. La literatura, la música y sus ritos conducen al  joven hasta el  amor, y después de él, todo, creemos, se ha de dar por añadidura.
No siempre ocurre así, para nuestra desgracia, y eso es lo que define la etapa siguiente, la de la madurez, o de Asentamiento. Una bofetada, en ocasiones de dura realidad, lleva al traste la breve pero intensa ilusión de conseguir ser lo que queríamos y amar o que nos amen del modo que nos hubiese gustado. La diosa razón impone su criterio y la vida comienza a mostrarnos sus primeras voces de alarma. Se acumulan las responsabilidades  y se nos exige no solo su cumplimiento sino hacerlo de forma concreta, a ser posible mostrando gran capacidad . Un hombre maduro no debe cometer errores. En la madurez hay que dar la talla en todo, léase ser honesto, valiente, fiel en el amor y luchar por el triunfo profesional.
Por suerte existe otra etapa, cuyo único fallo es ser la última. Por ahora, al menos…
Su nombre es tan duro como suele ser el talante con que nos enfrentamos a ella. La vejez acostumbra a estar tan denostada que hasta inventamos eufemismos para denominarla. Tercera o cuarta edad, Mayores. Ancianos. Nadie quiere desaparecer en juventud pero tampoco ser viejo. Odiamos parecerlo, simplemente.  Quisiéramos estancarnos en cualquier otra etapa anterior.  Quizás andemos equivocados y nos guiemos por voces externas, comerciales, interesadas en hacernos desaparecer, en transformarnos en invisibles. Craso error que puede ser evitado. Porque esta difícil, si quieren, etapa es la que llamo “de las Cosas Pequeñas”. Etapa especial para quien tenga la suerte de llegar a ella sano o casi. Nada nos oprime en ella más que la salud. Nada nos obliga a ser un triunfador, nadie espera nuestro esfuerzo desmedido, no hay por qué ser ya ni guapa/o delgada, ágil, ocurrente o simpático. Las valoraciones de los demás pierden importancia, y eso segrega tranquilidad.
Es nuestro auténtico tiempo. El de darnos cuenta de todo lo que nos hemos perdido mientras intentábamos agradar, seducir, triunfar en la profesión, ser buena madre, buena esposa, guardar la línea, o dar ejemplo. Lo llamo, a veces tiempo de Contemplación, de serenidad. Volver la vista a cuanto nos rodea, desde la naturaleza a la antropología de calle. Observar con intensidad  a la gente, la ciudad, el cielo, el gesto del viandante mientras imaginamos su vida, el de niños que pueden ser como los nuestros fueron, de jóvenes creyendo que siempre serán ágiles y bellos, el de mandatarios que se piensan irreductibles…y esgrimir una sonrisa de experiencia porque nosotros sí conocemos la verdad última.
Tiempo de libros y ratos en buscada soledad y ensimismamiento. Libros como compañía y conocimiento de otras vidas que multiplican la nuestra. Tiempo de nubes y mar, tiempo de flores, de verlas germinar y crecer, con el deleite del color, la variación, su mudo lenguaje tan expresivo en formas y belleza. Tiempo de reflexión sobre lo mucho que, a pesar de todo, hemos disfrutado. Que disfrutamos aún con los hijos de nuestros hijos, la felicidad máxima, lo más bello de esta última etapa.
Hay que subir esta gran montaña. Con las fuerzas tal vez disminuidas, pero la mirada será más libre y la vista más amplia y sincera.
Ana  María  Mata     
Historiadora y novelista