13 de noviembre de 2014

Soledad (2): el invisible paso del tiempo





Primeras mañanas

Esa noche no vimos nada porque cenamos a oscuras entre el rumor del agua y las casas. Nos fuimos a la cama sobre las doce y creo que soñé con el río lamiéndose sus propias piedras y arrastrándolas unos metros corriente abajo.

  Son calladas las primeras mañanas, de asombro, al abrir las ventanas por primera vez y estrenar un paisaje, unas caras nuevas, unas palabras que suenan recién inventadas. Las primeras mañanas de nuestras vidas nos enfrentan a miradas esquivas, nos asoman a pozos de existencias ajenas. Lo insólito de lo recién descubierto, la montaña muda que nunca pudimos imaginar y que ahora por fin la tenemos ahí. Las primeras mañanas siempre tienen la magia de lo desconocido, del caminar por nuevos senderos sin significado aún, sin destino marcado, donde las historias están por contar y las que están no tienen final. Donde nosotros los recién llegados, los eternos ausentes, estamos dispuestos a aceptar todo, mentiras y verdades mezcladas, porque solo oiremos lo que encaje con nuestra vida y nuestro tiempo recién traído al nuevo lugar. Y nada más. Porque lo demás no existe.

Ella dormía la primera mañana, cuando abrí el ventanal de la salita que daba a la aldea. Los tejados de pizarra negra se apretujaban, brillaban lisos antes de que el sol apareciera por el otro lado de las montañas. Me abrazó por la espalda, me besó en el cuello y se colgó suavemente de mí mientras el bosque se desprendía de la noche.  

Todos los silencios

Los silencios allí son presencias lentas, voces bajas, vidas leves. Las palabras allí son silencios ajenos, solo caen al aire por su propio peso, como frutas maduras que se separan del árbol al ser dichas, y una vez pronunciadas tienen un único significado. 

Vimos pocas personas en la aldea esos días, y quizá no haya muchas más de las que vimos. Una gata negra dormía todas las noches en el alfeizar de nuestra ventana, las mismas cinco golondrinas volaban alocadas entre las casas y el río, Idoia –la mujer de Fomo– envuelta en su delantal a cuadros. Rufo, el melancólico mastín blanco que merodeaba por las cuestas empedradas, dos viejas sentadas como estatuas detrás del cristal de su galería, apenas unos hombres doblados sobre sus huertas. Y de fondo el bosque, siempre el bosque.

Del exterior solo sabíamos por el panadero, el solitario Andoni, un hombretón del norte de manos gruesas y cejas como matorrales, que llegaba con su furgoneta blanca a las nueve de la mañana. Desde la aldea se le veía subir, apareciendo y desapareciendo a un ritmo de vals, por las curvas que venían desde la parte baja del valle. Cuando paraba la furgoneta en mitad de la plaza tocaba varias veces el claxon como en un ritual, y en unos minutos se congregaba bajo el castaño toda la existencia de los alrededores. Al abrir las puertas traseras se escapaba el perfume caliente del pan, trayendo de vuelta a tantos ausentes. Yo le compraba una barra de pan aún sabiendo que probablemente no la tomaríamos, solamente por sentirme rodeado de esa breve humanidad, por la danza de la furgoneta trazando curvas en la carretera, por observar como envolvía cada pan en una hoja diferente del Diario Montañés: las barras blancas las daba con noticias del valle, las hogazas grandes con artículos de opinión, y los panes de centeno con las esquelas. Aunque solo fuera por la chulería de la maniobra de despedida y por verle finalmente la sonrisa pegada al retrovisor, ¿es que no valía todo eso 85 céntimos? Andoni se marchaba a otra aldea, con su soledad.

Buscamos los silencios huyendo del ruido que provoca nuestra propia huída, escapamos de la aglomeración del día. Buscamos la nada de la ausencia, la ausencia de nuestros mundos cotidianos, la humana necesidad de no ser reconocidos temporalmente, de no ser esclavos de una identidad, para luego volver al sur de la memoria, recuperada y nuestra otra vez, pero ya de otra manera.

El resto del día era puro silencio, una vez marchado el panadero se iniciaba el juego de las medias frases apoyadas al sol de las esquinas y de las nostalgias escondidas detrás de los visillos. Cada cual a lo suyo, cada cosa en su lugar, ni una palabra de más, ni susurros se oían. Las casas de sillares como siglos, la iglesia como una fortaleza, el frontón vacío. Y las piedras, las piedras del río, de las calles, de la montaña.

La profundidad del tiempo

            –Fomo, ¿no temes al olvido, no echas de menos el tiempo?

            –No necesitas lo que nunca has tenido, mira este cielo, ahí arriba, ¿lo echas de menos en tu tierra?

–¿Y cómo escapáis aquí del pasado, del paso invisible del presente?, ¿cómo soportar tanto silencio, distinguir el día de la noche, la vida de los ausentes?

–Sube con tu mujer al bosque más alto, donde el camino junto al rio se estrecha y se convierte en sendero te encontrarás un prado alto, crúzalo y trepa por el roquedo en la umbría, entrarás en el bosque de hayedos plateados, busca siempre la oscuridad, no hay señales, no mires para atrás. Sabrás que has llegado porque de repente todo se detiene, hace frío y se escucha el silencio. No se ve el cielo porque luchan en lo alto los robles y las hayas antiguas.

Mientras ella se entretenía cogiendo hojas caídas y tomando fotos con su cámara nueva yo me senté en una pequeña vaguada, apoyé la espalda en un tronco y cerré los ojos. Sin duda ese era el corazón de la Soledad más remota. Donde no llegaban las águilas. Pareció durar una eternidad porque el tiempo no pasaba, ni se oía. Entonces recordé lo que estaba grabado en una madera a las afueras de la aldea.

“Cuando a la mañana la neblina toma el bosque, este se va cubriendo de olvido, lenta e imperceptible se eleva el silencio que dormía en sus laderas. Y cuando se disipa a la tarde, todo el valle parece flotar y queda impregnado por la memoria”.

Últimas mañanas

            –La última mañana no la vamos a ver.

       –No hay últimas mañanas si no huyes del tiempo, si vives en la soledad buscada y no la encontrada por sorpresa.

Eso fue lo último que recuerdo, lo que creo que dijo cuando ya subía la ventanilla del coche, esa madrugada helada de mediados de agosto en la que al coche le costó arrancar. Las dos viejas seguían petrificadas en su galería, como si no hubiera pasado el tiempo. Idoia nos observaba con aire ausente desde el interior del colmado, con las manos resguardadas en el delantal.

Conducía mi mujer. Durante cientos de kilómetros solo oímos la rodadura del coche por la llanura. Este mundo es tan extraño que parece oscurecer solamente para que podamos soñar, que la luna grande se pasea por el cielo para hacernos sentir pequeños, y que los bosques hablan solo cuando te sientas en la profundidad de su silencio. Que los panaderos abren las puertas del cielo y reparten los recuerdos que cada cual encarga, en Soledad.


José María Sánchez Alfonso. Noviembre de 2014

2 comentarios:

Javier Lima dijo...

¡Excelente y evocador texto literario! Ya quiero leer la siguiente entrega por favor. ¡Enhorabuena Jose María!

Jose Maria dijo...

Muchas gracias Javi por la efusividad, no es un texto para todo el mundo porque es muy reflexivo y personal, por eso aprecio mucho que alguien pueda disfrutarlo. Un abrazo.