25 de abril de 2015

AMONTONADOS EN SU ARENA



Lo escribió Serrat, que parecía presagiar la llegada de este horror. De esta tragedia humana. De esta vergüenza que nos descalifica como seres humanos semejantes, aunque al parecer no deseamos serlo. De esta responsabilidad de la que abjuramos en nombre de otros que a su vez la empujan hasta el vacío.
No importa el número de los que mueren o desaparecen, aunque es tan alto que caemos en la incredibilidad. Importa que sigan llegando y muchos todavía continúan en espera en las costas con las que compartimos Mediterráneo. Ahora el lugar más peliagudo es Libia, donde hasta la caída de Gadafi, abundantemente pagado y financiado por los gobiernos europeos, su régimen se encargaba de contener parte del flujo de inmigración. Derribado Gadafi, la guerra civil libia ha aumentado el caos. Bruselas, después de la anterior tragedia en Lampedusa que impulsó la operación Mare Nostrum con visita del Papa incluida, la sustituyó en invierno por otra llamada Tritón. El presupuesto se reducía al mínimo limitándose a patrullar a 30 millas de la costa.. El horror volvía de nuevo.
Hay un argumento, pueril, pero al parecer efectivo para lavar conciencias, que se llama “efecto llamada”. Otro, más real que es atribuir a la actividad de las mafias el alto número de inmigrantes que prefieren perderlo todo –incluida la vida si le aseguran un lugar en cualquier embarcación.
Estoy con Hector Barbotta, nuestro corresponsal del diario SUR, en que ambos argumentos “solo pueden servir para aquellos que hayan abdicado de la obligación intelectual de intentar comprender por qué suceden las cosas”. Se trata de recordar a Europa que una vez saqueamos el continente de origen y esclavizamos a sus habitantes, para abandonarlos después en la más absoluta confusión. Que Occidente ha aprobado invasiones allí, generando guerras de las que ahora escapan sus víctimas. Que igualmente países de nuestro lado son socios comerciales de dictadores que tienen sometidos a sus súbditos. Y que han construido barreras de aranceles para que los productos de aquel continente no puedan entrar en Europa.
Nos decimos que no podemos hacer nada y seguimos tomando una fresca cerveza mientras apagamos el televisor que nos muestra escenas de la tragedia. Europa entera y Estados Unidos intentar minimizar el horror con la excusa de no interferir en políticas internas, olvidando las muchas ocasiones en que la intervención fue un hecho, aunque los motivos fuesen diferentes.    
La hipocresía política alcanza su record en la cuestión de los inmigrantes. No queremos ser llamados racistas, a pesar de que eso es precisamente lo que somos. Consideramos en nuestro fuero más oculto que ellos no son como nosotros, y llegamos a la barbaridad de aceptar 800 ó 900 muertos como algo habitual, y por tanto rozando lo normal en “aquella gente”.
¿Nos hemos preguntado alguna vez que pasaría hoy, si en lugar de ser de raza negra, los cadáveres y desaparecidos fuesen blancos y occidentales?  Si la caída desgraciada de un avión en Europa sume a todas sus naciones en llantos, lamentaciones, búsqueda de las causas, alarma general, dolor profundo…¿por qué la muerte repetida de seres humanos de otro continente se convierte pronto en laxitud y olvido?
Los tan cacareados Derechos Humanos deben serlo solo para una parte del planeta, y me río de todas las declaraciones grandilocuentes que a partir de ellos se hagan en cualquier foro público. El mundo no tiene interés en solucionar el problema africano. Verdadero interés. Si lo hubiese, los múltiples despachos de Naciones Unidas, cuyo gasto en mantenimiento es incalculable se dedicarían con interés primordial a buscar alguna efectiva solución, como por ejemplo el destinar una gran partida en buscar cultivos de algún tipo especial que puedan realizarse en esas tierras, crear pequeñas industrias, e incluso pelear contra los sátrapas que los someten y roban el dinero y las ayudas que llegan.
Me avergüenzo como ser humano, y como cristiana, por la dejadez de quienes vivimos en abundancia.
Y por último, una nueva pregunta: ¿Se imaginan que pasaría si uno de nuestros tan necesarios turistas al intentar avanzar nadando, se encontrase de golpe rodeado de unos cuantos cadáveres de esos que el mar esconde y vomita cuando las mareas lo impulsan…?
Seguramente habría entonces quien tomara cartas en el asunto.
 Ana  María  Mata 
 Historiadora y novelista

16 de abril de 2015

ENTRESIJOS DE LA HISTORIA



En mi época universitaria tuve un profesor de Historia Contemporánea cuyo nombre omito por respeto, pero que se hacía notar por dos cosas bien distintas: por una parte era el típico “hueso” a la hora de examinar y calificar, y por otra tenía una afición curiosa a escapar de los cánones establecidos en cuanto la ocasión lo propiciaba. En estas escapatorias solía contarnos “anécdotas y cotilleos” de la época estudiada que nada tenían que ver con los manuales al uso, y que en el fondo a todos nos divertían bastante. Era un experto historiador, hombre solitario y algo huraño, que quizás encontraba en su faceta de “voyeur” un pequeño placer que le compensaba la carencia de otros.
Al encontrar de golpe aquella carpeta de anécdotas me he sentido impelida a contarlas en el blog de vez en cuando para compartir con quienes me lean lo que he llamado “entresijos de la historia”.
El citado profesor era especialista en el reinado triste de Fernando VII, el que empezó como deseado y acabó cual bellaco por su absolutismo terrible. A propósito de Fernando VII, recuerdo como contó la casualidad que significó en los pocos haberes de su vida de rey  la creación del Museo del Prado. Parece en verdad extraño que un berzotas como Fernando se preocupase de temas de tan elevado gusto artístico. Lo suyo era derogar la Constitución, recortar libertades, atentar contra su padre (Carlos IV) y agrupar a su lado gente que lo halagase sin fisuras (de ahí el dicho “así se las ponían a Fernando VII, referido a los juegos de billar donde le dejaban ganar) antes y después de condenar a muerte a sus contrarios.
La historia oficial dice que fue Carlos III quien tuvo la primera idea de lo que hoy es el Prado, y le encargó al arquitecto Juan de Villanueva la construcción de un Gabinete de Ciencias Naturales, pero que luego Fernando VII ordenó convertirlo en museo de pintura. Fue inaugurado en 1819. Pero si el Prado está ahí no es ni gracias a Carlos III ni mucho menos al séptimo de los Fernandos.
La que se empeñó en que España tuviera un gran museo de pintura fue una reina que reinó poco porque murió enseguida. Era Isabel de Braganza, segunda esposa y a la vez sobrina del rey bellaco. No era rica ni guapa pero amaba el arte y era una mujer cultivada. El rey solo se casó con ella para buscar un heredero. Cuentan que a su llegada a España se encontró con una coplilla que corría por la corte y decía : “Fea, pobre y portuguesa…¡chúpate esa!”. Era apocada y obediente, y como el rey no le hacía caso y andaba de cama en cama,  Isabel dedicó su tiempo y empeño en conseguir un lugar donde los españole pudieran disfrutar del arte.
No le fue fácil al principio, pero cuentan que el rey, harto de su petición y agobiado por su presencia continua para tratar de conseguirlo, le dijo un día :”Que sí, mujer, que te hago el museo, no se hable más” con el objetivo de quitársela de encima. Isabel de Braganza puso en marcha el Prado y contribuyó personalmente a que se colgaran los primeros trescientos once cuadros. Lástima que no remató la faena porque murió de un mal parto meses antes de su apertura.
 Isabel de Braganza fue una mujer sin suerte, cuyo destino parecía estar unido al sufrimiento. Perdió a su primera hija y en su segundo embarazo cuentan como el parto se complicó en demasía y al perder el conocimiento la reina, el médico optó por una cesárea en vivo, creyendo que la alferecía ( escrito así, textual en los libros) que sobrevino a Isabel no era tal, sino signo de fallecimiento. Al cortar a la parturienta, para extraer el bebé la reina dio tal grito que se oyó en todos los rincones de palacio. La hija nació muerta.
Parece que la falta de belleza, junto a una educación exquisita por parte de los jesuitas condujo a Isabel desde su adolescencia al estudio de las formas distintas de belleza en el arte.  Al llegar a España, y en medio de una desastrosa vida marital, su afición permanecía intacta cuando encontró en los bajos del Escorial cuadros y esculturas de los monarcas anteriores en no muy buen estado. Eran obras en su mayoría del Renacimiento italiano y con ellas daría comienzo a su particular lucha porque los españoles pudieran disfrutar de una buena exposición.
Entresijos de la historia, que diría mí ahora ya –supongo viejo y huraño profesor. Detalles no muy conocidos pero que nos indican algo. Si detrás de un gran hombre hay una gran mujer, ocasiones existen en las que detrás de un mal rey puede haber, como en este caso, una excelente y cultivada reina.  Gracias majestad por el Museo del Prado.
Ana María Mata
Historiadora y novelista

9 de abril de 2015

PELIGRA NUESTRA SALUD MENTAL



Creo que fue a finales del pasado siglo XX cuando comenzó el fenómeno llamado “culto al cuerpo”, constituido por una invasión de consejos y normas relacionados con la salud y la estética, que se conjuntaban entre sí para que consiguiésemos estar  más sanos y bellos que nunca. No habrá ni uno entre mis lectores que no haya oído hablar de dietas milagrosas, píldoras novísimas, ejercicios que te conducen por la senda de Matusalén, cremas a veces asquerosas (de veneno de serpiente o  baba del caracol) y consejos, millones de consejos en revistas  para estar en forma todos los momentos del día .
No crean que estoy en contra del cuidado corporal aunque en ocasiones me tome en broma a algunos de sus “gurús” por las tonterías repetidas que proponen. Soy de las que piensan que las exageraciones no son buenas para nada (ni siquiera en el amor y menos en el sexo, a pesar del éxito de “Cincuenta sombras de Grey”), y que en el término medio suele ir mejor casi todo. Pero no está de más que tomemos conciencia de que durante mucho tiempo tal vez hayamos comido mal, no hicimos el ejercicio que nuestros huesos y músculos necesitaban y, por descontado, a todos nos apetece un rostro y formas elegantes.
 Lo que parece que hemos olvidado es que en ese mismo cuerpo que desearíamos sano y  estilizado existe un órgano primordial llamado cerebro, mandatario general del resto y necesitado también de atención. Afirman los neuro-científicos que el cerebro posee dos grandes sectores, el cognitivo y el emocional, y que solo el equilibrio de ambos puede producir eso tan apetecible que algunos llaman, exageradamente felicidad, y otros, entre los que me encuentro, armonía.
Lo que apedillamos “mente” es un fenómeno incluido en el cerebro que nos hace superior al resto del mundo animal, y a través del cual hablamos, reímos, lloramos y tenemos el placer infinito del conocimiento.
Tantas digresiones para constatar que en nuestro país - la “querida España” que cantaba
Cecilia-  estamos a punto de tener problemas graves de salud mental. Me explicaré mejor: Somos adictos en mayor o menor escala a la televisión. La cajita negra que colorea al darle al botoncito es el más fiel compañero de las horas de reposo. Por desgracia no encuentran muchos idéntico placer al pasar hojas de un libro, por suerte canallesca o educación inútil, pero sea como sea, la tele suele arrasar en los hogares españoles. Y ocurre, que sin paliativos, la televisión aquí, es un canto a la vulgaridad entre anuncios. Tal como lo escribo. Las cadenas televisivas sirven a diario tertulias pandilleras, series malísimas y “reality shows” con reflujo gastroesofágico incluido. Como el personal aceptamos la telebasura sin disimulo, las audiencias se benefician y los de detrás del aparatito mantienen su apuesta de saldo.
Me preocupa que las nuevas generaciones consuman de forma mayoritaria los formatos actuales de televisión que les obligan a aceptar que lo vulgar debe formar parte siempre de sus vidas. Y dentro de ello, el morbo, lo sensacionalista y el escándalo, dando especial relieve a la intromisión en la intimidad de las personas y lo que es peor aún, a la exposición pública de la misma, sin pudor ni respeto alguno.
La libertad de expresión les permitirá la realización de programas como Gran Hermano, pero no impide la calificación de bazofia vomitiva. Cuerpo, rostro y ademanes de su última ganadora, famosa nacionalmente por su particular estilo en vestir, hablar y relacionarse con sus compañeros de elegancia similar, no me digan que tiene un solo átomo de algo que produzca en nuestro cerebro una sensación placentera. Y si hay a quienes se lo produce debe inspeccionar su mente por un galeno no sea que esté a punto de convertirse en un pequeño estercolero.
Nuestra sociedad será cada vez más débil y vulgar si alimenta a los suyos con esta telebasura, cuando podría ser un medio para alcanzar la simbiosis entre los dos sectores nombrados antes, el cognitivo y el emocional.
No tengo reparo en afirmar rotundamente que nuestra salud mental empeora bastante cada vez que la mal llamada “princesa del pueblo” asoma morros y exabruptos en determinado canal o canales de televisión. Y junto con ella, periodistas y tertulianos que parecen sentirse ufanos y felices por ese abominable camino.
           
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista