3 de noviembre de 2015

EL ESPLENDOR DE LOS OMEYAS



En la larga historia de la humanidad hubo civilizaciones cuyas manifestaciones artísticas, de tan excelsas, parecen haber sido creadas para alcanzar valor eterno y reconciliar al hombre con lo que de divino, dicen, en él existe.
Capítulo aparte merece el análisis posterior que puede hacerse ante el interrogante de cómo estas mismas civilizaciones o culturas han ido perdiendo con el paso del tiempo el esplendor alcanzado hasta llegar en el momento actual a una degeneración de sus valores en aras de intereses pseudos-religiosos más o menos enmascarados. Incógnitas que la Historia presenta a veces y cuya respuesta es, por lo general, difícil.
 En la creencia de que los españoles en general no conocemos a fondo el país en el que habitamos, lastimosamente relegado a veces por destinos lejanos cuyo exotismo nos promete la publicidad, me creo en la obligación moral de rastrearlos de nuevo y debo decir que no hay ni uno en que lo haya hecho sin que me haya deparado sorpresas agradables, y en ocasiones, extraordinarias.
El poeta Góngora, nacido allí, la llamó “sultana”, y para los que tuvieron la suerte de vivirla en los siglos VIII o IX, era la “flor más preciada de nuestro reino”. Así la nombraba Ibn Hazm, autor del “Collar de la paloma”, poeta hispano-árabe especialista en temas amorosos.
Córdoba es la ciudad andaluza donde el reino musulmán dejó las huellas de su poderoso momento y de la maestría absoluta que sus arquitectos, escultores, y demás artistas eran capaces de realizar. Cuando Abderramán I comenzó la construcción de la Mezquita no sé si sería consciente de lo sublime en que su idea llegaría a materializarse y cómo un templo musulmán único que no mira a La Meca, sino a Damasco, con sus 23.000metros cuadrados se convertiría en el símbolo por excelencia del esplendor califal y uno de los más bellos del mundo.
La Mezquita, tuvo en su ejecución aportaciones romanas y visigodas, e influencias sirias, persas y bizantinas. Sus múltiples arcos de herradura y de medio punto producen un espléndido juego de luces y sombras que llega a sobrecoger el ánimo del visitante. Abderramán III la enriqueció al separarse de Damasco y nombrar Al-Andalus Califato independiente. Almanzor fue quien doblaría su extensión en superficie.
 Afirmaban algunos cronistas árabes que la Mezquita fue el resultado, además, de la influencia que el clima y el perfume del azahar cordobés tuvieron en los artesanos  y de la felicidad que sus habitantes disfrutaron en Al-Andalus. Lo cierto es que nos dejaron para la eternidad la más bella de sus creaciones, junto a la Alhambra de Granada.
Entusiasmado con su poderío, Abderramán III quiso demostrar su amor a su favorita Al-Ahra, y lo hizo de forma rotunda. A escasos kilómetros de Córdoba mandó construir una pequeña ciudad para ella, de la que sus restos son suficientes para enamorarse de las ruinas.
Medina-Azahara es un canto al placer, una perplejidad para la vista, donde sus grandes  y hermosos arcos tallados en rojo y oro se unen a su situación paisajística y al verde que la rodea.
Junto a todo ello, la Judería cordobesa podría llamarse el remate final de belleza que el ojo humano es capaz de contemplar. El enjambre de callejuelas blancas y pétreas, Dédalo laberíntico donde los haya, majestuosidad de lo pequeño, luz brillante de patios interiores, rejas y frescor, la Judería alcanza su cenit en la pequeña Sinagoga, muy conservada, íntima y bellamente tallada en paredes y galería.
Quizás lo más interesante radique en intentar una regresión mental en el tiempo y volver a imaginar la ciudad vivida en su momento real. En los instantes aquellos en que hombres y mujeres trabajaban, recorrían caminos ajenos a la prisa, tal vez chocando en alguna calleja por su estrechez, acudiendo a la llamada del Almuecín, del Rabino y mucho más tarde, de las campanas. Gente normal, a la que solo diferenciaba de nosotros el sentido del culto, pero que sufrirían enfermedades, amarían con o sin éxito, tendrían hijos y temerían como todos a la muerte. Ignorantes sin duda de la herencia cultural que iban a dejarnos, ajenos a lo que la posteridad les iba a agradecer, españoles por territorio y nacimiento, aunque Mahoma fuese su profeta y no el Crucificado.
Incomprensible resulta  entender por qué un pueblo cuyos orígenes estuvieron repletos de belleza y arte, con el esplendor Omeya como bandera retrospectiva, se haya convertido en cultura actual retrógrada dentro de la cual conviven corrientes anacrónicas sociales, y, sostenidos por el fanatismo religioso, asesinos incultos y devastadores. Cada vez que oigo lo del estado islámico actual, un escalofrío de indignación y rabia me envuelve por completo.
Queda Córdoba como huella del ayer espléndido. Cuando las piedras hablan, el silencio del hombre es la mejor respuesta.
Ana  María  Mata     
Historiadora y novelista

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