11 de enero de 2016

NIÑOS



Imagino que el alboroto y la jarana de estos día navideños, cuya principal justificación encuentro en la alegría infantil, es lo que me motiva a escribir hoy sobre la “santa infancia”, nuestros niños de antes y de ahora unidos por dos caracteres similares a pesar de muchas otras diferencias. La inocencia y la curiosidad. Los niños -el hombre-, nace curioso a la par que inocente, aunque esa curiosidad la pierda más tarde sustituida por un pragmatismo que en la mayoría de los casos no le abandona ya nunca.
 Los niños tienen una robusta curiosidad que les lleva a una etapa incluso especial, la llamada del “por qué”. Todos recordamos la insufrible retahíla de preguntas que nuestros hijos nos hacían cada vez que descubrían algo que para ellos era nuevo. Jamás quedaban satisfechos con la primera o segunda respuesta, pegándose a nuestras faldas hasta que el último por qué les agotaba. La inocencia infantil es inquisitiva al máximo y gracias a ello el niño va logrando situarse en un mundo que le resulta bastante incomprensible. Es un arma con la que vienen dotados de “extramuros” y que se les concede gratis para contribuir al conocimiento.
Arma de doble filo en el momento actual y con los medios disponibles. Porque nadie como ellos descifran el milagro electrónico y aprenden a manejarlo mejor, a veces tan temprano que pareciese que, ya en el útero materno hubiesen hecho prácticas en una especie de Internet fetal.          
Creo que la futura pedagogía deberá introducirse a toda prisa en esos tejemanejes electrónicos si quiere aprovechar el vertiginoso proceso tecnológico que representa el mundo digital para el conocimiento y la enseñanza de las diversas materias educativas.
Sin embargo, suele ocurrir que no es oro todo lo que reluce y en este caso, que no todo es ventajoso para el niño del que hablamos. Instalados en la citada atmósfera digital, no existe un niño de hoy que a los siete u ocho años no posea una “maquinita” o un teléfono móvil y si me apuran una tableta electrónica. La realidad en ocasiones es dura y otras veces fastidiosa, pero es real, y la redundancia aquí está puesta a propósito. No podemos luchar contra lo que nos supera porque, por muy en plan San Jorge que nos pongamos, los dragones son, en este caso, gigantescos, universales y malévolos. Siempre nos ganarían. Nos ganan, de hecho. Aceptémoslo, pues.
Pero si debería preocuparnos el hecho de que esos artefactos que tan ágilmente mueven con sus dedos y manitas, sean usados casi exclusivamente en sentido lúdico. Les divierte pero les va haciendo perder la curiosidad ante todo lo que les rodea, centrando su atención solo en ellos y sus hazañas. Por supuesto que, desgraciadamente, esas hazañas son bélicas, futuristas tal vez, pero enormemente guerreras y sangrientas, fomentadoras de conciencias que identifican victoria y poder con el gozo, y el anticipo de un placer que interiorizarán alcanzado con enfrentamientos.
 Uno de los más reconocidos sociólogos infantiles, el alemán Danglay, señala que aún sin ser contrario a lo electrónico en relación con la educación y el aprendizaje, nunca será igual las respuestas obtenidas en una conversación familiar o un diálogo padre-hijo que las conseguidas a través de preguntas en solitario a un artilugio digital de último diseño. Otros psicólogos norteamericanos expresan su recelo al escaso interés con que niños y adolescentes muestran ante el medio natural, por las excesivas horas que pasan encerrados manejando tabletas y móviles. Les interesa más cuanto pueda ocurrir dentro de la máquina que cualquier maravilloso paisaje que tengan a su alrededor.
 Lo  cierto es que vivimos en un mundo que podíamos llamar de transición a otro, del que únicamente sabemos que el hombre no será  tan necesario y sí observador o actor secundario. Un mundo que hemos empezado llamando virtual y en el que las ondas o cualquier cosa  que sea lo que hay detrás serán los protagonistas.
Mientras llegue, que no será muy tarde, deberíamos alimentar de continuo el potencial de curiosidad que los niños traen consigo, y hacerles ver que su entorno geográfico y social es tan interesante o más que el contenido de sus máquinas. Hacerles notar el impacto visual de una puesta de sol, la sonoridad de un caudaloso río o la ingente obra arquitectónica de una catedral gótica. Fomentar el poder y los enigmas de la Naturaleza, la belleza en directo, la aventura del viaje, el contacto corporal y el calor de la familia y amigos.
Puede que me equivoque, pero me atrevo a afirmar que  los niños no llegarán a la robotización total si padres y educadores luchan denodadamente con sus únicas armas: hablar y jugar con ellos, dedicarles tiempo y abrazarles con todas su fuerzas.

Ana  María Mata   
Historiadora y novelista

2 comentarios:

Javier Lima dijo...

Desde luego el mundo que nos viene será tecnología pura, viviremos más en lo virtual que en lo real y seremos tan miopes de mirar las pantallas que no sabremos contemplar un paisaje allá en la inmensidad de lo lejano. Pero no todo será virtual afortunadamente, está demostrado que el aprendizaje a través de un libro electrónico no es igual que a través de un libro por ejemplo, aunque el mundo que viene a veces da susto. Leía el otro día que un escenario que se plantea dentro del turismo es el de personas que cambiarán la tradicional experiencia turística por una virtual en compañía de sus seres queridos que pueden que estén a miles de kilómetros. Viajes 100 por 100 seguros pero desprovistos del encanto sensorial de lo real. ¿O ocaso es lo mismo ver una paella en un ipad retina que comértela delante del rebalaje de nuestro mediterráneo? Como bien dices somos los padres quienes tenemos también que enseñar a los niños a disfrutar de la experiencia de lo real, y que más real que hacerlo junto a ellos.

Jagual dijo...

La única manera de detener la regresión cultural que estamos experimentando es mediante la educación de nuestros hijos, la cual puede resumirse en inculcar valores de respeto y admiración por la naturaleza, en la que se incluye el Ser Humano. Con ese principio básico, se fomentará el desarrollo de la sensibilidad y, por tanto, también de la creatividad.