31 de marzo de 2016

ESPLENDIDO ANTICIPO



Los profesionales del Turismo suelen decir que la Semana Santa es el anticipo o prólogo del verano. Esperemos que estén en lo cierto porque de estarlo, habría que contar con ambiente festivo en nuestra industria principal y única. Tendríamos un verano como los anteriores a la crisis, repleto de visitantes que a su vez supone lleno en la hostelería, restaurantes y comercios.
 Hay que ser sincero y reconocer que Marbella está preciosa cuando está completa de aforo, cuando gente desconocida recorre sus rincones, por lo general alabándolos, y se muestran felices de estar en nuestro pueblo, que para muchos es la Itaca que llevaban años esperando conocer.
Con la Primavera instalada, las flores hablando con su único y especial lenguaje, ese que hace al recién llegado inspirar con fuerza para que llene sus pulmones, el cielo azul brillante, el mar entregando su espuma y el sol reinando sobre todo, nuestras callejuelas no son reales aunque lo sean. Están pintadas por Monet, Cezanne o cualquier impresionista que nos conociera de una vida anterior. Ancha, Chorrón, Carmen o Lobatas. V. de los Dolores, Salinas, Peral, Alderete, Pasaje…todas rinden homenaje a una montaña altiva y magnánima a la vez, guarda del misterio de nuestro clima, defensa de vientos y tormentas, conocedora de nuestros secretos desde que al nacer ponemos por vez primera los ojos en ella.
Estos días santos hice una prueba que siempre dio vueltas en mi cerebro. ¿Cómo sería Marbella vista por vez primera, con ojos vírgenes de recién llegado? ¿Cuál sería nuestra impresión si abandonábamos el lastre y el gozo de los años vividos en ella?...
No es fácil pero lo intenté, y estoy contenta del resultado, de la pequeña experiencia.
Me encontré un pueblo que no ha perdido del todo el carácter de tal, aunque lo disimule con muchos añadidos. Calles empinadas que acaban en plazuelas aún de piedra con ermita incluida. Casas solariegas y andaluzas que son utilizadas para menesteres distintos de los que fueron creadas, pero con sabor a burguesía temprana, a siglo XIX, a realengos o mayorazgos; circundadas por callejones moriscos, estrechos y serpenteantes. Una Iglesia del XVII, cuyo campanario alberga ojos vigilantes de cuanto a su alrededor acontece. Restos de un castillo árabe, quien sabe si con base romana. Una planicie arbolada con estanque blanco que llaman Alameda. Detrás de ella el mar, al alcance de la mano. Playas largas que debieron ser anchas antes del terremoto turístico.
Gente blanca, negra, aceitunada o con ojos rajados. Babel idiomático. Apariencia de alto nivel de consumo. Sencillez y un pelín de altanería. Bloques como en todos los lugares de hoy. Aroma a salitre y flores variadas. Noches de envidiables estrellas.
En ello estaba cuando un tambor resonó en mis oídos. Había olvidado que era semana de procesiones. Me dejé llevar y esperé. Con resignación porque me gusta la fé por dentro y casi a escondidas. El dolor exhibido siempre me pareció tétrico. Adornarlo con joyas y trompetas, patético.
A lo lejos una imagen de Jesús soportando el peso de la cruz sobre los hombros se dejó entrever.  Bella imagen del Nazareno al que acompañaban sus penitentes. Capirote morado, quien sabe cual será el origen de ese extraño sombrero. Expectación de todo tipo de gente. Emoción y extrañeza. Extranjeros fotografiando el espectáculo que muy raramente podrán comprender. Una voz espontánea. Grito de la saeta a su Señor.
Tras él la madre bajo palio. Aparente desequilibrio entre la soledad del hijo y el brillo cegador del trono y los aderezos de la madre. Lágrimas en sus ojos, bajo la alta corona, el collar y las perlas.
Bajan por una calle empinada y estrecha. La noche es espléndida. Los padres alzan a sus hijos en brazos, le indican el nombre de Jesús y el de su Madre. Una música no muy triste suena, serena, reconfortante.
El pueblo es un griterío de voces llegadas de los más diversos lugares de la tierra. Los nuevos disfrutan del jaleo procesional como antes del sol y la playa. Parecen felices.
A mí, como visitante falsa, me ha parecido una ciudad que merece la pena. Ha hecho que hasta la procesión me gustase. Volvería, estoy segura.
Y la próxima vez puede que fuera para quedarme.

Ana María  Mata 
Historiadora y novelista















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