17 de enero de 2017

ADIÓS A UN GRAN PROFESOR Y AMIGO

Tendemos a evitar que la muerte ocupe espacio en nuestra vida cotidiana, siendo como es lo único definitivo que en realidad poseemos. Por eso, sin duda, yo creía que Vicente no iba a dejarnos nunca. Me ha pillado desprevenida, lo confieso. Estaba tan acostumbrada a nuestro rato diario de conversación en la Librería de mi hermano, tan habituada a sus comentarios lúcidos y a veces jocosos de casi todo, a su sosegada voz, siempre ecuánime, a su interés por cuanto podía pasarle a los amigos…que esos cinco días de ausencia no fueron suficientes para hacerme creer que no volveríamos a vernos más.
Foto Diario SUR
 Se fue ayer y ya lo echo de menos. Hoy, cuando volvíamos mi marido y yo de su funeral en la Encarnación –su iglesia, nuestra iglesia de siempre, donde él tanto ha colaborado– no he podido mirar la silla vacía que, rodeada de libros, seguía esperándole. Las lágrimas rodaron espontáneas, sintiendo junto a ellas la presencia frágil de Vicente Ramón Ortega, Don Vicente para sus alumnos, su sonrisa auténtica, el conocido maletín donde guardaba los periódicos y los libros, algún encargo de Maruja, un cuento quizás para su nieta.
Me cuesta creer que se haya ido definitivamente el hombre cuyo corazón le asustó infartándose hace años y logró superarlo. Como superaba una y otra vez el Cintrón, dichoso medicamento que hacía sangrar su nariz, para evitar coágulos. Me había acostumbrado a su paseo diario hasta reunirnos en la Librería, que era para él un segundo rincón familiar, una parada durante años y años, obligatoria y deseada.
No tuve la suerte de ser su alumna, pero a posteriori he aprendido mucho de él. Me gustaría imitar su templanza, su rectitud moral, su profunda fe y religiosidad, su gran vocación pedagógica. Desde aquí le agradezco sus enseñanzas.
Vicente había nacido en Melilla, y llegó a Marbella desde Valencia, donde efectuaba estudios de Doctorado en Química Orgánica. Era el año 1958, en octubre. Se incorporó al cuarto curso del por entonces Instituto Laboral, sito en la anterior escuela de los Flechas Navales. Fue nombrado director al año de llegar, y más tarde, cuando se inauguró el que llamaron I.B Sierra Blanca, continuó allí su labor hasta la jubilación, anticipada porque su corazón le exigía tranquilidad.
Volvió a Valencia para casarse con su novia de siempre, Maruja, la mujer de su vida, la rubia más guapa de allí, que quiso aceptarme, solía decir, entre risas y recuerdos de juventud. Pero nunca más se fue de Marbella. Aprendió a conocer la ciudad desde sus profundas raíces históricas, de las que tanto hablábamos, conocía sus costumbres y conocía a su gente, porque tenía una curiosidad sana y fértil por los demás. No era un cristiano solo de rito y rezos. Colaboró fuertemente en la fundación de “Cáritas” de Marbella, y trabajó dentro de la organización, dando clases para emigrantes y refugiados.
Recordaremos siempre la figura pequeña de Vicente leyendo cada domingo la epístola desde el atril del altar mayor de la Encarnación. La Iglesia tuvo en él un exponente de los buenos, de los que con su fe sin alharacas, te invita a creer.
Fue el profesor de una generación hoy canosa y metida en nietos, que esta mañana lloraban su pérdida en el funeral. Les enseñó Química a algunos de ellos, pero sobre todo les enseñó a ser buenas gentes. Periodistas, médicos, arquitectos y restauradores de hoy, tuvieron en él a un hombre que supo vivir a fondo la transformación de Marbella desde los tiempos de La Jaula y el Salduba, pasando por Don Rodrigo, Banús, La Jet society y hasta Jesús Gil, que, como él me decía…”de todo por lo visto tiene que haber en la viña del Señor”.
Descansa en paz, Vicente. Nunca el título de Hijo Adoptivo estuvo mejor concedido que cuando te lo dieron a ti. Sabes que lo digo de verdad.
Echaré de menos nuestras pequeñas tertulias. Miraré tu silla vacía y desde ella, te mandaré casi diariamente un gran abrazo por tu sincera amistad.
Ana  María  Mata

Historiadora y novelista

3 de enero de 2017

QUÉ SERÁ DE ELLOS

Es uno de Enero, y pienso que ahora que ya tenemos la panza llena y nos salen los langostinos, el jamón y los turrones casi por las orejas, es posible que no me critiquen demasiado por lo que voy a escribir, llamándome aguafiestas, agorera o inoportuna, tres adjetivos que admito en el caso de que dicha crítica apareciese. Pero ruego admitan también mis sufridos lectores una opinión sentida, humilde, desde luego, y de esas que no puedes rechazar porque te quema por dentro.
Con las uvas todavía a punto de ahogarme, y el bienestar de un hogar con las necesarias comodidades, tomo uno de los periódicos que el jaleo del fin de año me impidió leer ayer y no más abrirlo, una serie de imágenes devastadoras llegan hasta mí con toda la fuerza de la crueldad y el horror con que acostumbran a hacerlo. Pero hoy es Año Nuevo y veo las cosas de forma un tanto diferente: La cabeza vendada de un niño que además, cojea ostensiblemente, se une a la de otro con ojos fijos en mí y lleno de cenizas, desgarraduras y tristeza. Un poco más atrás, un padre sujeta en sus brazos a un bebé, del que no se si está muerto, aunque lo parece por el dolor con que lo mira y el exceso de ropa tapando su rostro. A su lado una mujer lleva de la mano a dos más, cuyas lágrimas parecen mojar las hojas del periódico. Otro interroga con la mirada al fotógrafo quien sabe con qué preguntas posibles. Alrededor solo tierra  y muros vacíos.
Frío y desolación. Un soldado se ve a lo lejos, esperando disparar.
Pero es Navidad. Se acaba el año y una gran parte del mundo “civilizado” está de fiestas. De comilonas costosas, bailes, regalos, juguetes, delicatessen y alegría. Celebramos los más de dos mil años del nacimiento de un niño como los descritos arriba de Alepo, ciudad no muy lejana de la de este otro Niño, en Oriente, también, que a pesar de la sentencia de Herodes, después de nacido pudo huir a Egipto y salvarse. ¿Qué hubiese pasado si no consiguen sus padres escapar? ¿Si no les hubieran permitido pasar la frontera? ¿Si hubiera muerto?...¿Cual sería la historia de la humanidad si al Niño de Belén lo hubiesen herido romanos o egipcios, si no hubiese podido llegar a convertirse en el Cristo que muchos adoran?
Paralelismos que llegan a la cabeza en este día de año nuevo, mientras abandono por impotencia y dolor las imágenes del periódico. A la vez que pienso qué para qué porras nos sirve la tan cacareada globalización , además de para mostrarnos imágenes desoladoras y saber lo que pasa minuto a minuto sin que nadie, ninguno haga algo para detener esta barbarie que nos retrotrae a imágenes del siglo pasado, cuando en una guerra infame morían y desaparecían en el frente y los hornos personas a
millares, sin que la vida se detuviera,, como pasa ahora con Siria, mientras nosotros comemos turrón y bebemos champagne francés.
Navidades hipócritas para el mundo cristiano que canta al amor y deja morir a inocentes bajo las balas. Que no quiere refugiarlos por miedo y cobardía. Que permite a dos o tres hombres sin piedad -sean sirios, turcos, rusos o americanos, poderosos y absortos en intereses crematísticos-, que manejen el mundo como mejor les parezca. Estados fantasmas, islámicos de todas las facciones, que insuflan en sus gentes ideas fanáticas desde la niñez, asesinos sin más.
Miles de de seres humanos vagan por las fronteras como animales entre alambradas bajo la noche y en lugar de estrellas o luces navideñas solo pueden pensar en las almas de los anónimos miles de muertos que tal vez brillen para ellos, y , ¿quién sabe? A lo mejor les llegan las miles de campanadas de occidente, sarcástico llamamiento cristiano a la misma alegría repetitiva y artificial de todos los años.
Mientras vea una foto como las del periódico de ayer, no pienso cantar ni un solo villancico más. No puedo. O sí.  Fíjense en este, por muy cruel que les parezca:
“Pero mira como mueren los niños en Alepo”… Pueden ponerle música.

                                                                                                  
Ana  María Mata
Historiadora y Novelista