16 de junio de 2018

ABUELOS

En aquellos tebeos de PULGARCITO, placer de nuestra infancia y adolescencia, el genial dibujante M. Vázquez creó un personaje especial, dentro de la viñeta conocida como “La familia Cebolleta”: el abuelo. Con larga barba, bufanda, bastón y pie escayolado, el abuelo Cebolleta intentaba una y otra vez relatar a cualquiera que se le pusiera por delante una o dos de sus innumerables “batallitas”, en las cuales era prolijo y concienzudo, razón por la que acostumbraban a huir de él en cuanto le veían aparecer por algún rincón.
Esa imagen del abuelo-batallita se configuró como estereotipo hasta finales del XX, y comienzos del XXI cuando las cosas empezaron a tomar un rumbo diferente. Hasta entonces, los abuelos eran personajes entrañables, pero apartados de la circulación por sus achaques, y en el caso de ser hablador alguno de ellos, por sus batallitas. Se temía el recuento imparable de las hazañas, que se suponía ellos exageraban, y las retahilas de sus vidas anteriores, en ese afán de recordar que la edad avanzada propicia sin remedio.
Se les apartaba de los actos cotidianos, y se acostumbraba a sentarlos al sol en invierno, y a la sombra en verano, mientras los buenos hijos se preocupaban de que tomaran su sopita caliente, su maizena de noche, y un cigarrito de vez en cuando a los varones.
Las abuelas que no habían perdido visión hacían croché para colchas de novias, cortaban las hebras de las judías verdes y a lo mucho mecían con placidez al recién nacido en la cuna.

La Familia Cebolleta

Pero como hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad, la época nueva ha barrido de un soplo esas imágenes que teníamos congeladas en el subconsciente, y ha hecho surgir una generación de abuelos tan distintos, que merecen que les dediquemos al menos estas páginas.
Los padres de hoy trabajan los dos, por lo general, y tienen menos descendientes. Pero los que tienen (habitualmente dos) necesitan a alguien que los cuide mientras sean pequeños hasta que aparezca uno de los progenitores de vuelta del trabajo.
Se empieza por ahí, por la necesidad, y poco a poco se va alargando el tiempo hasta que la inercia y el cariño de los ya viejos, les hace retener a la prole horas y horas, además de darles, y hacer antes, la comida, llevarlos y traerlos del colegio, pasear al bebé por el parque y entretener al mayorcillo, si hace falta jugando con él al fútbol como en los viejos tiempos de antes.
Con la crisis, hubo un importante factor añadido: la falta de trabajo. La economía cayó hasta límites insospechados, y dicha situación obligó a los “yayos” a repartir la pensión con la familia al completo. Gracias a la paga de los abuelos muchas familias españolas han podido seguir alimentando a sus hijos en los años anteriores, incluida la compra del zapato de tenis, el chaquetón o los pantalones vaqueros.
Los abuelos han pasado a ser, de  aquellos retratados en la familia Cebolleta, a unos activos incondicionales a los que -imagino- ya hasta se les permite contar alguna que otra batallita, con tal de que siga colaborando en el planning familiar.
Con lo que no se ha contado, me atrevo a imaginar, es con el cansancio, incluso el agotamiento, de una abuela, por ejemplo, que además de hacer la compra semanal, carrito a cuestas pos las calles, hacer la comida para todos, limpiar lo imprescindible o pasear al bebe y recoger a los niños del colegio, además, decía, tenga algún que otro plan con alguna amiga de su edad para merendar o ir al cine.
Se ha pasado de los abuelos inmóviles a los todo- terreno que jadean presurosos para llegar a todos los sitios donde son necesarios.
Y lo penoso, sin querer ser agorera, es que se les pide que no enfermen. Porque de hacerlo, y con cierto rubor moral, pero certeza, se comienza a mirar la cercanía de un lugar destinado a llevarlos.
Triste final de un circuito del que el abuelo Cebolleta se libró por la magnanimidad de Vázquez, que retiró sus viñetas antes.

                                                                                                 
Ana María Mata    
(Historiadora y Novelista)

2 de junio de 2018

HUELE A FERIA

En el preciso instante en el que la celinda de mi jardín comienza a florecer con la pasión de un joven voluptuoso y las azucenas emergen como blancos soldados en guardia, advierto que San Bernabé nos apremia con deseos de jolgorio y anda cercano el día en que lo veamos en andas. Huele a Feria. El perfume anunciador de las flores es tan fiel como la belleza que nos regalan. No se equivocan nunca y por eso mis viejas neuronas se ven obligadas a conmoverse como si cada una de ellas y todas en rebeldía, decidieran revivir el pasado. Las muchas ferias vividas. Los cambios, las variaciones tan ostentosas. Lo imperturbable de una esencia común, a pesar de ello.
Junio le otorga a Marbella la capacidad de disfrazarse. La oportunidad de cambiar su ropaje cosmopolita por el traje de pueblo. Ese traje que no hemos querido perder y tenemos guardado en la buhardilla de nuestros sentimientos. Todo aquello que fuimos con gozo en el paraíso de la infancia cuando nuestra mirada era transparente y el corazón un caballo que tendía a desbocarse.
Marbella se viste de pueblo. Y tras el ropaje aldeano y las alpargatas de cáñamo comenzamos a vislumbrar el ayer que subyace bajo las tremendas capas del ahora. Aparece Rafael el de las barquitas, con o sin su hijo Eleuterio (audaz y bello mancebo cuya figura nos hacía volver a ellas una y otra vez), y Angelita, su mujer, balanceando rítmicamente con sus manos nuestra barca. Cerca de él, el blanco  puesto de turrones y frutas endulzadas, con sus propietarios saludándonos uno a uno y reconociendo nuestros nombres. Un poco más allá la pequeña Ola que por primera vez tuvimos y se instaló en la Alameda. Mirándose, la caseta oficial, en la que al anochecer una bella y esbelta animadora apretaba entre sus labios el micrófono para balbucear con toda intención “Bésame, bésame mucho…o “Aquellos ojos verdes…”. De golpe, la brillantez de los fuegos artificiales, el estruendo de la traca, la imagen del Pendón  en el balcón municipal rodeado de cabezas enormes bajo las cuales, gigantes y cabezudos saludaban al personal y anunciaban el comienzo de unos días distintos.
Días en los que  el estruendo de las tómbolas se confundía con la música del teatro de Manolita Chen, o las del circo, instalado frente al hotel El Fuerte, blanco el payaso inteligente, lastimero y tontuno el otro, peligroso el trapecio, divertido los equilibristas. Había que trepar después a lo más alto de la cucaña, conseguir la cinta bordada por las admiradoras para la carrera de bicicletas, ser el primero en la carrera de sacos.
Todo cabía en  la Alameda, durante muchos años espacio destinado a nuestras ferias de niños. Cabían los puestos de venta de pulpo asado y gambas cocidas, de algodón rosado repleto de azúcar, de collares y pulseras, de pipas y patatas fritas. Creo recordar que no cupieron ya los coches de choque la primera vez que vinieron, y entonces hubo que bajarla abajo, a la Avenida de los “enamorados”, el solar, raso por entonces, que servía para los encuentros furtivos de las parejas incipientes, para besos rápidos concedidos en la obscuridad, los tanteos fugaces, asustadizos, pecadores.
No había en aquellos años procesión del santo, la devoción vino más tarde con los Romeros, que sacaron a san Bernabé del letargo del altar a los hombros de los jóvenes entusiastas. Terminaba la feria con la romería al Campamento Vigil de Quiñones, niñas vestidas de faralaes, jóvenes empezando con la moda de las sevillanas…alboroto de tres o cuatro días en los ojos cansados de quienes la habían vivido a fondo.

Las niñas teníamos tres trajes distintos, el de cuadritos de tela de vichy para la víspera, el día 10, el recién estrenado, de organdí o piqué bueno, para el 11 y el del año anterior para el tercer día. Sin posibilidad de cambios ni alteraciones. Era un ritual aceptado, asumido con la alegría que proporcionaba saber desde antes que olía a feria, que teníamos al fín algo que celebrar mientras esperábamos que llegara la Virgen del Carmen y bendijera el mar, para poder ir a bañarnos.
La Feria era el Ecuador de nuestros años infantiles, la semana en la que gozábamos de la escasa libertad horaria que nos permitía el férreo orden familiar.
Fuimos felices, porque no ambicionábamos otra cosa. Lo que llegó después nos cogió por sorpresa. Como una avalancha, como un alud. Pero a pesar de todo lo obtenido con el turismo y los tiempos modernos, con la diversidad festiva de la Marbella de hoy, estoy segura de que habrán muchos que recuerden la sensación especial de las barquitas de Rafael y añoren el soniquete musical de la compañía de Manolita Chen.
                                                                                                         
Ana María Mata
(Historiadora y Novelista)