Todo lo que llevaba uniforme había ganado la guerra, incluso taxistas y porteros, pensaba yo por aquel tiempo a expensas de mi tío Alejandro, que era quien me contaba lo que a duras penas podía mi cabeza entender entonces, pero que me gustaba oír en las frías noches burgalesas de sus labios amoratados y siempre sucios de nicotina.
─Debías haberlo visto actuar, Julián, a tu padre. Era el alma del Socorro Rojo, podía estar en mil sitios a la vez. Hacía teatro, conocía a los clásicos. Contaba chistes y a todos nos hacía reír. Tenía a tu madre encandilada…
A ella no le gustaba que hablase de estas cosas, me di cuenta enseguida. Apretaba
El páramo en las horas tardías de la noche es lugar de fantasmas. Viven en la quebrada, tengo para mí, escondidos del sol y de la luz, entre jaras y adelfas. Dormidos. Despiertan al anochecer y suben al páramo. Se disfrazan de nieve y escarcha. A veces llegan hasta la aldea. Yo he visto sus ojillos pegados al cristal de mi ventana, como luciérnagas decepcionadas por el frío. Una vez dejé un resquicio abierto por si querían entrar…
Al principio, cuando llegamos a la aldea pasé muchas noches en blanco. Echaba de menos la ciudad, el ruido de la calle donde jugaba con mis amigos. También me preocupaban mis gusanos, pues con las prisas olvidé ponerles morera, y pensé que podían morir sin hacer el capullo. Esto me producía un enorme sentido de culpa.
El sábado de abril del año en que mi padre se marchó de casa fue un día en conjunto especial, debo reconocerlo, y como tal está impreso en mi mente. Imágenes contrapuestas pero imborrables: la banda roja de seda y oro bordada, la vanidad de ser el primero de la clase; la alegría de ellos, de mis padres, el tío Alejandro, la abuela. Regalos al buen comportamiento, bolsa de canicas gruesas y brillantes, abrazos, apretones,…: felicidad.
Minutos más tarde una extraña llamada. Noto un cambio en el habla de todos, que me suena a sombría y expectante:
-El niño, por favor, llévenlo al cuarto de al lado.
La voz del hombre que acababa de llegar, junto a otro que permanecía en silencio, quedó impresa en mis oídos para siempre. Mi abuela comienza a llorar con suavidad. En un rincón mi madre parecía incrustada en el muro. Jamás olvidaré su temblor.
Llevamos ya dos años aquí, en la aldea. Casi puede decirse que no voy a la escuela, porque preguntan y no quiero contestar. No quiero verme obligado a decir que sólo veo a mi padre dentro de una especie de jaula a la que llaman locutorio.
Busco nidos y me pierdo en la quebrada, donde arranco raíces con las que luego doy de comer a los pájaros. Tengo pocos amigos, noto que me rehuyen desde el verano en que no me admitieron para ir al campamento. Tampoco hago desfiles, ni voy a misa a cantar himnos con ellos en el coro.
La verdad es que me aburro sin la compañía de otros niños, pero las familias de los que conozco no saludan a mi madre por la calle, ni mi abuela se atreve a sentarse en la puerta los días de sol por temor, dice, a que le den una pedrada o los que mandan tomen represalias. No entiendo esa palabra, pero me asusta, la oigo demasiadas veces.
Todos los meses hay un día en que mi madre se atarea en la cocina para preparar “algo comestible”, así lo llama: boniatos, tocino, manteca de cerdo…, lo que puede. Al día siguiente salimos de viaje.
La verdad es que quisiera no tener que ir. El frío en el camión me cala los huesos, porque además el abrigo se ha quedado corto y no es todo lo grueso que debiera para estas tierras tan frías. Y luego allí: odio esas habitaciones lóbregas cerca de las cuales hombres uniformados pasean y vigilan, como perros pendientes de sus presas. Odio el locutorio. Me pregunto en qué se parece ese ser demacrado, encogido, cuyo hilo de voz casi no oigo, al hombre que antes era mi padre. Jamás sonríe. Sus ojos, cada vez más hundidos, parecen no mirar hacia fuera, sino a sí mismo, indiferente a cuanto le rodea, ausente, perdido en el abismo de su infinita desolación.
Camino hacia la puerta esperando con ansiedad que suene la maldita sirena. Un conato de náusea sube hasta mi garganta, el pensamiento vuelve, se instala en mi cerebro y está a punto de salir como un grito de rencor y vergüenza: debió caer en el campo de batalla. O luchar en el lugar adecuado, ése de los luceros que a mí me prohíben conocer. ¿Por qué tuvo que instalarnos para siempre en la derrota…?
Nadie sabe lo terrible que puede llegar a ser haber nacido de un condenado a muerte.
Historiadora y novelista