Reconozco que oír la palabra “crisis” repetida hasta la náusea, en boca de cualquier persona con la que tratemos, no sólo es desagradable sino que puede llegar a provocarnos un conato depresivo, puesto que, de alguna manera todos estamos inmersos en ella. Pero negarla, (como en su día hicieron torpes mandatarios) nos convertiría en imbéciles de alto calibre, cosa que tampoco resulta demasiado deseable.
Dentro de mis escasísimos conocimientos económicos, mi obsesiva afición analítica me ha llevado a pequeñas observaciones que voy a ver si soy capaz de hacer llegar al lector. Creo que fue sobre los años sesenta –si no me equivoco- cuando comenzó a propagarse el conocido slogan que como mensaje virtual los estados occidentales iban haciendo llegar a sus ciudadanos. Se llamaba “Estado de Bienestar” y con estas palabras querían decir que con sus respectivas políticas estaban consiguiendo una especie de felicidad a pie de suelo, consistente en la obtención de cualquier tipo de deseo de orden material que estos tuvieran. No es de extrañar que, en el caso de Europa, este mensaje tuviese gran repercusión, debido especialmente a las penurias que los años de postguerra, tanto alemana como española, trajeron consigo.
Dicho Estado de Bienestar, y puesto que el hombre es hedonista de por sí, nos fue llevando paulatinamente a lo que habría de llamarse Sociedad de Consumo, o sea, a la creencia de que el placer, o la felicidad, como quiera que cada cual le llame, consistía en la posibilidad de obtener cuantas más cosas deseáramos, puesto que ya se encargaban ellos mismos de incitarnos a desearlas. Todos, sin excepción nos subimos al carro del momento, constructores y promotores en especial, ya que el ladrillo parecía ser el núcleo alrededor del cual giraba sin cesar el dinero y la economía burbujeante. Sin que una sola voz dijese lo contrario. O sin querer oírla nadie en el caso de que la hubiere. Urbanizaciones devorando casi laderas de montañas, segundas viviendas para fines de semanas, playas arrasadas, pueblos convertidos en colmenas…todo estaba permitido por los gobernantes silenciosos cuya codicia era similar a la nuestra, aunque ellos tuviesen más posibilidades de desarrollarla.
Llegamos por tanto al capitalismo salvaje como método económico, al “yo llegué primero”, a las sociedades en el extranjero, especulación feroz y sin límites, paraísos fiscales y demás artilugios con los que el dinero, blanco o negro, pero más este último, conseguía comprar desde un yate con grifos de oro, hasta -como en el “Fausto” de Goethe- almas, espíritus y conciencias a las que les resultaba bastante divertido el mito de Mefistófeles.
La clase trabajadora, mientras tanto, observaba con expectación lo que pasaba ante sus ojos, procurando, claro está, sacar algo en provecho, aunque en ocasiones fuesen sólo migajas. Pero sonreía a su vez porque comía en abundancia, conducía su propio coche y hasta los Bancos le concedían hipotecas como si fuesen regalos de cumpleaños.
La felicidad estaba instaurada y el planeta en general o particularmente cualquier pueblo o aldea, consumía sin cesar día y noche mediante un dinero que algunos derrocharon sin tregua pensando que era inacabable. Pero lo era y el cuento no tuvo ni tiene un final feliz.
Porque cuando la vaca prolífica acabó por cerrar definitivamente sus ubres, la fuente a cesar de manar, el ladrillo a ser simplemente un ladrillo, y los Bancos a tambalearse, el hermoso palacio devolvió a Cenicienta su escoba y sus ajados zapatos de chica de servicio. Entonces los políticos enmudecieron, las empresas se vinieron abajo, los ricos tuvieron miedo y los que no lo eran ni lo son…se transformaron en pobres de solemnidad. Tan pobres algunos que no pueden siquiera dar de comer a sus familias, pagar la luz o el alquiler de su vivienda. El Estado de Bienestar se transformó en estado de emergencia, y para algunos en estado de hambre. Hambre de la antigua, de aquella que habíamos olvidado, que creíamos no repetir nunca.
El día en que el prelado Lorenz Werthmann en 1897 fundó en la ciudad alemana de Colonia la organización que llamó CÄRITAS no imaginó que siglo y medio más tarde ella iba a ser la única solución para hombres y mujeres que, como entonces, no tenían para subsistir más que el plato caliente que Cáritas en cada ciudad le proporcionaría.
Están desbordados, dicen quienes trabajan en ella. No pueden cubrir el alto número de necesitados que acuden en busca de alimentos, ropa, y –sin esperanzas- cualquier tipo de trabajo. Sólo pueden mitigar lo indispensable: el hambre, que, como plaga se está instalando en lugares donde antes corrió la abundancia y el derroche.
Quizás lo único que podamos hacer es examinar cómo y por qué hemos llegado a esta situación. Es posible que tal examen cambie por completo el sentido que hasta ahora veníamos dando a nuestra existencia.
Ana María Mata
Historiadora y novelista