Una ciudad
puede mirar de frente y a los ojos a quien la habita o al visitante si posee
como aval la riqueza de un Patrimonio histórico y cultural. Debe ser su
guardiana y cuidar de él como tesoro y herencia que recibirán quienes habrán de
venir después. La Historia
se escribe en piedra, papel o lienzos que muestran a través de su contenido lo
más parecido al sentir y el obrar de cuantos vivieron en un preciso espacio de tiempo
y dejaron huella en ello.
En algunas
son tan evidentes que a veces necesitamos cerrar un instante los ojos para no
deslumbrarnos con su belleza. Córdoba, Granada, Sevilla o Toledo son las mejores
embajadoras de nuestro país por todo el planeta, sin que al nombrarlas haga
falta añadir palabra alguna.
España es
rica patrimonialmente porque su situación geográfica la hizo punto de mira
especial para quienes deseaban ampliar sus fronteras y su comercio. El
Mediterráneo nos trajo naves fenicias que crearon Malaka y Gadir, ambas
depositarias de la costumbre vinícola de sus hombres. Roma nos alcanzó de pleno
y tanto en la Citerior
como la Ulterior
toda la península fue romanizada hasta llegar a ser cuna de emperadores como
Trajano, Adriano y Teodosio.
De manera
sucesiva la Historia
nos presenta un feliz caleidoscopio de restos y costumbres que constituyen el
mejor ajuar que una novia feliz desea mostrar a su amado.
Lo negativo
es que tal ajuar no ha sido conservado como debiera y en algunos casos, como el
de Marbella, ni es bien conocido ni se le ha prestado el cuidado y la atención
que merece. La inmediatez de nuestro presente, la rapidez del cambio sufrido en
los últimos tiempos puede ser causa, pero no la única, de que nos hayamos
convertido en una ciudad donde solo parece importar el “aquí y ahora”. La
juventud actual nos podría decir que le debe a lo digital el saber algo de ese
patrimonio que no hemos sabido mostrar ni conservar bien.
La Villa Romana de Río
Verde, posible hábitat de señores cuya dedicación a la actividad de salazón de
pescados les concedería el status de adinerados, posee una colección de
mosaicos con motivos geométricos y culinarios que causa la admiración de
cuantos estudiosos la visitan. La triste, tristísima actuación de malhechores
que causaron el destrozo del rostro de la Gorgona central pesa sobre nuestra
responsabilidad de ciudadanos, y la de los mandatarios especialmente, al no
haber dotado al lugar de los medios necesarios para su protección. Su
antigüedad está fechada en el siglo II antes de Cristo, y su valor es
absolutamente incalculable.
Mejor
suerte parece correr, hasta el momento la basílica Paleo-Cristiana y visigoda
de San Pedro. Confiemos en que su protección sea la adecuada.
Los árabes
construyeron una amplia fortaleza, cuyas piedras son visibles desde el mismo
centro de la ciudad, de la que se conserva restos de una torre, y en cuyos
restos amurallados se construyó en los años cincuenta un grupo de viviendas y
el colegio de monjas salesianas. Como verán magnífica actuación del arquitecto y técnicos,
y de quienes dieron los permisos oportunos. Ignorar la historia ha sido una
constante demoledora y maligna.
Avanzando
en el tiempo, tras la
Reconquista, la ciudad cae en manos cristianas y aparecen
capillas, fuentes y la iglesia mayor, restos hasta ahora en pié aunque no
sabemos cuantas trifurcas generaron su conservación en los feroces años del
cemento.
En el siglo
XVII se construye el Trapiche del Prado, fábrica azucarera que habría de ser el
primer paso industrial de la ciudad y que, tras diversos avatares, sería
fábrica después de licor y llegaría al siglo XX bajo la propiedad de Mateo Álvarez.
En su testamento la donó al pueblo para que en sus terrenos se construyese una
residencia para ancianos. Los años desde la muerte de Mateo Álvarez han ido
pasando y el Trapiche es hoy una hermosa ruina que amenaza con caerse del todo
si de verdad la Junta
y el Ayuntamiento no ponen manos a la obra de restauración como solicita la plataforma
recientemente constituida para su defensa.
El Trapiche
es un resto valioso del inicio industrial marbellí y su pérdida significaría
una vergüenza para todos los que pensamos que nuestra ciudad es algo más que un lugar donde enriquecerse, tal
y como en los pasados tiempos de la “burbuja” la concibieron muchos.
No olvido
la torre de El Cable, igualmente símbolo de nuestro pasado minero, construida
en 1957, cuando aún los tambores del turismo sonaban suaves y algo lejanos.
Servía entre otros elementos para conducir el mineral del Peñoncillo hasta los
barcos que los transportaban. No debemos dejar que el mar y los meteoros la
destruyan. También hay grupos de apoyo para ella. Como los debe haber para
condenar las pintadas de algún descerebrado sobre una de las Torres Almenaras
en los últimos días. La estupidez se convierte en delito.
Dije una
vez y me reafirmo en ello, que no surgimos por generación espontánea ni nos
inventó ningún arribista de pacotilla, a lo más nos descubrieron cuando ya la
historia se había encargado de dejarnos un legado que es deber nuestro y de quienes
nos gobiernan, proteger al máximo.
Ana
María Mata
Historiadora
y novelista