No es fácil ser libre. Es muy difícil y, a
veces, heroico. No lo es para el hombre corriente, aquél que solo tiene que dar
cuenta a sí mismo, y para quien el gran Erich Fromm dejó escrito su mejor libro
“Miedo a la libertad”, en el que decía como algunos seres humanos se
aterrorizan cuando tienen que ejercer su derecho a ejercitarla en ocasiones
decisivas para su vida. Estamos tan habituados al yugo que suele ser el arma decisiva
para el poderoso, disponer del convencimiento de que su voluntad imperará sobre
la de los otros.
Hemos asistido en estos días a un episodio
distinto y ejemplar. La de un alto magistrado que ha preferido dimitir a
plegarse a las continuas injerencias de quien posee el poder político en este
país. Tiene que haber razones de mucho peso para que un fiscal general deje
colgado al Gobierno, apuntaba un magistrado del Supremo tras conocer la marcha
de Torres Dulce, a pesar del telón eufemístico de sus razones personales. Con
anterioridad, 13 de los 18 jueces de la
Sala de lo Penal del Tribunal Supremo enviaron una carta al
presidente del Poder Judicial, Carlos Lemos, para que reclamara el cese de las
intromisiones del Ejecutivo en las decisiones judiciales.
El poder no admite que se discutan o alteren
sus normas, especialmente lo que redunde en merma de ese mismo poder
manifestado en electores y votos. Más de cuatrocientos años atrás un pensador,
abogado y político de la
Ilustración expuso con brillantez su teoría de la muy
necesaria separación de poderes entre el ejecutivo y el judicial. A pesar de la
celebridad de sus escritos, Montesquieu sigue siendo un nombre para el
lucimiento en discursos, pero no un modelo a imitar. La coexistencia entre el
poderoso y el pensador es, en el fondo, imposible porque los fines de ambos son
opuestos: uno quiere gobernar, el otro se dedica a la reflexión política. Ya
Alfonso Guerra dio por muerto al citado Montesquieu en 1984.
La gran tragedia de nuestra democracia y una
de las razones de su deterioro consiste en que los diputados votan según ordene
el jefe del grupo, los ministros obedecen sumisamente al presidente, y así en
cadena, renunciando la gran mayoría a un deseado “no” si es que quieren ser
promocionados en el futuro y alcanzar los privilegios del poder.
Así las cosas, Rajoy se encuentra ahora en
una crisis institucional que ensombrece mucho sus mensajes triunfalistas
económicos. Mensajes, por otra parte, y como era de esperar, discutidos y no
aceptados por gran parte de los ciudadanos.
El hecho de que no sea la oposición, sino
también un organismo de tal categoría como la Magistratura quien
exprese su disconformidad, muestra la fragilidad del Gobierno, a quien en los
últimos tiempos, los dedos parecen habérsele trocados en huéspedes. Más o menos
esos parecen ser los airados jóvenes entusiastas del profesor con coleta, flecos
caídos del P. P. y el P.S.O.E. todavía sin escándalos aunque con alguna pequeña
mácula.
La tan cacareada transparencia es hoy por hoy
objetivo inalcanzable, que nuestro escepticismo actual lleva a pensar en
imposible. Por lo que vemos y a lo que asistimos es que el que manda quiere
seguir mandando, cueste lo que cueste, y el que aspira a hacerlo en un futuro
conoce, para nuestra desgracia, las triquiñuelas para hacer lo mismo.
Apañados estamos con un horizonte de ese
calibre. De momento, ¿sería mucho pedir
que dejen actuar libremente a la
Justicia?.
Ana María
Mata
Historiadora y novelista