Escribió Pablo Neruda que “si no escalas la
montaña jamás podrás disfrutar del paisaje”, lo que viene a significar que si
te quedas en casa no sabes, a veces, lo que te puedes perder. Y el Dalai Lama
dijo en una ocasión que “ si es posible, una vez al año hay que ir a algún
lugar en el que no hayamos estado nunca. Hay que meditar y viajar dando rienda
suelta a la imaginación” . Dos consejos de personajes memorables que utilizo
como preámbulo del artículo de esta semana, en los que un viaje a Rabat, la
capital del reino marroquí, y las sensaciones sentidas durante el mismo, serán
los protagonistas.
He pensado siempre que lo mejor de un viaje
es que te obliga a salir provisionalmente de ti mismo. Abandonar el “yo”, tan
puñetero, a veces, tan dominante y obsesivo. Un ego en ocasiones narcisista y
en otras culpable, educado para las normas, pero deseoso de infringirlas,
obligado a la rutina y el deber.
Tomar un camino cualquiera que te aleje del
suelo que pisas a diario siempre es una aventura, cuya intensidad depende mucho más de la imaginación que introduzcas en él, del
ánimo con el que lo enfrentes, que del destino elegido. La vida, al fin y al
cabo, lo dijo un pensador, es un estado de la mente.
No conocía Rabat. Creo que Marruecos,
exceptuando Fez, Tanger y Marraquech, las ciudades fetiche de su turismo, no es
excesivamente conocido por el español. Y digo español, porque nuestra historia
está ligada a ese país con lazos fuertes, incluido los de la mucha sangre que
nuestros hombres han derramado en esa tierra. Protectorado Español desde 1912
mediante el Tratado de Fez, recordemos que el mismo general Franco pidió ser
enviado allí para combatir la insurrección rifeña y demostrar sus dotes
militares, tanto en la guerra del Rif como en el tristemente famoso Desembarco
de Alhucemas.
El país detrás del Estrecho, el llamado reino
Alaui, sorprende por sus contrastes, también por la extraordinaria conservación
de restos históricos. Rabat es monumental sin alharacas, como si quisiera dejar
a Marraquech la fama y el ruido, los tópicos y la algarabía. Llegas desde
Casablanca y una inmensa muralla rojiza te recibe como un anuncio publicitario.
Alta, dominando con su piedra y hablando con su silencio. Viene a decir que el
tiempo que fue sigue latiendo vivo dentro del tiempo que es, si sabes
entenderlo. Que arcos, puertas, y azulejos no son simplemente adornos que Al
Andalus tomó, sino formas en las que se refleja el alma de sus antepasados, su
amor por la belleza, por el detalle ornamental.
Encima de un promontorio encuentras la Kasbah Des Ondayas, ciudadela
que encierra el misterio ensamblado de estanques, jardines y palacete del siglo
XVII (hoy museo de la orfebrería) en la misma línea de nuestra gran Alhambra,
cuando ellos, los hijos de Alá, hicieron del sur de España, su reino más
preciado. Te detienes un instante y una atmósfera de comunión
artística-histórica se instala en tus meninges. Fueron una parte nuestra o
nosotros hemos sido parte de ellos. La arqueología es tan eficaz como el ADN.
La
Kasbah se nos
muestra colgada sobre el río Bou Regreg, y su construcción tuvo origen en la
época de los Almohades. Al internarte dentro de ella, surgen calles sinuosas
pintadas en tonos de blanco y azul, múltiples escalones y puertas con tanto
grabados que pertenecen a lo que en Hª del arte se llama “horrore vacui”. Como
el dédalo griego, la pequeñas callejuelas podrían ser laberínticas si no
surgiese de ellas el mago que habrá de acompañarte a cruzarlas. Aparecen como
pequeños duendes buenos que solo quieren tu aceptación…y algunos euros o dirham
como recompensa por mostrarte sus bellezas.
Tomar un té en el Café del Moro es tan
obligado como eficaz. Mientras, saboreas un pastel de cuernos de gacela, te
dejas embriagar por el paisaje y embaucar por la sonrisa sin dientes de un hijo
de Alá que te mostrará un arco iris de color transformado en kaftán, en collar
o mil cachivaches similares. Son amables, en contra de lo que has pensado,
sonríen y te ayudan, son serviles casi, porque su situación social les ha
obligado a ello.
Puedes encontrar en la Medina polvo y basura sin
recoger. Gatos que ahondan en ella y paredes faltas de cal. No creo que les
importe a quienes viven dentro. Afortunadamente para el poder, sus habitantes
son sumisos y se conforman con poco. Están habituados a lavarse solo, tal vez,
para el rezo, a ser amables porque así conseguirán alguna moneda. La vida es
para ellos una especie de Carpen Diem renovado hora tras hora.
Para el visitante con posibles, están los
llamados Riad, hoteles construidos en casas palaciegas, bellos ejemplares de la
arquitectura marroquí, que al extranjero imaginativo le puede hacer soñar en un
pasaje de Las Mil y Una Noches.
Si hiciéramos un poco de sociología
tendríamos que analizar como se mantiene una ciudad con tal alto nivel de
diferencias económicas y sociales. Por qué no hay movimientos de repulsa hacia
quienes mantienen y aplauden una
monarquía tan ajena a esas diferencias. No hay más que visitar el célebre Mausoleo
de Mohamed V y sus aledaños, inmaculado trozo, impoluto rincón para mostrar y
quedar bien ante los que llegan.
Ciudad de contrastes apreciables. Alta
gastronomía y apretujadas zonas de baratijas y recuerdos con colores de
ensueño. Tan cerca y tan lejos de lo que una vez fue para ellos su reino
andaluz.
Saborear una Pastela mientras suena no muy
lejos la voz del muecín, es una sensación afortunada. Les aseguro que si les
gusta la fantasía, encontrarán a un Alí-Babá en cualquier esquina. Yo,
personalmente, no encontré ni a uno solo de sus ladrones.
Ana María Mata
Historiadora y novelista