(Artículo publicado en el diario Marbella Express de 30 de agosto de 2010)
Creo que no somos verdaderamente conscientes de los cambios que el tiempo (entelequia, dicen, pero administradora de nuestras vidas) ejerce no sólo sobre personas y lugares, sino también sobre ideas y conceptos que una vez tuvimos firmemente arraigados para observar después como han evolucionado en nuestras mentes, de manera, a veces, totalmente involuntarias.
Sin ir más lejos, en la década de los sesenta, cuando Marbella era ya una ciudad unida a un vocablo deseado y deseante, quien escribe, (joven por fortuna en ese tiempo,) pero analista aficionada a la lingüística como fruto de su verocidad lectora, recuerda la existencia de tres palabras claves para denominar a cuantos por los años citados compartíamos tierra y placer por el pueblo en cuestión. En primer lugar, (aunque por elegancia quizás no debería colocarnos en él) estábamos los nativos, es decir, los nacidos en ella por suerte, quienes, además, solíamos tener unas generaciones antecesoras familiares igualmente nativas que se remontaban hasta perdernos en la memoria. En segundo lugar, y después de unos años ya de reconocimiento mutuo, aparecían los llamados “veraneantes”, cuya explicación casi es innecesaria. La formaban un grupo de personas venidas de distintos pueblos y ciudades de España, que eligieron la ciudad como lugar de descanso estival, atraídos, imagino, por su clima benigno que les aseguraba sol, playa, y no excesivo calor. Como ejemplo, permítanme citar a familias como los Del Campo, Garrido, Soria o Díez Granados. Desde un ingeniero hasta el médico que trató a Manolete en su fatal corrida (doctor Garrido) o los Soria que casi acabaron viviendo aquí. Familias con las que entablábamos una relación afectuosa, cuyos hijos compartieron nuestros bailes y pandillas y a quienes comerciantes de todo tipo agradecían en silencio el aumento que en sus primitivas cajas registradoras significaba su presencia fiel cada largo verano de entonces.
En un lugar diferente situábamos a los “extranjeros”, fácilmente comprensible el denominador desde el momento en que nos “extrañaba” su lenguaje, cuyo origen era mayoritariamente inglés, idioma en el que nosotros -una gran mayoría- todavía no habíamos metido el diente. No hace falta decir que estaban incluidos franceses alemanes, suecos (en femenino especialmente) y americanos, cada uno de los cuales fueron llegando muy rápido y no todos, por desgracia, con idénticas intenciones. Para que no se me malinterprete, quiero decir que algunos vinieron exclusivamente al olor del vil metal y con el afán de enriquecerse lo más pronto posible, lo que no indica, ni mucho menos que la palabra corrupción existiese siquiera en nuestro vocabulario. Inteligentes y avizores negociantes, les llamaría yo. Nunca faltan y a veces hasta son necesarios.
Hasta aquí las clasificaciones que existían y que todos aceptábamos como parte de una ciudad cuyo horizonte, aunque basto y amplio, no era ni por la más valorada vidente imaginado al que llegó a ser y como sigue siendo al día de hoy.
Los años se amontonaron sobre nuestras espaldas sin avisar, a traición casi para quienes, habiendo vivido aquel dulce tiempo de mieles juveniles, playas impolutas, y noches hoy tópicas de damas de noches o madreselvas empujando suavemente con su olor las sillas que sacábamos al anochecer, peinamos canas o las teñimos, al tiempo que miramos con ¿estupor o simpatía? el gentío que abarrota nuestras calles en este agosto de calor exagerado. ¿Cómo analizar en él a quienes lo forman de acuerdo con las pautas que arriba he descrito? ¿Quién se atrevería una tarde o noche cualquiera a decirme cuantos veraneantes ha visto en el alboroto estrecho y bello que va de la calle Pasaje hasta la Plaza de los Naranjos?. ¿Y a los nativos? ¿Cuántos quedamos ya que llevemos generaciones detrás concediéndonos el pedigrí?. Ocasiones hay en las que al reconocernos dos o tres entre la muchedumbre nos abrazamos con el mismo ardor que si volviésemos de un combate o de una tierra lejana .
Aunque suene a nostalgia contenida, quiero dejar claro algunas anotaciones de este análisis veraniego y sin rigor excesivo. Marbella sigue siendo la misma, a pesar de cuanto nos ha llovido, y ustedes me entienden…el pueblo verde y marinero cuya montaña es inigualable y su clima idem de idem. Ha pasado algo que ocurre sólo a las ciudades de relevancia singular. Paseas por sus calles y plazas. Tomas el sol y un vino o una cerveza. ¿Quién es quien?...es lo de menos en Venecia, París o Sevilla.
En el mejor sentido de la palabra, ella es eterna y los demás somos ya, queramos o no, forasteros.
Ana María Mata
Historiadora y novelista