Que te roben el bolso o la
cartera se está convirtiendo en un
desafortunado ritual en los veranos de Marbella. Quien más, quien menos, se ha
encontrado alguna vez desposeído de cuanta identidad contenía lo hurtado,
además, lógicamente del dinero que en ella habías depositado.
Lamentable situación que implica
a renglón seguido una serie de acciones encaminadas a que no te desvalijen,
anulando el uso de tarjetas bancarias y de variado tipo, así como a la
reposición rápida de los documentos identitarios. Dentro de las acciones que a
la mayor brevedad deberás hacer, está el denunciar el robo a la policía, como
un deber ciudadano obligatorio.
Como el caso que me sirve de
ejemplo es personal, y por desgracia, intransferible, permítanme relatarles los
avatares sufridos y otros complementarios.
En realidad lo que quiero
contarles, abusando de su amabilidad, no es precisamente el largo, larguísimo
rato que hube de esperar en la
Comisaría de la Policía
Nacional , sino la sensación que sentí en ella después de
afortunados años sin aparecer por allí.
Situada en la llamada carretera
de circunvalación, el edificio debe tener sus muchos años de existencia, dado
que mis recuerdos empiezan con él en dicha ubicación.
Pensaba mientras llegaba que
habría sido objeto de reformas en ese dilatado tiempo, y crucé dudosa su puerta
por si pudiera perderme en amplios y diferentes pasillos. Mi sorpresa fue
grande cuando no más traspasarla me encontré con el pequeño y triste vestíbulo
y sus ridículos sillones desvencijados.
La impresión era la de entrar en
un local cualquiera del llamado tercer mundo, tal vez en Somalia o Sudán
tendrían sin dudad un vestíbulo como ese en sus posibles centros policiales.
Oscuro y sucio, allí debía esperar que me llamasen para exponer mi denuncia. Y
allí esperé hasta que un policía, joven y amable, como salido de una serie televisiva
policial, me indujo a entrar en un pequeño, casi mínimo salón colindante.
Difícil me resulta relatar la
visión del “despachito” donde nos situamos delante y detrás de una especie de
mesa desde la cual, el servidor del orden comenzó a preparar el folio
denunciador. Créanme si les digo que me olvidé del robo de mi preciada cartera,
objetivo que me había llevado hasta allí. Comencé a mirar abajo y arriba, a
derecha e izquierda, tratando de entender la miseria de aquel cuartucho en el
que un servidor de la ley y una pobre víctima de robo se encontraban.
Por un momento imaginé que
estaba allí por una causa distinta, precisamente la de denunciar el estado de
las instalaciones de la policía en la ciudad de Marbella en pleno siglo XXI. Mi
impresión ante el habitáculo y los demás que nos rodeaban fue tan grande que no puedo
asegurarles que diese al policía los datos exactos que me preguntaba.
Una voz en mi interior repetía
como un mantra: “No es posible” “Esto no puede ser Marbella y un despacho de la
policía nacional”. Pero lo era, doy fe.
Impresentable, absolutamente
impresentable resulta el interior del edificio que alberga a la Policía Nacional en nuestra
ciudad. No puedo creer que el Ministerio del Interior, según investigué
después, no haya invertido ni un euro en un departamento tan esencial que
visitan más de la mitad de los que llegan a esta ciudad de renombre.
Debo repetir lo que ya se está
convirtiendo en una constante de mis líneas. Marbella es deficitaria absoluta
en infraestructuras, correspondan estas al Ayuntamiento, a la Junta o al Estado. Inmersa
en su deseada imagen de lujo, ha abandonado los cimientos que deberían ser
sólidos y solo se preocupa de la fachada, del brillo de lo exterior, la
megalomanía que parece envolver todo en un aparente y frágil celofán.
No les deseo que tengan una
experiencia similar, por razones obvias, pero sepan que nuestro cacareado
prestigio cosmopolita se da de bruces con un solo habitáculo de la Comisaría de Polícia
Nacional. Como para llorar por ello.
Ana María Mata
Historiadora y novelista