22 de agosto de 2018

SERVICIOS MÍNIMOS


Que te roben el bolso o la cartera se está convirtiendo en  un desafortunado ritual en los veranos de Marbella. Quien más, quien menos, se ha encontrado alguna vez desposeído de cuanta identidad contenía lo hurtado, además, lógicamente del dinero que en ella habías depositado.
Lamentable situación que implica a renglón seguido una serie de acciones encaminadas a que no te desvalijen, anulando el uso de tarjetas bancarias y de variado tipo, así como a la reposición rápida de los documentos identitarios. Dentro de las acciones que a la mayor brevedad deberás hacer, está el denunciar el robo a la policía, como un deber ciudadano obligatorio.
Como el caso que me sirve de ejemplo es personal, y por desgracia, intransferible, permítanme relatarles los avatares sufridos y otros complementarios.
En realidad lo que quiero contarles, abusando de su amabilidad, no es precisamente el largo, larguísimo rato que hube de esperar en la Comisaría de la Policía Nacional, sino la sensación que sentí en ella después de afortunados años sin aparecer por allí.
Situada en la llamada carretera de circunvalación, el edificio debe tener sus muchos años de existencia, dado que mis recuerdos empiezan con él en dicha ubicación.

Pensaba mientras llegaba que habría sido objeto de reformas en ese dilatado tiempo, y crucé dudosa su puerta por si pudiera perderme en amplios y diferentes pasillos. Mi sorpresa fue grande cuando no más traspasarla me encontré con el pequeño y triste vestíbulo y sus ridículos sillones  desvencijados.
La impresión era la de entrar en un local cualquiera del llamado tercer mundo, tal vez en Somalia o Sudán tendrían sin dudad un vestíbulo como ese en sus posibles centros policiales. Oscuro y sucio, allí debía esperar que me llamasen para exponer mi denuncia. Y allí esperé hasta que un policía, joven y amable, como salido de una serie televisiva policial, me indujo a entrar en un pequeño, casi mínimo salón colindante.
Difícil me resulta relatar la visión del “despachito” donde nos situamos delante y detrás de una especie de mesa desde la cual, el servidor del orden comenzó a preparar el folio denunciador. Créanme si les digo que me olvidé del robo de mi preciada cartera, objetivo que me había llevado hasta allí. Comencé a mirar abajo y arriba, a derecha e izquierda, tratando de entender la miseria de aquel cuartucho en el que un servidor de la ley y una pobre víctima de robo se encontraban.
Por un momento imaginé que estaba allí por una causa distinta, precisamente la de denunciar el estado de las instalaciones de la policía en la ciudad de Marbella en pleno siglo XXI. Mi impresión ante el habitáculo y los demás  que nos rodeaban fue tan grande que no puedo asegurarles que diese al policía los datos exactos que me preguntaba.
Una voz en mi interior repetía como un mantra: “No es posible” “Esto no puede ser Marbella y un despacho de la policía nacional”. Pero lo era, doy fe.
Impresentable, absolutamente impresentable resulta el interior del edificio que alberga a la Policía Nacional en nuestra ciudad. No puedo creer que el Ministerio del Interior, según investigué después, no haya invertido ni un euro en un departamento tan esencial que visitan más de la mitad de los que llegan a esta ciudad de renombre.
Debo repetir lo que ya se está convirtiendo en una constante de mis líneas. Marbella es deficitaria absoluta en infraestructuras, correspondan estas al Ayuntamiento, a la Junta o al Estado. Inmersa en su deseada imagen de lujo, ha abandonado los cimientos que deberían ser sólidos y solo se preocupa de la fachada, del brillo de lo exterior, la megalomanía que parece envolver todo en un aparente y frágil celofán.
No les deseo que tengan una experiencia similar, por razones obvias, pero sepan que nuestro cacareado prestigio cosmopolita se da de bruces con un solo habitáculo de la Comisaría de Polícia Nacional. Como para llorar por ello.

Ana  María Mata 
Historiadora y novelista        

4 de agosto de 2018

PAISAJES CONTRASTADOS


Sabemos que la amplia geografía de nuestra piel de toro es de las más variadas de Europa y su litoral rico en contrastes y rincones diferenciados. De Norte a Sur y de Este a Oeste, España desarrolla una urdimbre de tierras y paisajes tan diferentes entre sí como la población que la habita.
Me gustaría analizar hoy las existentes entre dos núcleos que las circunstancias vitales me han llevado a conocer bien.
Playa de Amio. Pechón
Desde hace muchos años cada verano la familia entera hacemos maletas y retomamos una y otra vez el camino del norte. Allí, entre Asturias y Santander, un rincón exótico y verde, recoleto y de nombre curioso nos espera para regalarnos una vez más todo lo que le pertenece por derecho de la caprichosa naturaleza. La belleza de su vegetación, arboleda, flores y acantilados es tan especial como el nominativo que nadie sabe de que manera le fue adjudicado: Pechón es un pueblito pequeño, circundado por dos grandes rías, Tina Mayor y Tina Menor, que se yergue humilde y orgulloso a la vez en una colina cuyos pies desembocan en un Cantábrico generoso que da forma en sus playas a formaciones rocosas como la muy bella denominada El Castril.
El paisaje divisado desde su punto más alto es de una belleza espectacular que  deja al visitante con un gesto de asombro, cuya desaparición solo llegará a fuerza de repetidas visitas.

Todo sería perfecto en estas vacaciones norteñas, si no fuera ¡ay! por la presión a que el tiempo nos somete. El climatológico, me refiero. Los dioses debieron pensar que lo ab soluto solo a ellos pertenece y consintieron en donarle una variadísima ración de nubes, tormentas, lluvia fina y gruesa…en general de días otoñales en pleno mes de julio.
Nada es perfecto, dicen ellos, en su  encomiable aceptación al cubrirse con chubasqueros y paraguas, mientras contemplan como el cielo sigue gris oscuro sin ánimo de ayudar al veraneante.
Me admira el carácter del paisano norteño, renqueante ante las tormentas, pero sin resignarse a que un chirimiri pegadizo les estropee su día de juegos en la playa, adonde se dirigen con presteza aunque lo hagan con un paraguas en la mano.
Pechón es la balanza de mis divagaciones paisajísticas. Mientras en mi lugar de origen sudaban la gota gorda y corrían como almas que lleva el diablo a playas y piscinas, en mi rincón de aislamiento, la gente comenta con naturalidad el bello “orballo” que riega sin cesar sus prados, suspiran mirando el cielo, pero sin perder la sonrisa, resignados a perder momentos playeros a sabiendas de que ello servirá para que el verde lo sea más intenso aún con cada gota que caiga.
Cuando alabamos los de fuera  sus frondosos bosques de árboles y helechos, la sensación selvática algunas veces sentida entre ellos, siempre hay alguien que con voz pausada paro firme exclama : Para que existan hay que pagar una cuota a veces dura, y esto es el aguacero intermitente.
Paya de las Arenas. Pechón (Foto: Pablo Sánchez Reque)
Tienen razón. Su paisaje es tan diferente del sureño, tan excepcional para alguien de la meseta, de los páramos interiores, que lo menos que nos piden es comprensión para entender como puede llegar a formarse una frondosidad tan inhabitual por nuestras tierras.

España múltiple y rica en excesos de todo tipo. También la forma de ser de los nacidos en una u otra región lo proclama. Frente a nuestra exuberancia verbal, la algarabía que nos arrastra a veces, ellos representan el contraste modular en sus voces, la sonrisa frente a la carcajada.
Extraordinario país donde se puede pasar en un mismo tiempo del verano de fuego a un invierno suave, lleno de esperanzas. Alegría de paisajes contrastados.
                                                                                                
Ana María Mata       
(Historiadora y Novelista)