A Miguel Angel Hernández.
In Memoriam.
En estos días en los que educación, enseñanza y profesores están de actualidad por problemas tan antiguos como ineficazmente resueltos y en los que el papel del enseñante a veces queda en entredicho, escribo las líneas que siguen, en primer lugar para mostrar mi apoyo a ese gremio al que considero tan especial como difícil, bella e indispensable su labor. El lugar que deberían tener en esta sociedad –adormecida e idiotizada al día de hoy- sería de primera fila si no volviésemos la vista hacia otro lado cuando nos enfrentamos a lo verdaderamente esencial para el ser humano.
Lo hago con el corazón encogido por la triste noticia del fallecimiento de un profesor y amigo que durante cerca de treinta años ejerció en el Instituto Sierra Blanca como profesor de Geografía e Historia y del que, estoy segura, muchos de sus alumnos guardan un recuerdo imborrable. No era, vaya desde el principio, un profesor al uso. Lo suyo nunca fueron las clases magistrales, la oratoria fácil o de larga verborrea. Ni las duras exigencias del programa-que solía llevar a su manera- y mucho menos la memorialización que impide el raciocinio y el análisis.
Su frágil voz, quizás, mezclada con un carácter que lo personalizaba sin equívocos, le impulsó a utilizar métodos diferentes que desde María Montessori en adelante ( y el los conocía muy bien) pululaban por Europa entre los más avanzados para la formación didáctica. Una película explicaba mejor que cualquier discurso el tema de las dictaduras, por ejemplo, y para eso estaba Charlie Chaplin para demostrarlo. O la demografía descontrolada vista a través de un magnífico documental sobre la India. Tampoco era necesario parlotear y aburrir para que entendiesen la Segunda Guerra Mundial , cuando directores magníficos como Kubrick y compañía podían hacerlo con sus imágenes y guiones.
De paso, sus alumnos le tomaban cariño al Cine, con mayúsculas, que era otra de sus pretensiones. Porque en esta materia era un sabio escondido. Alguien con tan gran conocimiento de la pantalla, del arte hecho película, incluso de las más desbaratadas técnicas, que de hacer una tesis doctoral sobre él hubiese conseguido más que Cum Laude. Recuerdo su devoción por Victor Erice, por el Fernando F. Gómez de la última época, por Visconti, Antonioni y Truffaut, La Magnani y la Herpbun…Buñuel y Bergmann. Sabía como contagiar esta pasión suya, y lo hacía con el único descaro que le he conocido en los años en que dialogábamos sin cesar, es decir, en los que él, extraordinario “escuchante”, respondía de tarde en tarde a mis encendidas peroratas.
Como supo, bien lo sabe Dios, inculcar a sus alumnos el amor a la Música. Eran dos amantes, decía, Cine y Música, que nunca le defraudaban. Y aquellas largas madrugadas enchufado al antiguo tocadiscos, daban como resultado cintas y más cintas que ,cuidadosamente grabadas, regalaba después. En las que Mozart y Albinoni parecían “jugar” con Modugno, Los Brincos o Los Beatles. Donde un poema recitado de Cernuda tenía como fondo a Mahler o Stravinsky.
Me confesó una vez que solo la Música lograba hacerle olvidar los interrogantes de una Trascendencia que parecía llevar grabada a hierro y fuego. Necesitaba respuestas que, al no conseguir, le atormentaban. Por ello el Cosmos le atraía de forma tan especial, aunque su infinitud le aterrorizara en cuanto dejó la niñez. Hubiese sido un eterno Peter Pan voluntario si su desgarrada mente lo hubiese permitido. No lo hizo, y a veces, una copa era lo único que sujetaba sus pies a un planeta al que solía ridiculizar por su pequeñez con solo posar sus azules ojos en el cielo.
Cambiábamos libros por discos como niños con cromos. Quería atraerlo hacia la novela, pero siempre prefería las de fondo oscuro (acostumbraba a decir) o el ensayo. Le interesaba el psicoanálisis tanto como detestaba lo que de él se podía deducir. La infancia desdichada era uno de sus temas preferidos, tal vez por ello, era incapaz de gritar ni al más horrendo de sus alumnos. O de suspenderlos, llegado el caso, pero poco debe importar hoy a quienes lo hayan sido si no supo enseñarles la presión atmosférica, borrascas o ciclones. Ni los extraños nombres de los países africanos. Les indujo a pensar, analizar y concluir. A diferenciar lo bello de lo comercial. A quedarse embobado ante una sinfonía. A conocer el encanto de la bondad.
Miguel, no quería escribir tu nombre porque demasiado bien sé que no te hubiese gustado. La emoción me ha jugado esta faena. Perdóname.
Hasta siempre, en el cosmos, la tierra o el vacío. Ahora lo sabes por fin, cuando no podemos tomar el café deseado.
Nos quedan tantas cosas de ti…cómplice y amigo de verdad. Fuiste la otra parte, siempre fiel, de un abrazo.
Ana María Mata
Historiadora y novelista