Confieso que no soy muy “capitalina” ya que
las ciudades grandes me producen una ligera sensación de asfixia al segundo o
tercer día de estar en ellas. El taxi, el metro, los autobuses y la muchedumbre
que se agolpa en cualquier rincón me parecen obstáculos molestos que solo la
aparición de un parque más o menos frondoso, reduce. Por otro lado, el
anonimato, el no saludar y sentirse sola en esa selva, que a muchos parece
gustarles, a mi me entristece como si de alguna manera todos mis enclaves
hubieran desaparecido para siempre.
A pesar de ello, me atrevo a relatar, con la
confianza que mis lectores-amigos me ofrecen dada día, dos extraordinarias
vivencias artísticas que quizás compensen el calor y mi falta de sintonía con
la capital del reino. Reconozco que las ofertas culturales son allí
espléndidas, y puedes pasar una temporada como si fueras el célebre protagonista
de Italo Calvino (El barón rampante) solo que en lugar de ir de árbol en árbol,
lo harías de museo en museo saltando a la música y el teatro.
En mis tiempos de “librera”, un ilustre
dramaturgo, tan inteligente como obeso, me dio ligeras lecciones sobre autores
que eran imprescindibles, y entre ellos, citó con gran interés a los rusos.
Empieza por Chejov, -me dijo- es el mejor cuentista del mundo. Por aquel
tiempo solo estaban editadas sus obras mayores, y siguiendo su consejo, leí “La Gaviota”, seguido de “El
jardín de los cerezos”. Como suponía, magníficas las dos, aunque me quedó el
recuerdo de los cuentos de los que Neville me habló. De pronto en Madrid
encuentro en el Teatro La
Latina, una puesta en escena de algunos cuentos de su
juventud, cuando firmaba como Antoshe Chejonte. La obra a la que han titulado,
creo que sin acierto “Atchús”(imagino por cuestiones de marketing, para atraer
publico) la interpretan Héctor Alterio, Malena Alterio, Adriana Ozores, Enric
Benavente y Fernando Tejero, y aunque la carcajada llega pronto y te domina, lo
maravilloso es el diálogo entre sus personajes y lo que cada uno de ellos
representa en el mundo real y pequeño en el que viven. Como una fantástica oda
a la mediocridad del hombre corriente al que las circunstancias le obliga a
realizar actos que le superan. Las situaciones un tanto especiales en que se
ven inmersos y revueltos unos con otros dan lugar a desternillantes momentos en
los que la risa es desbordante entre el público.
Insuperable Anton Chejov como cuentista-dramaturgo,
magnífico su lenguaje y sus frases sentenciosas. Un placer la actuación de
Alterio, Ozores, y los demás. Pasé la noche recordando escenas, riendo y
analizando las posibles intenciones del famoso ruso. Si tienen ocasión, no se
la pierdan.
Otra recompensa a los 40º de asfalto fue la
visita al Museo Thyssen, para ver la exposición itinerante dedicada a Zurbarán.
Conocido esencialmente como el pintor retratista de monjes, extremeño, nacido en Fuente de Cantos (Badajoz), es un genio a la
hora de plasmar los pliegues de hábitos y vestuario religioso con un realismo
tan perfeccionista como bello. Crees por un momento que el tejido está presente
en ellos y podrías palparlo si te permitiesen poner los dedos encima.
Francisco Zurbarán fue pintor del Siglo de
Oro español, amigo personal de Velázquez, y dejó escrito que admiraba a
Caravaggio tanto que no le extrañaba que se notase en sus cuadros la
influencia. Tal vez el claroscuro de Zurbarán difiere del italiano en que sus
tonos son más ácidos.
Pintó una serie de monjes y santos, la
mayoría por encargo y muchos de ellos están hoy en museos de Norteamérica, como
el espléndido Cristo en la Cruz,
actualmente en el Museo Central de Chicago y San Serapio en el de Connecticut.
Todos los expuestos en el Thyssen provienen de lugares diversos, reunidos ahora
para esta exposición monográfica. Me encantaron sus Naturalezas Muertas, tan
diferentes del resto y tan vívidas. Pero puestos a elegir, creo que es
insuperable el titulado “San Francisco arrodillado con una calavera”, que viene
prestado de Munich.
El pintor que siempre estudiamos como el de
“los pliegues de hábitos y trajes medievales” me ha resultado, además, un
inmenso creador de rostros con terrible expresividad, en los que lo religioso
está mezclado con el dolor y a veces, con el placer humano.
Es increíble lo que aquellos pintores del
XVII fueron capaces de hacer a la hora de coger un lienzo y transformarlo en
inalterables figuras que cuatro siglos después conmueven y emocionan, aunque no
seas un experto. La trágica resignación que destila el rostro de Santa Ägueda, presentando sus pechos arrancados
por ser cristiana, es una muestra que ninguna foto actual podría señalar mejor.
Un prodigioso encuentro con dos genios muy
distintos y quien sabe si complementarios en algunas de sus intenciones. Un
viaje capitalino fértil a pesar del calor sofocante. Por fortuna, para algunos
la cultura posee añadida un efecto refrescante.
Ana María
Mata
Historiadora
y novelista