Juan
J. Rousseau en su magnífico libro « Ensoñaciones de un paseante
solitario » da a conocer una forma nueva de recorrer ciudades y campos
haciendo de ello un ejercicio no solo físico sino también filosófico y espiritual.
Transformándose en “flâneur”, que es el apelativo francés del término, aconseja
que no sean solo los pies quienes realicen el esfuerzo, por el contrario, que
todos los sentidos del cuerpo participen, añadiendo el órgano principal, el
cerebro en sus múltiples y variadas manifestaciones.
Igualmente
Patrick Modiano, reciente Premio Nobel, dedica una gran parte de sus libros al
recorrido exhaustivo de París, calle por calle, barrio a barrio, con su gente y
meticulosas descripciones de rincones que habrían quedado en el olvido de no
ser por la belleza de novelas como “Calle de las tiendas oscuras” o “La Plaza de la Estrella”.
El
último de los leídos fue el genial y tristemente desaparecido Bolaño, que en su
libro de poemas “Tres”, describe en el primero “Prosa de otoño en Gerona”, como
una ciudad, puede embellecerse tanto con una mirada amante aunque crítica, como
la mujer a la que amamos y de la que idealizamos sus defectos.
Excelsos
paseantes que dignifican y ennoblecen el rutinario (aunque tan aconsejado para
la salud) caminar porque al hacerlo no fue su meta el reloj ni la cantidad de
metros o kilómetros; paseaban reedificando en su interior los lugares pisados y
reconstruyendo su historia y la memoria oculta de sus piedras.
Si
las piedras hablasen, si los adoquines tuviesen voz y los empedrados relataran
todo lo que almacenan en las junturas de su amalgama, quizás quedaríamos
sorprendidos por sus relatos hasta llegar a niveles de éxtasis o de miedo. Los
pueblos se forman cuando sus piedras adquieren el suficiente número de pisadas
humanas que hacen falta para que en ellas se introduzca el alma que va a
configurar su esencia personal y única.
Todos,
por pequeños que sean, hablan en sus calles y plazas, en sus esquinas y
balcones, en tejados y patios. Hay que detenerse porque aunque algunos escondan
dramas y hasta sangre, no les enseñaron a gritar. Su sonido guarda semejanza
con el susurro.
Algunos
paseos por las calles internas de nuestro pueblo fueron el detonante de las
digresiones que acabo de escribir. Me llevaron a las líneas de Modiano, de
Bolaño o Rousseau, porque tal vez ellos me enseñaron mejor a mirar. A escuchar,
a sentir.
Los
historiadores clásicos dicen que se llamaba Iglesia del Santísimo Cristo de la Veracruz, pero para
nosotros es y será la Iglesia
del Santo Cristo.
Subes
la calle Ancha, tan de moda hoy, tan repleta de gente a todas horas, tan
hermosa siempre, con frondosas buganvillas rojas sujetando paredes como si en
lugar de flores para adornar cumpliesen la misión de arbotantes o muros de
contención, por lo poderosas. Con la grandeza que el siglo XIX le trajo todavía
existente en patios y balcones blasonados. El orgullo de aquellos primeros
burgueses acomodados que vivieron en ella gracias a sus bolsas llenas de
monedas de plata. Ahora restaurantes muy diversos abarrotan sus aceras y los
comensales miran al paseante con idéntica curiosidad con la que se sienten
observados.
Han
aprendido que Marbella no está solo en el lujo y glamour que tanta fama y tanto
daño han hecho a su identidad. Quieren conocer algo más que lo ofrecido por la
publicidad del tópico. Y pasean por sus callejuelas morunas, sin sol,
laberínticas, estrechas y llenas de frescura. Su exceso comercial no reduce el
interés de su trazado, la idea de lo que es, pero igualmente de lo que fue en
una vida anterior.
Llegas
a la Iglesia
y Plaza del Santo Cristo. Siglo XV al XVI, tal vez la segunda ermita cristiana construida
después de la de Santiago, en la
Plaza de los Naranjos. Dos campanarios, una sola nave,
destruida en el 36, reparada y con culto hoy. Preside la Plaza del mismo nombre.
Amplia obertura donde descansar tras la subida desde calle Ancha. Y de golpe,
en su esquina derecha, el paseante descubre lo que había olvidado después de
tanto tiempo. Un ensamblaje peculiar. Una escena de cine o literatura poética. El
regalo de la intemporalidad. Cuatro o cinco mujeres de edad indefinida
parlotean sentadas en sus sillas de enea mientras observan con el rabillo de
ojo lo que a su alrededor ocurre día tras día. Viven en la casa de la esquina,
cada una en una habitación o dos, seguramente ya solas, el nido vacío que
llaman, son amigas, comadres, reliquias del ayer que subsiste en sus trajes, el
ganchillo en el pelo, las batas abotonadas en gris o negro, semejantes en sus
risas y gestos, desdentadas algunas, la espalda curva y las manos reumáticas.
Hablan,
ríen y no pierden puntada de la
Marbella de sus nietos, la cantidad de pantalones cortísimos,
rotos a placer, de mujeres enjoyadas, de gente con el palito haciendo fotos. No
saben que idioma hablan pero se dejan fotografiar. Les gusta ser objeto de
atención. Sonríen al, y del forastero. Mientras haga calor seguirán con sus
sillas en el rincón de su plaza.
Solo
las piedras podrían contar cuantas mujeres y hombres han pisado el polvo de esa
plaza, han sufrido junto a la
Ermita, han reído y llorado, han creado un trozo de la
historia humana de un pueblo elegido. El ayer y el hoy ensamblados en un
momento que recuerdo como muy especial.
Ana María
Mata
Historiadora
y novelista