Al escribir en las semanas anteriores sobre la mujer trabajadora hubo un momento preciso en el que algo –un click involuntario- estalló en mi mente cual mandato interno expeditivo que me ordenaba el título y casi el contenido que ahora tienen impreso en las letras del periódico. El cerebro tiene sus razones que el corazón no comprende (pobre de mi, si me leyese Pascal) y debido a ello me encuentro frente al ordenador dispuesta a obedecer al amo, que es, en el fondo, quien dirige nuestras vidas.
Lo peor de opinar sobre asunto alguno es estar inmerso en él, máxima infalible que no solemos tener en cuenta y puede llevarnos a la más absoluta parcialidad al menor descuido. A pesar de ello, creo que el tema de hoy se presta más a lo sensible que al logos, por lo que creo más conveniente que, para comenzar, lean ustedes lo de Pascal como él realmente lo dijo, ya que los filósofos, si encima son franceses, siempre dan en el clavo.
¿Hace falta decir que convertirse en abuela es algo inexplicable que la vida regala cuando ya ha dejado de enviarnos mariposas al estómago, suspiros de espera o placenteros y afrodisíacos sueños?...todo eso y mucho más se transforma en alforjas del pasado frente a una criatura real, tierna, pequeñísima, sonrosada y llorosa que al tomar por primera vez en nuestras manos hace que derramemos, involuntariamente, lágrimas de felicidad.
Imagino que en la desmesura de sensaciones que aparecen por vez primera, hay quizás un reflejo inconsciente de la antigua maternidad, una repetición cotidiana de momentos vividos con anterioridad pero que nos resultan imperecederos. Ser abuela es un poco de muchas cosas: reconocimiento sin trauma de haber dejado atrás una juventud más o menos aprovechada; gozo de ver repetido en los hijos el milagro de la vida; posibilidad de sentirse de nuevo útil y necesaria; complicidad física de la genética (se parece al abuelo, al padre..) más el aire vocinglero y alegre que las pequeñas vocecillas introducen en las ya silenciosas casas de los mayores.
Podría rellenar páginas enteras con descripciones de un sentimiento universal que no necesita, por otra parte, demasiada explicación. Quien lo vivió lo sabe, como dicen los poetas que ocurre con el amor.
Y sin embargo, no quiero excluir de estas líneas las particularidades que a lo largo del tiempo han modificado el concepto de abuela/nietos en la vida cotidiana de la España en que vivimos. En el siglo XIX, por ejemplo, las abuelas morían tan jóvenes por lo general, que pocas tenían la suerte de conocer y disfrutar de los hijos de sus hijos. Aquellas que alcanzaban lo que para entonces era longevidad alta -60 años de media- vestían y se comportaban de una forma que todos aceptaban como la de una anciana, aquejada habitualmente de una de las muchas enfermedades por entonces incurables. Se les buscaba un rincón confortable donde pudiesen descansar sentadas en la mecedora de rigor, y desde ella exhalaban suspiros profundos, a la vez que intentaban contar casi en solitario los terribles sucesos acaecidos en alguna parte de la España profunda.
Llegado el siglo XX, las cosas comienzan a cambiar para unas abuelas cuyo índice de mortalidad está en los 80 años de media y sus enfermedades van remitiendo con la ayuda de antibióticos y una mayor salubridad. Sus hijas van poco a poco incorporándose a la vida laboral y como consecuencia los nietos empiezan en primer lugar a disminuir de número por familia, y en segundo a crear conflictos relacionados con los horarios del trabajo materno. Es aquí donde la nueva abuela aparece con un protagonismo desconocido que irá en aumento a medida que el siglo y sus novedades vayan pasando página.
La abuela, por otro lado, no siente la decadencia física de su antecesora, sino por el contrario, tiene a su alcance medios más que suficientes para renovar su aspecto día a día, al mismo tiempo que su mente estimulada por el entorno, prosigue con la curiosidad propia de una joven: quiere hacer cosas que no pudo hacer antes, disfrutar de sensaciones que no llegó a sentir, viajar, leer, hacer deporte…así hasta un etcétera que, en algunos de sus puntos extremos podría llegar incluso a escandalizar a algún lector gazmoño. Este criterio que alguien puede tachar de individualista es, a pesar de ello real en cantidad de mujeres que sienten que tienen vida propia, saben que la pueden administrar y darse gustos sin recurrir a la voluntad de nadie.
No hay duda, sin embargo de que lo principal es, que su presencia en la vida de los nietos mantiene vigentes los valores familiares que ninguna empleada, por muy eficiente, puede reemplazar. Pero este cambio de rol que el siglo XXI viene aumentando exageradamente, ha instalado con él una amenaza que los médicos creen que va camino de convertirse en pandemia peligrosa. No quisiera utilizar la denominación exagerada de “Síndrome de la abuela esclava” que algunos autores han puesto de actualidad y que al parecer afecta a mujeres maduras sometidas a una sobrecarga física y emocional. Lo hago porque no se me ocurre otro mejor para expresar los trastornos que experimentan las abuelas que o bien se hacen cargo de sus nietos para que sus hijos trabajen tranquilos o se niegan a hacerlo de manera continuada para preservar cierta autonomía. Si se atreven a lo segundo, el sentimiento de culpa ocupa idéntico lugar que el esfuerzo físico y mental del primero.
Expongo la realidad de lo que significa ser abuela en 2011 para que los hijos no olviden un hecho obvio y evidente: la vida evoluciona para todos y la abuela actual no es ya la viejecita obsoleta que antes se consideraba algo así como un muy querido mueble antiguo.
¡Ah! Una cosa que no deseo olvidar: Acuérdense por favor de que no servimos (ni lo deseamos) como educadoras. Estamos con nuestros nietos para disfrutarlos y si llega el caso, mimarlos un poco. Esa es nuestra suerte. Esa es nuestra alegría.
Ana María Mata
Historiadora y novelista