14 de julio de 2013

ALABANZA DEL PUCHERO Y LA “PRINGÁ”



(Artículo publicado en el diario SUR el 11 de julio de 2013)
No solo Proust, todos tenemos una magdalena especial cuyo olor y sabor nos conduce, en movimiento retroactivo de las neuronas, a un instante del pasado que nos conmovió en lo más hondo y nos hizo llegar incluso a las lágrimas. Somos al fin y al cabo lo que la memoria nos devuelve, y ya sabemos que dicha señora es enormemente selectiva.
Hace pocos años, una mañana cualquiera de principios de verano paseaba tranquila por el camino que, desde la Alameda, lleva a la playa, y que en mi niñez lo ocupaba la tapia trasera de la casa de los Lavigne a la derecha, y un solar vacío donde se instalaba el circo, a la izquierda. Sendero habitual para llegar al mar en los veranos de mi infancia, a un tiro de piedra, como si dijéramos de la librería, mi hogar de entonces.
 Al llegar a la encrucijada donde en aquel tiempo se encontraba la serrería de la familia Marino Villar, de una de las ventanas del hoy imponente edificio Mediterráneo, una radio encendida a todo gas dejaba oír la voz de Juanito Valderrama cantando su entrañable y vieja canción “El emigrante”. Al mismo tiempo, unos pasos más abajo, el hueco de una cocina expandía el olor inconfundible de un puchero con su correspondiente hierbabuena. Por unos minutos el tiempo se detuvo y un golpe de emoción incontenible arrebató a mi modesta  persona del presente para llevarla a otras mañanas del pasado donde alguien que se parecía a mi – con trenzas, alpargatas con cintas y un trozo de corcho para flotar- bajaba igualmente hacia la playa y en ese mismo lugar, sonaba Valderrama con su nostalgia de emigrante a la vez que hasta mi olfato llegaba el conocido olor y hasta sabor de un puchero con hierbabuena. La única diferencia consistía en que donde hoy se alza el mazacote del E.Mediterráneo había una mujer morena lavando ropa en una pila de piedra mientras tarareaba con afán siguiendo la melodía de  “El Emigrante”, y cerca de la serrería estaba la casa de Roque, el basurero del pueblo
Varias veces coincidimos la mujer, Valderrama y servidora con el olor de un caldo que prometía saber a gloria. Siempre volvía  de la playa con la esperanza de encontrarme el plato de puchero ante mi mesa, cuyo sabor ya casi habían experimentado mis pupilas gustativas de antemano.
Recuerdo esos momentos como únicos, y aunque se que los he mitificado hasta casi la sublimidad, no he logrado eliminar la magia del ensamblaje entre canción, paladar, y mujer que lava entre macetas de flores.
Quizás por ello, esa comida tan nuestra de “diario”, el puchero y su “pringá”, sigan estando entre mis almuerzos preferidos, y el paso de los años solo ha conseguido aumentar el placer de saborear cada cucharada de caldo blanco con fideítos, arroz o pan, y una rama de hierbabuena flotando entre sus garbanzos y patatas.
Nada ha sustituido el momento en que con un pedazo de pan el tocino y la carne adquieren la categoría de masa al aplastarlo varias veces y después llevarlo a la boca.
Sé que no alcanza en los actuales varemos de refinamiento culinario renglón alguno. A nadie se le ocurre dar un plato de puchero a un invitado de categoría. Allá en el norte sonríen con ironía cuando pides un trozo de “añejo” y de pollo para un puchero como Dios manda. ¡Qué sabrán ellos!...desconocen los muchos estómagos delicados que ha llegado a curar y las excesivas familias que salvaron su hambre de postguerra (en Málaga, al menos), gracias al caldito milagroso que, transmitido de generación en generación ha llegado hasta hoy y nos acompaña una vez por semana como amigo inseparable.
En los tiempos que vivimos, donde la cocina se ha transformado en arte para algunos, y en valor de cambio mercantil para tantos a fuerza de no saber lo que comes por muchos intentos que hagas por adivinarlo; sabores encontrados, contrastes que el paladar agradece y también puede llegar a abominar. Cuando cocinar no es solo alimentar un cuerpo para hacerlo sobrevivir, como tuvieron que hacer nuestras abuelas y algunas madres, junto al aceite de hígado de bacalao y demás potingues, escribo estas líneas para alabar ese puchero que acompañó a la época de nuestro crecimiento, que  nunca sentaba mal y olía a manjar celestial.  Aconsejo tomarlo junto a  un rescatado disco de “El Emigrante”, de Juanito Valderrama.
Ana  María  Mata 
Historiadora y novelista 




     

3 de julio de 2013

QUERIDO Y HONORABLE ANTONIO


(Artículo publicado en el diario SUR el 27 de junio ded 2013)

De una manera lógica y racional debería empezar escribiendo  una glosa acompañada de felicitaciones dirigidas al nuevo premio Príncipe de Asturias de las Letras, que como saben ha recaído en el escritor ubetense Antonio Muñoz Molina.
Pero adelanto que estas líneas no pueden ni quieren ser escritas solo desde el cerebro, y que en algún momento la víscera central  es posible que me juegue una mala pasada.
Y es que, verán, Muñoz Molina -¡oh atrevimiento!-  es para esta escritora su amor platónico literario desde que un día, feliz, el destino hizo llegar a mis manos la segunda de sus novelas que bajo el título de “El  invierno en Lisboa” consiguió el premio Nacional de Literatura , a la edad de 31 años.
Para entonces algunos afortunados conocíamos sus artículos en periódicos como El Ideal de Granada, que fueron recopilados en  “Diario de un Nautilus y “El Robinson Urbano”. Antonio era un joven funcionario residente en Granada con aspiraciones de escritor, tímido, desconocido y con su brillantez de vocabulario, su sintaxis casi perfecta y el encadenamiento personal de frases, guardado en lo profundo de un cerebro fuera de serie. Sería el poeta catalán Pere Gimferrer quien lo descubriría y en una especie de rapto mental nos regaló el contenido de su obra  desde “Beatus Illae, la primera novela, hasta el día de hoy.  
Sus obras son tan conocidas y premiadas que no gastaré líneas en nombrarlas, diré tan solo que la última “Todo lo que era sólido” es por ahora el colofón de una etapa tan modélica como deliciosa para sus lectores. También para él, que con 39 años fue elegido Académico de la Lengua, el primero a esa temprana edad.
Y además está el hombre, la persona que escribe,  cuyos valores humanos sobrepasan –y ya es difícil- su literatura. Sus orígenes humildes en una Andalucía agraria pobre debieron labrar el carácter recio y firme que proyecta en sus actos. El vocablo que mejor lo define se llama “Coherencia”. Extraña palabra en el mundo actual y mucho más en el de los elegidos por la fama. “Honestidad” sería otra que nos daría un retrato fiel  de este hombre barbudo de media sonrisa, cuyo acento jienense sobrevuela a veces por entre las palabras de quien es profesor de Universidad en Estados Unidos y fue uno de los directores del Centro Cervantes de Nueva York.
Curriculum excepcional en el que sin embargo no aparece la virtud que llegó a hacer flotar en las nubes a esta pequeña escritora local. Antonio escribe de fábula, maneja el idioma como pocos, los temas son de alto interés, las metáforas precisas…cierto, pero hay algo que no suele comentarse por pudor (del comentarista) y es que, además de lo anterior, Antonio escribe “bonito”. Y eso ya no entra en los cánones habituales de lo literario, pero es una verdad como un templo y digo sobre ello, como Lope de Vega sobre el amor, “quien lo probó, lo sabe”.
 Una mañana, cuando faltaban unos meses para que le diesen el Nacional de Literatura, me encontré con Antonio en Baeza en unos Cursos Universitarios. Tomaba el desayuno con el poeta García Montero. Unas mesas más allá en el célebre restaurante “Juanito”, servidora bebía distraída su café cuando me percaté de la presencia de ambos. García Montero se ausenta y un atrevimiento sin límites me lleva a saludar y hasta sentarme junto al autor de Diario de un Nautilus y de El Invierno en Lisboa. Como quinceañera vulgar, enrojecida, sin duda torpe, mi osadía tuvo un regalo inesperado : Antonio me invitó a un nuevo desayuno juntos y a charlar sobre sus anhelos, la “suerte” de que lo hubiese leído Gimferrer, y como aperitivo, preguntar por “esa Marbella tan compleja de la que todos hablaban”.  Dijo que era un lujo para él que lo hubiese reconocido entre tantos catedráticos de postín; aplacó mis nervios con un abrazo y me despidió con una sonrisa que guardo hasta hoy.
Santos S. de Villanueva, crítico literario por excelencia ha dejado dicho que Muñoz Molina es “un escritor necesario”. Perfecta definición.
Lean sus libros, por favor, y entenderán la exaltación sincera de mi gozo. Felicidades al ya honorable Antonio.
Ana  María Mata 
Historiadora y novelista