(Artículo publicado en el diario SUR el 11 de julio de 2013)
No solo Proust, todos tenemos una magdalena
especial cuyo olor y sabor nos conduce, en movimiento retroactivo de las
neuronas, a un instante del pasado que nos conmovió en lo más hondo y nos hizo
llegar incluso a las lágrimas. Somos al fin y al cabo lo que la memoria nos
devuelve, y ya sabemos que dicha señora es enormemente selectiva.
Hace pocos años, una mañana cualquiera de
principios de verano paseaba tranquila por el camino que, desde la Alameda, lleva a la playa,
y que en mi niñez lo ocupaba la tapia trasera de la casa de los Lavigne a la
derecha, y un solar vacío donde se instalaba el circo, a la izquierda. Sendero
habitual para llegar al mar en los veranos de mi infancia, a un tiro de piedra,
como si dijéramos de la librería, mi hogar de entonces.
Al
llegar a la encrucijada donde en aquel tiempo se encontraba la serrería de la familia
Marino Villar, de una de las ventanas del hoy imponente edificio Mediterráneo,
una radio encendida a todo gas dejaba oír la voz de Juanito Valderrama cantando
su entrañable y vieja canción “El emigrante”. Al mismo tiempo, unos pasos más
abajo, el hueco de una cocina expandía el olor inconfundible de un puchero con
su correspondiente hierbabuena. Por unos minutos el tiempo se detuvo y un golpe
de emoción incontenible arrebató a mi modesta
persona del presente para llevarla a otras mañanas del pasado donde
alguien que se parecía a mi – con trenzas, alpargatas con cintas y un trozo de
corcho para flotar- bajaba igualmente hacia la playa y en ese mismo lugar,
sonaba Valderrama con su nostalgia de emigrante a la vez que hasta mi olfato llegaba
el conocido olor y hasta sabor de un puchero con hierbabuena. La única
diferencia consistía en que donde hoy se alza el mazacote del E.Mediterráneo
había una mujer morena lavando ropa en una pila de piedra mientras tarareaba
con afán siguiendo la melodía de “El Emigrante”,
y cerca de la serrería estaba la casa de Roque, el basurero del pueblo
Varias veces coincidimos la mujer, Valderrama
y servidora con el olor de un caldo que prometía saber a gloria. Siempre volvía
de la playa con la esperanza de
encontrarme el plato de puchero ante mi mesa, cuyo sabor ya casi habían
experimentado mis pupilas gustativas de antemano.
Recuerdo esos momentos como únicos, y aunque
se que los he mitificado hasta casi la sublimidad, no he logrado eliminar la
magia del ensamblaje entre canción, paladar, y mujer que lava entre macetas de
flores.
Quizás por ello, esa comida tan nuestra de
“diario”, el puchero y su “pringá”, sigan estando entre mis almuerzos
preferidos, y el paso de los años solo ha conseguido aumentar el placer de
saborear cada cucharada de caldo blanco con fideítos, arroz o pan, y una rama
de hierbabuena flotando entre sus garbanzos y patatas.
Nada ha sustituido el momento en que con un
pedazo de pan el tocino y la carne adquieren la categoría de masa al aplastarlo
varias veces y después llevarlo a la boca.
Sé que no alcanza en los actuales varemos de
refinamiento culinario renglón alguno. A nadie se le ocurre dar un plato de
puchero a un invitado de categoría. Allá en el norte sonríen con ironía cuando
pides un trozo de “añejo” y de pollo para un puchero como Dios manda. ¡Qué
sabrán ellos!...desconocen los muchos estómagos delicados que ha llegado a
curar y las excesivas familias que salvaron su hambre de postguerra (en Málaga,
al menos), gracias al caldito milagroso que, transmitido de generación en
generación ha llegado hasta hoy y nos acompaña una vez por semana como amigo
inseparable.
En los tiempos que vivimos, donde la cocina
se ha transformado en arte para algunos, y en valor de cambio mercantil para
tantos a fuerza de no saber lo que comes por muchos intentos que hagas por
adivinarlo; sabores encontrados, contrastes que el paladar agradece y también
puede llegar a abominar. Cuando cocinar no es solo alimentar un cuerpo para
hacerlo sobrevivir, como tuvieron que hacer nuestras abuelas y algunas madres,
junto al aceite de hígado de bacalao y demás potingues, escribo estas líneas
para alabar ese puchero que acompañó a la época de nuestro crecimiento, que nunca sentaba mal y olía a manjar
celestial. Aconsejo tomarlo junto a un rescatado disco de “El Emigrante”, de
Juanito Valderrama.
Ana María Mata
Historiadora y novelista