(Artículo publicado en el periódico Tribuna Express el 27 de diciembre de 2013)
Algunos me llamarán antigua y fuera de foco
cuando lean estas líneas. No me importa, lo acepto desde el principio y no por
ello voy a dejar de escribirlas. Estoy cansada de hablar del momento actual.
Harta de escuchar en labios de Rajoy el
rollo de los brotes verdes y que nos estamos recuperando o en los de Susana
Díez el de la transparencia. No digamos de la estereotipada sonrisa de Mas como
la del guapo que cree ser y el iluminado a partes iguales. Del tan celebrado
humor borbónico del rey, la no imputación de su hija menor y la elegancia
hierática de su nuera. Harta de que me quieran convencer de la honradez de
Cándido Méndez y los suyos, de la altanería provocativa de Blesa mientras las
“preferentes” dejan sin ahorros a gente normal, sin yates, trofeos de caza y vacaciones en las Bahamas. Del indulto que
piden Del Nido y Ortega Cano. De jueces y fiscales que se llevan la contraria,
ellos sabrán por qué. Harta del famoseo
y las celebridades. De que nos tomen por tontos tan descaradamente y lo hagan
en doscientos mil medios, digitales o no. Diría, si me fuera posible aquello
que Quino puso en labios de Mafalda : “Paren el mundo que yo me bajo…”me
bajaría al menos de este país por un tiempo indefinido. Lo digo de verdad.
No encuentro otra forma de contrarrestar el
hastío que hacer memoria en unos días tan particulares. Memoria lejana que
alcanza la friolera de dos mil años atrás. A partir del momento en que comienza
nuestro calendario. Sea o no exacta la
fecha, aquel diciembre en el que tuvo lugar el acontecimiento por el que ahora
formamos tanta algarabía, tanto gasto y tan exagerada frivolidad. El nacimiento
de un pequeño en una familia más bien pobre de Nazaret. En el interior de una
cueva y con menos acompañantes de lo que el fervor popular nos ha ido contando
desde entonces.
Un niño para quien nadie de los que hubiesen
estado presentes habría diagnosticado un futuro distinto al resto de los
hebreos nacidos por las mismas fechas. Ni siquiera los Magos, reyes o no, por
mucha estrella que brillase destacada.
Y sin embargo, dos mil trece años después, a
ese aniversario y con el nombre de Navidad, la mitad o más del planeta dedicamos
las fiestas más célebres, largas, y si queremos, copiosas. El frenesí de luces,
música, regalos, viajes,… etc esconde y casi oculta, a veces el origen de todo
ello, acostumbrados como estamos a materializar y comercializar hasta lo más
íntimo.
Es necesario reivindicar el por qué de que
exista la Navidad
especialmente para que los niños de hoy aprendan que Papa Noel, Santa Claus,
árboles y obsequios no son sino la
exteriorización moderna de un momento cumbre en la Historia del hombre. Que
festejamos el nacimiento de Jesús porque ha sido el único personaje histórico
que no ganó batallas, no fue rico o poderoso, político o presidente de nada.
Que para los creyentes significa la reencarnación humana de un Dios que hasta
entonces se había mostrado en exceso justiciero pero poco amable. A partir de
Jesús, la que algunos teólogos llaman “filosofía de Cristo” pudo cambiar la faz
de la tierra, y a ratos lo hace con aquellos que siguen sus enseñanzas y
aplican parecidas maneras en su periplo vital.
No conocemos bien el sentido de cuanto dijo e
hizo porque nos ha llegado sesgado y traducido a ceremonias repetitivas, a un
exceso de forma y adornos en lugar de análisis profundo de una doctrina llamada
Evangelio igualmente teñida de la púrpura eclesiástica correspondiente.
El hombre que se llamó Jesús pretendía una
revolución interior que favoreciera la vida en la tierra, ensalzó el amor hasta
límites altísimos y quiso hacernos felices sin ambiciones materiales excesivas.
Tal vez después de los primeros cristianos
llegaron otros a los que la concordia les pareció aburrida y crearon
jerarquías, mandos, valores distintos y
motivaciones nuevas que necesitaban la excitación de guerras, cruzadas, luchas
y poder. El tiempo ha expresado con hechos el resultado de abandonar el camino
que el Nazareno nos mostrara.
Pero sigue incólume para quien quiera conocerlo
el mensaje más bello jamás pronunciado por alguien. Por ese mensaje es
necesario reivindicar el sentido primero de lo que llamamos Navidad y mostrar
auque parezca menos moderno, a nuestros hijos y nietos, que tras el celofán, el
cordero y los regalos múltiples, estamos celebrando el nacimiento del único
Hombre que ha justificado al hombre.
Ana María
Mata
Historiadora y novelista