Debo sonreír obligatoriamente al
pensar como cambian las cosas al mismo tiempo que nosotros cambiamos con ellas.
Cuando era adolescente recuerdo la forma tan explícita que existía para
informarse del tiempo que iba a hacer en los días e incluso en los meses
siguientes. Tal vez haya uno al menos de quienes me lean que recuerde la figura
honorable de un monje con hábito marrón (capuchino o franciscano) que llevaba
en su mano una barita y sobre la espalda un capuchón abultado. Todo ello
enmarcado en una lámina de cartón troquelado que solía colocarse en las cocinas
de las casas. Si el tiempo era o iba a ser bueno, el monje se despojaba de la
capucha y su barita, en alto, indicaba la temperatura. Si amenazaba lluvia o
frío, por arte de magia el religioso tapaba su cabeza y bajaba la barita con
aire compungido.
Lo crean o no, rara vez se
equivocaba el monje en sus movimientos, y por mucho sol que alumbrase, si
decidía cubrirse la cabeza, con seguridad absoluta que pronto empezaría a
llover. Era simpático el frailecito de entonces, que de existir hoy sería, sin
duda una afamado metereólogo.
Tenemos hoy tantos medios de
conocer el tiempo y tantos nombres que darle ,que basta un teléfono móvil para
saber si en un mes podemos tumbarnos al sol o preparar el necesario paraguas. Las
ciencias, ya se sabe, adelantan que es una barbaridad.
Con este improvisado prefacio dedico estas
líneas a lo que también llamamos meteorología o climatología. Con ella a
cuestas, llevamos cerca de dos meses con un tiempo de perros. Visto desde
Marbella no es asunto baladí. Casi seis semanas con un sol insignificante y
huidizo, casi invisible, mientras hemos caído en manos de borrascas continuas,
de cielos plomizos y grises, de lluvias en espacios desiguales y un viento
huracanado y molesto a más no poder.
No estamos acostumbrados. O
mejor dicho, estamos tan acostumbrados a que nuestro querido astro rey
permanezca inamovible en el cielo que nos cubre, tanto, que esta infidelidad
inesperada y repetida, nos causa un trastorno especial. Es como si, desde nuestro
mal humor por la grisura ambiental le dijéramos que como puede hacernos esta
faena a quienes ya lo tenemos y lo consideramos de la familia. El no puede
fallarnos, porque de ser así…¿qué sería de nosotros?
Pregunta difícil. Respuesta más
difícil todavía. Porque es inimaginable una Marbella como la que hemos vivido
estas semanas anteriores Lo es por muchas razones. La primera porque es
necesario afirmar, con humildad, que la razón de ser de nuestro turismo, de
nuestra fama, es la climatología. No nos enfrasquemos, como hacemos a veces en
buscar causas legendarias y complejas del por qué de haber llegado hasta aquí y
seer lo que somos. El mérito es del astro que nos vigila en lo alto y a quien
los egipcios, con sabiduría llamaron dios Rá. Y de las consecuencias
climatológicas producidas por la singular urdimbre del mar y la sierra.
El hombre, nosotros, hemos
añadido ornamento y un poco de voluntad. Ornamento no siempre adecuado, a veces
incluso deplorable, pero del que hemos tenido la suerte de recibir el perdón.
Ya que todo es bello cuando la luz nos inunda y el calorcillo se siente en la
sangre. Y todo es triste en la oscuridad.
Como reflexión, valdría la pena
añadir que nos faltan lugares, sitios y cosas que realizar cuando el cielo se
entristece. Que nos faltan museos, locales cerrados acogedores, cines, teatro y
distracción para los días de penumbra. Nos falta también, buen alcantarillado,
y nos falta, para el tiempo que viene, arena. Arena con mayúsculas con que
rellenar playas que hemos perdido en toda esta tristeza.
Esperamos que todo vuelva a sus
ser. Mientras, ya ven, el clima es nuestro eje central. Hasta sirve para
escribir este artículo mientras veo ondear mis árboles con un ulular
sospechoso.
Ana María Mata
(Historiadora y Novelista)