(Artículo publicado en el diario Marbella Express el 31 de agosto de 2011)
Mirándole a los ojos a través del improvisado casco espacial, sentado dentro de la caja de cartón –minuciosamente retocada y adornada durante toda la mañana– su mirada iluminada y con una emoción exultante, me abstraigo con recuerdos de mi infancia ya lejana.
Era un día de septiembre de principios de los ochenta. Estábamos pasando el día en la playa de la Tropicana, alternando entre baños, juegos en la arena y buceo alrededor del espigón. Éstos eran un gran atractivo para jovenzuelos rebosantes de energía y ansiosos de aventuras. Salvando las oquedades que se creaban entre las grandes escolleras y evitando los erizos, nos lanzábamos una y otra vez a un mar, calmado en el interior de la ensenada artificial o vigoroso hacia mar abierto. Con un arpón o tridente nos creíamos los reyes de los mares. Los había que preferían la pesca con chambel o caña y, equipados con el instrumento elegido, más anzuelos de repuesto, boyas y gusanos o masilla casera –también valían las lapas fuertemente adheridas a las rocas– pasaban las horas dando cuenta de sarguitos, doncellas o “viejas”.
Nuestras madres, entre charla y charla, levantaban de vez en cuando la mirada para cerciorarse de la ubicación de sus hijos. Se generaban nuevas amistades entre los veraneantes y nos prometíamos mantener el contacto vía postal.
Llegado el momento, tocaba el turno de pedir unas pesetas para, bien resguardadas en los tubos hermético de nuestros colgantes, acudir a los toboganes que, por suerte, se encontraban a escasos metros de esta playa. Según la edad y la osadía de cada cual, te lanzabas boca abajo, boca arriba, del revés o como se te ocurriese. ¿No pasaban accidentes en esa etapa? No recuerdo alguno más allá de quemaduras de sol, picaduras de medusa o algún pinchazo con un erizo.
Tras el bocata de atún o chorizo y la reglamentaria digestión, si había suerte, nos dejaban dar una vuelta en hidropedal, ocasión que aprovechábamos para llegar hasta la siguiente playa, delimitada por su propio espigón. No era raro cruzarse con una bandada de peces voladores, o con la avioneta que lanzaba balones publicitarios.
Era otra época, con otro ritmo de vida. El verano suponía para nosotros, los más benjamines, nuevas experiencias y gran derroche de energía e imaginación.
Ahora, una vez completado el círculo generacional, veo en mis propios hijos la ilusión con la que disfrutan del periodo estival. Todo ocurre más deprisa, nos tomamos menos días de vacaciones, a los hijos los tenemos muy controlados e incluso ya no hay espigones en nuestras playas ni se ven peces voladores.
Vuelvo a ver a mi hijo y la aventura que se está montando con su caja de cartón - nave espacial. Me alegro de que sigan siendo los mismos niños que fuimos nosotros, nuestros padres o nuestros abuelos. Solo necesitan que les demos libertad en tiempo y creatividad; que les dejemos seguir su propio impulso natural. Rodeados de tecnología, consumismo y televisión digital, unas cuantas cajas de cartón serán suficientes para provocar su imaginación y, cual Luke Skywalker, montar una auténtica nave espacial desde la que contemplar el futuro que les vamos a dejar.
Arturo Reque Mata
Arquitecto