Han pasado treinta días. Quizás un poco más.
Y aquí seguimos en esta especie de internamiento, encerramiento, o como dicen
los más finos Confinamiento. Como quiera que se diga, lo cierto es que unos
cuantos millones de españoles tenemos la obligación de encerrarnos bajo techo,
el propio o aquel en el que estábamos en el momento de la orden.
Traigan a su memoria aquél slogan de antaño:
“Hogar, dulce hogar”y vocéenlo junto al oido de cualquier sujeto que lleve más de un mes tropezando
con la mujer, los hijos, y si me apuran con los suegros y abuelos, cada vez que
intenta dar un paso más allá del sofá, el baño o el dormitorio de una casa que
tal vez le pareció amplia y agradable cuando la compró y que ahora lleva camino
de mentalizarla como “cueva” o “agujero”.
Como dicen que los designios divinos son
insondables, me pregunto si no corresponderá la pandemia a una prueba muy
especial que algún demiurgo ha hecho surgir para que las familias se definan de
una vez y aclaren definitivamente el grado de afecto que les une más allá de la
rutinaria convivencia de siempre.
Nunca podíamos imaginar ser actores
protagonistas de esta especie de película o relato de terror que ensombrece a
Stefan King y supera a los más duros especialistas de todo lo negro que existe,
en el cine y en las letras. Icluidos los de la ciencia ficción con sus
extraterrestres y aliénigenas verdes como lagartos.
El llamado Corona Virus se mueve por el
planeta tierra con una soltura digna de
medalla olímpica. Ha agotado el suelo para los enterramientos y las UVI para
los que están a medio camino. Todo ello envuelto en una desorientación de
políticos y gobernantes que todavía no han podido elaborar la mascarilla idónea
ni el medicamento más seguro para un alivio inmediato.
Perdidos en una maraña de contradicciones el
ciudadano de a pie agradece la existencia en sus casas de balcones y ventanas
desde donde aplaudir cada tarde la eficacia y voluntad de los sanitarios. Es lo
único que poseen para evaporar por unos minutos de sus mentes la condena que
les rodea sin remedio.
Si el ánimo nos lo permitiera deberíamos
reflexionar sobre todo este drama infernal, con tal de extraer de él alguna
enseñanza para un futuro que, a pesar de la inestabilidad del presente,
queremos imaginar como posible.
Nunca seremos
ya los mismos, dicen sesudos psicólogos, y puede que tengan razón.
Ojalá aprendamos que un abrazo tiene más
valor que un cheque bancario. Que nuestro vecino es una persona cuyos valores
desconocíamos y debemos apreciar. Que no somos los dueños del planeta sino
simples peones al servicio de la naturaleza. Que tenemos un cerebro único pero
no siempre lo utilizamos para el bien común. Y que un invisible virus puede
acabar con millones y millones de seres que se creían imprescindibles.
Nos están dando una buena lección, dura, pero
poderosa. No hacen falta armas nucleares, ni marciales ejércitos preparados
para la batalla. No existen trincheras más peligrosas que las camas de un
hospital de contagiados. Un respirador vale más que una bomba atómica, una
mascarilla más que un fusil.
Cuando el desconfinamiento abra sus puertas y
salgamos de nuevo a lo que tantas veces hemos llamado aburrida monotonía
cotidiana, sería muy útil recordar las penurias actuales y encontrar belleza en
el repetido día a día.
Somos vulnerables casi como una mariposa de
estas bellísimas que nos visitan en primavera.
No olvidemos la lección.
Ana
María Mata
(Historiadora y Novelista)