Somos animales de costumbres, y como tal, entre mis favoritas se encuentra el momento de la mañana, a eso de las once, cuando acudo cada día entre semana a la Cafetería Manolo en los bajos del edificio “La Torre de Marbella”. Si está libre me gusta sentarme en la mesa del fondo, detrás de la columna, tal vez por eso de estar más apartado del “jaleillo” que se forma. Nada más verme entrar ya me tienen preparado el café con leche y el croissant, así que cojo el Marbella Express del día y le echo una rápida ojeada; especial placer siento cuando aparecen artículos de Juan Luis Gámez, Paco Moreno o Ana María Mata, pero en cualquier caso siempre encuentro algo que me entretiene ese momento café. No sé si a ustedes les pasa, pero a mí se me despiertan los sentidos y me entran ganas de expresar mis emociones; algunas veces simplemente realizo algún boceto en mi cuaderno de dibujo que siempre llevo en la bandolera, y otras me dejo llevar por los asuntos del día a día plasmando mis inquietudes en la típica servilleta de bar. En esta ocasión, me vienen a la memoria sendos artículos que he leído recientemente en diversos medios escritos. Uno me lo remitió por email un compañero arquitecto y corresponde a un artículo publicado el veintiséis de febrero en El Diario de Sevilla, donde el redactor del PGOU de Marbella, Manuel Á. González Fustegueras, bajo el título “PGOU de Marbella: urbanismo reparador” expone de manera breve y clara cuáles fueron los objetivos que se buscaron desde el primer momento y enumera las principales propuestas para “normalizar” nuestro municipio; leído así, tan resumido en unas cuantas líneas, parece hasta fácil todo lo que se ha debido hacer y negociar, aunque seguro que nada más lejos de la realidad. Será mejor o peor, pero jamás sería posible, y menos en asuntos urbanísticos y con legalizaciones de por medio, lograr la ovación de todo el público. Al menos hemos pasado página — y lo que es más increíble — Ayuntamiento y Junta se han puesto de acuerdo. Desde la euforia que ahora nos invade (y que no decaiga, que falta hace, pero siempre con los pies en la tierra) debemos reconocer los méritos de ambas instituciones, y queda demostrado que remando en la misma dirección se llega a buen puerto. Que sirva de precedente.
Pasando de la escala de los planes generales a la de la arquitectura residencial, otro compañero me envía un artículo propio donde plantea la relación de la arquitectura actual con la sociedad. Desde su reflexión se pregunta por qué el ciudadano de a pie sobrevalora, e incluso reclama, una arquitectura mimética de las construcciones clásicas cuando las circunstancias actuales en todos los ámbitos son absolutamente diferentes a las de entonces; personalmente recalcaría además la tremenda desproporción entre la escala de esos edificios originales y la de las copias deseadas. Nuestros referentes deberían estar en la arquitectura vernácula heredada tras el paso de los siglos y que ha sabido adaptarse a las necesidades del habitante sin más alardes que los que el propio entorno (social, climatológico, topográfico, etc) exigía y las propias necesidades funcionales de la familia. Esa arquitectura, por lo general exenta de adornos, ha ido siempre evolucionando e innovando a la par que la tecnología y los nuevos materiales, obteniéndose nuevos espacios, mejor aprovechamiento de la luz natural y mayor eficacia constructiva. Los arquitectos actuales no estamos planteando nada nuevo, pero tampoco deseamos desandar lo andado. La ambiciosa y codiciosa sociedad actual ha originado necesidades de notoriedad en la mayoría de ciudadanos y éstos ven en la imagen del clasicismo señales de “poderío”. Como expone este compañero mío, los arquitectos deberíamos aprovechar este momento de calma forzosa y hacernos portavoces del arte que conllevan nuestras construcciones. Tal vez deberíamos empezar por limpiar nuestra imagen de técnicos teóricos, inaccesibles para el ciudadano profano en la materia y transmitir conceptos básicos como la relación entre espacio y funcionalidad, volumen y luz, economía constructiva y mantenimiento, etc.
Haciéndolo extensivo a todos los ámbitos de la sociedad, no deberíamos desperdiciar este periodo de reflexión que nos ha tocado vivir para replantearnos los hábitos adquiridos y romper con lo establecido. Parece que no queremos ver más allá de volver cuanto antes a la época de bonanza económica sin valorar la calidad de vida que dejamos en el camino para lograr ese fin. Por suerte — o por desgracia según se vea — todavía estamos a tiempo de replantarnos nuestros valores.
Arturo Reque Mata