26 de agosto de 2013

ASÍ CONOCÍ A JEAN COCTEAU


(Artículo publicado en el Tribuna Express el 21 de agosto de 2013)

Estábamos tan ajenos a lo que iba a ser nuestro inmediato futuro, que a final de los años cincuenta todavía sacábamos las sillas a la calle las noches de verano y  hacíamos tertulia vecinal de una acera a la otra. Los churros los hacían Guillermo y Pura con el sudor de su frente cayendo sobre la harina mientras Rita vendía chumbos unos pasos más allá y Mariquita “la loca” venía desde Leganitos cada tarde con puñados de biznagas a dos o tres perras gordas cada uno.
El turismo fue tomando posiciones con guantes de terciopelo al principio, como un lord inglés que se acerca en silencio para otear el horizonte donde quiere instalarse. De ese modo callado y casi enigmático las primeras figuras destacadas e ilustres en el terreno artístico aparecieron por Marbella con el total desconocimiento de la mayoría de sus habitantes, quienes, como mucho, sentíamos curiosidad por lo diferente de su forma de vestir y algunas costumbres de horarios. El seiscientos en el que por entonces muchos se desplazaban desde su residencia veraniega a la ciudad, parecía igualarlos a todos, como lo hacía el idioma, que para nosotros era simplemente “extranjero”, sin matices de nacionalidades.
Y así, un día vimos a una mujer con faldas largas, grandes gafas oscuras, collares rojos y pamelas que medio ocultaban una melena cobriza. Llegamos a saber su nombre y que había trabajado en París con Coco Chanel en el mundo de la moda; también que era una gran bailarina, y que respondía por Ana de Pombo. Cuando abrió en pleno centro un salón de té, al que llamó “La Maroma” ya estábamos habituados a su estrafalaria vestimenta y a la gente tan variada como rara que solía acompañarla. Era amiga de Pepe Carleton, al que ya queríamos los que tuvimos la suerte de conocerlo desde su llegada de Tánger.
Fue Carleton, el entrañable Pepe, quien me avisó unos días antes de la llegada de un “muy importante hombre de las letras francesas”, que venía a pasar una temporada a casa de Ana de Pombo. “Vendré con él  a por los diarios” –me dijo, y por libros, no puede pasar sin leer”. En aquellos años teníamos en la librería diarios  y revistas franceses, pero no libros, al menos no tantos como el parecía necesitar.
Lo que más me llamó la atención del personaje fue el fuerte colorido de las flores de su camisa, el encrespado de su pelo blanco y unos ojos de intensa mirada que parecían escrutar cada rincón y cada persona junto a una aparente seriedad que le conferían un cierto aire majestuoso. A pesar de todo, confieso que era un turista más, creo que para todo el pueblo, un amigo de Ana de Pombo y Pepe, un bohemio quizás.
Cocteau entró en la librería rodeado de su corte habitual, Ana, Edgar Neville y Carleton. Miró hacia un lado y el otro, y al divisarme tras el pequeño mostrador me dijo con voz lenta y pausada: “Bonjour, mademoiselle. Enchanté de vous connâitre, ¿où sont les livres en francais ?... las pocas palabras que Rivera el maestro andaba enseñándome, se trabucaron en mi lengua a la par que Carleton me ayudaba a responder.
Fue el comienzo de varias visitas hasta que un día Pepe Carleton me preguntó si no me importaría llevar el enorme montón de periódicos a La Maroma cada día y los libros que el “ilustre señor francés” nos iba encargando. Gracias a Cocteau llegó a la librería la colección de Livres de poches que el solicitó. Pidió también algunas revistas literarias y sobre teatro y cine. Todavía yo desconocía la enorme relevancia que el personaje tenía entre sus contemporáneos en diversos campos del arte, y menos que además de novelista  era dramaturgo, director de cine y pintor. No imaginaba el éxito que algunas de sus obras escritas o en películas iban a tener más tarde en España, caso de “Opio”, por ejemplo.
Jean Cocteau me sonreía con amabilidad cuando recibía su paquete literario, y en los últimos días antes de marcharse, además de un gentil “mercí”, colocaba en mi mano unas chocolatinas buenísimas que recuerdo eran belgas.
Fue indagando sobre él en unos tiempos en los que los adolescentes y jóvenes cultivábamos una cultura literaria y artística muy escasa, entre los que, por supuesto, solo existían algunos clásicos españoles. No era el conocimiento amplio lo que más importaba al Sistema en funciones. Mucho menos si el artista no era católico, de buenas costumbres y un poco, al menos, fascista.
En La Maroma Cocteau realizó un panel para regalar a Ana que quedó impreso en las paredes del salón de té y cuya propiedad con el paso del tiempo supe que había sido vendido a la familia de Ignacio Coca. En él escribió, junto a dibujos flamencos de carácter surrealista, la frase siguiente, que traduzco del francés en el que fue escrita:
“Los españoles encierran sus bellezas entre rejas para que no se marchen jamás del país”, en referencia a las rejas del propio salón de Ana de Pombo
Volvió dos años más en invierno. Continuó siendo un gran cliente de prensa y libros. Para entonces yo había investigado lo suficiente sobre Cocteau para saber que teníamos como visitante a uno de los grandes sabios franceses. En afortunadas palabras de Alfredo Taján, “un acróbata del pensamiento”.
                           
Ana   María   Mata
Historiadora  y novelista

25 de agosto de 2013

CONTRA EL FANATISMO UN POCO DE BUDISMO



Las religiones han provocado muchas muertes y lo siguen haciendo. Más santa que Jerusalén pocas, y más sangre derramada en sus calles a lo largo de la historia imposible. Los periódicos están repletos de muertes entre chiíes y suníes, entre cristianos e islamistas. Hace unos días estallaban dos bombas en Beirut contra dos mezquitas suníes, dejando 42 muertos y 500 heridos, algo bastante frecuente en oriente próximo. Hay grupos o sectas religiosas como los talibanes, los judíos ortodoxos, creacionistas que hacen del fanatismo su bandera o, al menos, una parte de sus integrantes. Desgraciadamente en todos los tiempos este fanatismo de unos pocos ha impregnado a las sociedades a través de la religión, la política o cualquier manifestación de las ideas sirviendo de excusa para doblegar a la masa y a aquellas personas críticas contra esos bárbaros de la razón. En definitiva quizá una excusa para doblegar al “otro” por no ser igual que nosotros. Aunque también las religiones han sido una buena excusa en sí para la colonización, el expolio u otros motivos espurios.
Por eso las religiones al igual que los fanatismos me producen un poco de rechazo ya que vuelven a algunos hombres seres irracionales.  Respeto mucho a las personas religiosas y a algunas religiones, que saben respetar y promulgan con el ejemplo. Hay muchas, como los jesuitas u otras órdenes que están en las misiones y que llevan años haciendo una labor impresionante e invisible, por encima de su propia religión en mucha ocasiones y que cuestan muchos menos que muchos proyectos de desarrollo y de una forma más eficiente: conocen la zona, a su gente y se van a quedar ahí para siempre.
Yo no soy ateo, aunque lo fui en un momento, cuando desde que muy chico me dieron un capón con seis años en el colegio, en clase de catecismo, por contestar de forma incorrecta a la pregunta de dónde veníamos, -yo dije de un hospital- y la correcta era del paraíso. No paré de llorar hasta que llegué a casa y le pregunté a mi madre por estas incoherencias y lavados de cerebro. En sexto de EGB, pude por fin, elegir ética, ¡qué gran elección! ¡Cuántas cosas aprendí! Tampoco soy agnóstico (me parece un poco triste no creer en nada). No soy ateo porque no creo en ese Dios cristiano fruto de una iglesia de la edad media. No le tengo mucho respeto, no por mis prejuicios, sino por ellos. Creo que no se hacen respetar mucho con sus comentarios y acciones. Tampoco creo en un dios antropomorfo o un ser inteligente que nos observa desde ahí arriba. Pero “creo”, que es lo que se dice cuando no sé está seguro de algo. Creo que existe algo más allá de la materia que nos trasciende. Ya está. Ahí queda dicho.
Siguiendo con el mundo convulso de las religiones acordémonos del famoso cómic que salió en  una revista sueca donde Alá era el protagonista y el mundo islámico se vio agitado por tal agravio. Quizá eso nos pilla más alejado de nuestra cultura pero aquí cada vez que se ha rodado alguna película donde Jesucristo es protagonista principal como en «La Última Tentación de Cristo» o secundario como la del «Código Da Vinci» la iglesia católica realiza sus más enérgicas protestas contra lo que no deja de ser una interpretación personal del director o autor del libro llevado a la pantalla. Tenemos el caso del párroco americano que pretendía quemar un Corán reivindicando no se sabe qué y ante el que tuvo que interceder el gobierno americano y el mundo occidental por miedo a una posible ola de atentados o ataques contra los ejércitos instalados en países islámicos.
 En otra línea diferente tenemos el budismo, ¿alguna vez hemos visto al Dalai Lama protestar porque en las tiendas comerciales se vendan multitud de figuras búdicas o se utilice el nombre de Buda para discotecas, teterías, peluquerías, restaurantes chinos, música chillout o tiendas? También ha habido episodios violentos, en alguna rama del budismo, pero han sido raras.
La iconografía budista, fruto de la moda, nos ha inundado (la verdad es que esta moda está pasando su punto álgido), más porque vende o ayuda a vender productos o servicios que porque los budistas hayan establecido una secreta estratagema de “budismación” del mundo. Si una tienda en un centro comercial llenara parte de sus espacios de iconografía cristiana seguramente estaría condenada al más estrepitoso fracaso por más creyentes que hubiera en la ciudad, ¡claro! Hasta que esté de moda.
Y en esto hay que reconocer que el budismo, fuera de todo fanatismo, es una filosofía tolerante y abierta, a la que la mayoría de sus simpatizantes la abraza por pura curiosidad antes los textos que nos hablan de la “claraluz”, el “dharma” o el famoso “karma”. Puede que este sea su secreto para llevar más de dos milenios y medio de existencia y una clara expansión: enseñar sus conocimientos filosóficos desde el amor al conocimiento y nunca desde la imposición de una verdad. Y esta es quizá una receta aplicable a una buena educación. Mejor enseñar despertando la curiosidad y el pensamiento crítico que imponiendo cualquier dogma por científico o metafísico que sea.

Javier Lima

5 de agosto de 2013

CON AIRES DEL NORTE



Pensé que mi ordenador también necesitaba refrescarse y lo traje conmigo. Gracias a ello puedo seguir mi comunicación semanal con mis amables lectores y contarles, por ejemplo que en este pueblo de la otra punta del mapa, cuyo nombre sigue dándome algo de pudor escribir: Pechón, pero al que su estratégica situación le otorga una belleza y cualidades particulares, de vez en cuando el sol lo toma por asalto y entonces es un reflejo del  Edén.
Quince días como el de hoy son para los nativos algo preocupante, acostumbrados a un gris tan refrescante para ellos como molesto para los visitantes. El agua caída del cielo es, no solo quien alimenta su verde paisaje sino una especie de bebedizo al que se acostumbran desde que nacen. Estoy con ellos en que esta explosión de verdor, esta urdimbre de árboles, flores y prados impolutos no sería posible sin el riego intermitente de nubes para ellos tan familiares.
El pueblecito en cuestión se ubica entre dos grandes rías, Tina Mayor y Tina Menor. La primera recibe al forastero no más doblar en un desvío de la autovía que conduce hasta Oviedo. Serpenteándola en ascenso hacia arriba, sus aguas transparentes de color esmeralda inducen a ensoñación paisajística que atrapan sin remedio. Dos kilómetros, y las típicas casas cántabras con balcones volados de madera oscura  repletos de flores aparecen entre los altos árboles que a veces forman arcos con sus hojas entrelazadas.

Ganadero y agrícola como única forma de vida era cuando lo descubrimos hace la friolera ya de treinta y  tantos años. Vacas negras y blancas, tostadas…todo un escaparate para mostrar a niños deshabituados a verlas en la ciudad. Establos en los que hemos asistido al nacimiento de un ternero con miradas de asombro infinito; observar el ordeño y llevar leche a casa en viejas lecheras de latón. Gallinas, patos, y cisnes, carros repletos de heno donde los pequeños subían con nerviosismo. Campos enormes de maizales, sembrados de patatas, nabos, tomates, frutales y toda clase de alimento vegetal. Y como colofón una vereda estrecha de tierra que conduce en vertiginoso descenso a la playa llamada de Amió. Una de las playas más fotografiadas de la cornisa Cántabra. Acantilados gigantes que el verdor ennoblece, abrazan a un trozo de mar cuyas aguas para un andaluz resultan engañosas al principio. Desaparecen sin aviso para llegar después con bravura y señorío. La Pleamar y la Bajamar, ese misterio o romance entre luna y mar que dan lugar a sus características y descomunales mareas. Fenómeno ante el cual los del sur abrimos ojos de incredulidad primero y de admiración después. Arena dorada y suave, donde los descalzos pies disfrutan y se mueven al ritmo del juego de las palas. En el centro una isla (El Castril), extensión rocosa con aires de fantasma cuando el agua la oculta.
Pechón es todo eso y además el recuerdo de la aldea que fue largo tiempo, aquél en el que gran parte de sus nativos emigraron a Cuba en un viaje que algunos solo lograron hacer hasta Sevilla, donde al final se quedaron. Pechón era un rincón casi oculto entre sus rías donde el tiempo parecía haberse detenido. Así lo conocimos al llegar cuando tenía aspecto de cuento infantil con más vacas que habitantes y estos, calzaban zuecos de madera no más caían las primeras gotas, que acababan por lo general multiplicándose.
Me gustaría poder expresar con rigor el resultado de estos años desde que un holandés o alemán aparcaron sus posaderas en los prados verdísimos. También un español llegado de la Meseta en  busca de alivio a un calor endemoniado. Y hasta unos malagueños como nosotros a quienes los primeros años tuvieron por dementes por abandonar la costa turística más famosa y recalar en la aldea de los aguaceros y las lluvias con ropas de abrigo y botas de agua. El turismo llegó y con él la ambición de ser algo más que un paisaje bucólico y silencioso. Por fortuna el ladrillo no ha conseguido distorsionar su auténtica imagen. La vegetación esconde entre su fuerte raigambre multitud de casas, bares y hasta hoteles con estrellas. Casi no hay vacas y va ganando terreno el asfalto. La escasa garantía de sol le protege, sin embargo, de invasiones excesivas. Por eso seguimos viniendo, con una fidelidad que, a veces, nos premian los dioses norteños con días como los de ahora; por si acaso voy corriendo a la playa. No tardará mucho en aparecer el “gallego”.
Ana María Mata
Historiadora y novelista

2 de agosto de 2013

TRAIL POR LA RUTA DEL CARES. JULIO 2013



Tres amantes del running y de la naturaleza aprovechamos las vacaciones de verano para seguir correteando por los caminos de nuestro entorno natural. Y que mejor que aprovechar la cercanía de los Picos de Europa para recorrer una de sus rutas más emblemáticas, LA RUTA DEL CARES, entre Poncebos y Caín. 22 km por una senda horadada en la impresionante mole caliza con el río Cares en sus entrañas muchos metros por debajo. 

Hay momentos que no deberían acabar nunca. Por eso he realizado este vídeo para volver a rememorarlo cada vez que mi espíritu inquieto lo necesite.

Espero que lo disfrutéis, aunque se que quien haya realizado la ruta serán quienes se puedan transportar por un instante al lugar.

Nota.- Conecta los altavoces.

Arturo Reque Mata




1 de agosto de 2013

UNA FINCA MARBELLÍ LLAMADA “LA FONTANILLA”



Ahí la tenéis: una finca conocida como “Barronales[1] de La Fontanilla”, formada por seis hectáreas de dunas de arena, tal como era cuando la compró mi padre, Luis del Campo Olavarría -en septiembre de 1946- por 125.000 pesetas.


Sí, ahí la tenéis: un terreno apaisado que bordeaba, a lo largo de ochocientos metros, la playa de La Fontanilla –desde el “roquedo” del mismo nombre, junto al Vivero Forestal, donde había una surgencia natural de agua dulce a la misma orilla del mar, hasta la desembocadura del río Guadalpín (o Guadapín)- una franja que en su punto más ancho medía poco más de cien metros y que era agrícolamente improductiva.
Precisamente por tratarse de un erial, el anterior propietario del terreno –el farmacéutico Juan Lavigne- vió la manera de librarse de una finca que no le producía ningún beneficio cuando el “Ingeniero de Linares” le propuso comprarle una parcela de unos 5.000 metros cuadrados para construir un chalet a la orilla del mar:
-     “Mire Sr. del Campo[2], para mí no es negocio vender sólo una pequeña parte de la finca. O compra Vd. el arenal completo o no hay trato.”
El precio fijado parece hoy día ridículo, ya que serían 750 euros al cambio actual, pero, aunque era interesante, no dejaba de ser una cifra importante en aquélla época: equivalía más o menos a lo que costaba un piso nuevo de regular tamaño en el barrio de Argüelles de Madrid. Así que mi padre tuvo que pensárselo… pero no lo hizo por mucho tiempo, ya que atravesaba un buen momento económico gracias a las gratificaciones conseguidas de la Compañía La Cruz, de la que era Director a la sazón, por la buena gestión realizada en sus Minas y Fundición de Plomo de Linares.
Para que veais como era Marbella en aquella época inserto a continuación tres fotos:
-    La primera es la misma comentada anteriormente, pero despojada de la línea dibujada por mí para señalar el lindero de la finca. Es protagonista de la foto, aparte del mar Mediterráneo que la preside, la carretera de Cádiz a Barcelona, en un tramo que se extiende, más o menos, entre los puntos kilométricos 180 (derecha) y 181 (izquierda, a la entrada del pueblo). El que esto escribe se ha recorrido cientos de veces ese tramo en bicicleta –más de 200 veces por verano durante casi una decena de años. Es de destacar también, en el centro del borde derecho de la foto, un grupo de grandes árboles: se trata de unos enormes “carlitos” (eucaliptos, según la pronunciación malagueña característica de la zona) que estaban junto al límite de la finca, aunque fuera de ella, pero que influyeron mucho, sin duda, en que la zona elegida por mi padre para construir el Chalet de La Fontanilla –en medio de un gran secarral- se ubicara entre estos árboles y el mar.



















-      En la segunda foto, hecha desde el mar, se aprecia clarísimamente la finca de dunas en primer término y detrás la impresionante mole de la Sierra Blanca con el Pico La Concha a la izquierda y el Pico Juanar a la derecha. Pero la cima más alta no es ninguna de las dos citadas, sino el Pico de Lastonar, sito en el centro-izquierda.
 
Y, finalmente, el pueblo de Marbella, tal como era en 1946, con el caserío apiñado alrededor de la Iglesia de La Encarnación que era, con mucho, el edificio más importante. En el ángulo inferior izquierdo destaca el Fuerte de San Luis: una amplia construcción señorial que aprovechaba parcialmente un antiguo edificio militar y que sus dueños alquilaban por partes a los escasos veraneantes que elegían Marbella para sus vacaciones (ese verano de 1946, precisamente, estuvimos allí la familia del “Ingeniero de Linares”, Don Luis del Campo, y del “Médico de Linares”, Don Fernando Garrido).

¿Y que construyó allí Luis del Campo? Pues ahora, con dos fotos más, veréis el Chalet de La Fontanilla, tal como fué en su época de mayor esplendor, hacia 1960.

La primera foto de esta serie muestra lo que se encontraba el visitante al llegar a la casa –pero, eso sí, cuando lo hacía en avión o helicóptero, lo que creo que no sucedió nunca. Lo normal era llegar en coche, dar la vuelta a la rotonda elíptica y aparcar delante de un tramo de dos escalones (¿o eran tres?) que, bajando entre sendos macizos arbustivos, daba acceso a la puerta principal de la “mansión”. No os voy a aburrir con descripciones de cómo era la casa, y sólo señalaré que los “carlitos” de que más arriba he hablado son los que aparecen en primer término en el ángulo inferior derecho de la foto.


La segunda fotografía muestra la fachada que daba al mar, con el porche abierto de tres columnas en el que se pasaban unas tardes estupendas. Por delante de la casa se extiende el camino de bajada a la playa conocido familiarmente como “calzada romana” que estaba hecho de losas de piedra muchas de las cuales fueron transportadas y colocadas en su sitio por mi padre. Como podréis apreciar, la altura sobre la playa era importante, por lo que se bajaba con gran alegría… y se subía “echando el bofe” (sobre todo si había que transportar una sombrilla u otros achiperres). Y a la derecha de la casa, en el centro de la foto, se distingue el campo de tenis: un espacio construido en “tierra batida” que dió mucho juego… y también mucho trabajo, pues había que arreglar los baches, pintar las rayas, remendar la red, etc, etc.

 
Fernando del Campo Ruiz
Madrid, 5 de marzo de 2013
(Revisado el 22 de julio de 2013 en San Vicente de la Barquera)


APENDICE PARA CURIOSOS. Y ahora, ¿qué queda de todo aquéllo? Pues solo la memoria de unos cuantos sitios que se han marcado con (ex) en la siguiente vista sacada de Google Earth. Las casas o lugares señalados con un icono verde y los terrenos delimitados en rojo fueron propiedad de Luis del Campo Olavarria.





[1]Definición de “barrón” según el Diccionario de la RAE:
1. m. Planta perenne de la familia de las Gramíneas, con tallos derechos de cerca de un metro de altura, hojas arrolladas, punzantes y glaucas, y flores en panoja amarillenta y cilíndrica, con pelos cortos. Crece en los arenales marítimos y sirve para consolidarlos.
[2] O tal vez fué “Mira Luis, etc”. Yo no estaba allí para saberlo con certeza, porque a la sazón tenía 7 años y no asistía, como es natural, a las reuniones de negocios de mi padre.