27 de noviembre de 2016

TRIUNFO DE HECHICEROS POPULISTAS

Escribe el periodista A. Lucas que el populismo “es la expresión comercial de una política sin márgenes definidos donde cabe cualquier cosa”. Mucho se ha dicho en estos días sobre esta forma de gobernar que, aunque creamos nueva es tan antigua como la misma Biblia, por ejemplo, que desde la estrategia religiosa, recalificaba el terror, prometiendo cielos e infierno a los creyentes.  El filósofo Popper lo bautizó como “la llamada de la tribu” donde factores como el racismo, la xenofobia, el proteccionismo o la autarquía se unen para dar una especie de marcha atrás , asustados por todo lo que la libertad y el progreso han traído de cambios en el mundo global.
Ahora, con la llegada de Trump, el populismo puede llegar a conseguir cotas tan altas como peligrosas. Que sesenta millones de norteamericanos le hayan creído y respaldado indica la necesidad de todo un continente de volver a sentir la fe en sí mismo, aunque para ello renuncien a la racionalidad y empiecen de nuevo a creer en brujerías, chamanes y recetas vomitivas.
La verdad es que da la impresión de que lo del populismo es un rodeo perverso, una metáfora desquiciada para no decir fascismo o comunismo de nueva hornada. Una necesidad casi agónica de muchos de encontrar apoyo a su rencor, una base colectiva a lo que llamaríamos ajuste de cuentas. El votante de Trump encuentra en su verborrea, sus desmanes grotescos y sus promesas, la compensación a la represión que sobre sus sentimientos de rechazo a los diferentes, le imponía la “jodida democracia” y perdonen que utilice el adjetivo exacto de un xenófobo convencido. Alguien que cree con fe de carbonero que las crisis económicas sufridas, son producto de una falta de proteccionismo hacia los productos propios y defienden una especie de autarquía como medida ejemplar para solucionarla.
Que en pleno siglo XXI, con la tecnología en sus más alto estadio haya quien reclame y desee una vuelta atrás para que cada país se recree en la visión casi única de su propio ombligo bajo la feroz mirada del salvador omnisciente, sería para echarse a reír si no fuera porque los resultados de esta visión pueden con rapidez hacernos llorar de impotencia y rabia.
A quienes vivimos en este soleado pueblo o ciudad nos toca de cerca el tema, todo lo de cerca que resulta de haberlo sentido en nuestras propias carnes, como decían los antiguos. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que dijimos necesitar un “redentor”, un mesías que nos liberase del yugo del desastre político que parecía haberse instalado en nuestro Ayuntamiento. Llorábamos tanto que el cielo oyó nuestras súplicas y dijo: Ahí va. Os lo mando. A ver que hacéis juntos.  Y la ciudad aumentó su tamaño, sus paseos, sus estatuas, sus flores, incluso muy particularmente, su fama. El salvador gritaba, reía, hacía y deshacía, colocaba a sus hombres y nos prometía el  paraíso. Una, dos, tres veces fue votado porque solo mirábamos hacia él y sus grandezas. Cerramos los ojos al cuarto de atrás, a lo que se guisaba bajo fondo de reptiles. Era populista. El más famoso de España, el invencible. Se parecía ligeramente a Trump. Usaba sus métodos.
Conocimos el trastero podrido cuando ya era demasiado tarde. Cuando a su más fiel vasallo lo llevaron esposado a los tribunales. Y a muchos más que le habían hecho la corte. Al abrirse la Caja de Pandora y encontrarla repleta de truenos con los bolsillos a reventar de nuestro dinero. El día que el fenómeno Malaya nos hundió en la más profunda vergüenza y miseria.
Estamos viviendo un tiempo de desagradables recuerdos. Trump versus Gil. No saben los americanos lo que les espera. No se si lo sabe Europa, pero los habitantes de un lugar idílico llamado Marbella, lo sabemos muy bien. Por desgracia.

                                                                                               
Ana  María Mata
Historiadora y Novelista

12 de noviembre de 2016

DELITOS DE ODIO

Por si fuesen pocos los delitos que el Código Penal alberga, en los últimos tiempos se ha sumado a ellos uno nuevo, cuyo nombre posee algo de literario, más en la línea de lo emocional que de la razón o lo económico. Más triste, por ello, más incomprensible y dramático, y desde mi punto de vista, aún más deleznable.
Se trata de los llamados “delitos de odio”, cuya definición responde a una conducta violenta motivada por prejuicios. Cada semana se da a conocer un hecho violento en algún lugar de nuestro país, calificado como delito de odio. Y esta última ha sido detenida en Estepona una mujer por rociar con insecticida a la hija pequeña de su vecino guineano. Es la segunda vez que esta mujer española arremete contra su vecino y familia por el color de su piel. Las anteriores llamaba a altas horas de la madrugada al portero automático, o bien a la puerta del domicilio, y cuando alguien de la familia abría, se dedicaba a insultarlos, diciéndoles que volvieran a su país.
Racismo y xenofobia son cuestiones mucho más serias y hasta peliagudas de lo que a simple vista solemos considerar. Nos hemos acostumbrado a vivir con un grado de animadversión a todo aquel que sea contrario a nosotros, ya sea por el color se su piel, (especialmente a estos), raza, o por diferencias de costumbres, nacionalidades, o idiomas. El análisis es necesario hacerlo desde el punto de vista de que no son las personas de bajo nivel, cultural estatus económico o social, las que ejercen esta patología anímica, sino gente con reconocida mundología, acostumbradas a viajar por variados continentes y conocedoras de las múltiples,  incontables variedades humanas que el Dios, en el que muchos de ellos creen, ha puesto en este pequeño planeta.
El hecho de que seamos iguales ya fue puesto en tela de juicio en los lejanos tiempos imperiales, cuando algún que otro conquistador llegó incluso a afirmar que los indios no tenían alma, asunto que, sin embargo no les impedía catequizarlos a fuerza de cruz o espada.
Todos nos creemos en el fondo superior al otro. Como si una tez clara, unos ojos azules o una partida de nacimiento, que no son sino azares involuntarios, concediesen patente de corso para rechazar al que no posea estos factores que aceptamos como absolutos y no simplemente diferenciales.  Debe ser cierto que el hombre es el único ser creado que tropieza dos veces en la misma piedra. Con consecuencias horrendas que deberían habernos vacunado para siempre del pecado de la intolerancia. Si un Hitler, un Holocausto, y millones de víctimas no son suficientes para que llevemos grabado como estigma humano cuanto puede surgir del odio al contrario, creo que la humanidad no tiene solución como ente moral.
Reconozco haber vivido una infancia de rechazos. A los gitanos, a los “moros”, a los negros y oscuros, fuesen paquistaníes, hindúes o de otras nacionalidades. Pertenecía al acervo cultural inculcar a los niños ese rechazo como algo lógico, para que se cuidase de ellos. Los “oscuros”, en general servían mucho para la fiesta del Domund, con su hucha de cabeza de negrito, para las misiones, y para hacernos ver lo inferiores que eran a nuestro lado. Pero nada más.
Abomino hoy de aquella educación chauvinista y poco cristiana, mezquina y pobre hasta la médula. Abomino de  unas prédicas con angelitos alados, rubios y sonrientes en altares desde donde se nos asustaba sobre todo lo referido al sexo y sus derivados, junto a un silencio casi total acerca del eje principal del Evangelio, la justicia y la caridad.
De aquellos polvos han surgido los lodos de hoy, la terrible situación de refugiados y emigrantes, millones de seres deambulando por tierras inhóspitas, cada vez más rechazados, con cadáveres de niños que impactan pero se olvidan pronto, con personajes actuales poderosos como el impresentable recién elegido presidente de EE. UU., a cuyo amparo no subsistirá nadie que no tenga como referente el pelo y la piel color zanahoria.
Quieran o no, el mundo es multirracial, y por consiguiente multicultural, y eso, en lugar de un problema, debería ser un signo de riqueza para cuantos habitamos el planeta.
Los elitismos y  las purezas de sangre, solo conducen tarde o temprano a nacionalismos más o menos feroces, capaces de exterminar incluso, para que sus teorías se lleven a la práctica.
El hombre negro que nos mira desde su bella piel de ébano, posee, aunque a veces lo olvidemos, una cultura propia, un idioma, una familia y un corazón que siente. Lo único que le diferencia de nosotros, es, para su desgracia, la mala suerte de haber nacido en un país injusto.

                                                                                                    
Ana María Mata      
Historiadora y Novelista