Escribe el periodista A. Lucas
que el populismo “es la expresión comercial de una política sin márgenes
definidos donde cabe cualquier cosa”. Mucho se ha dicho en estos días sobre
esta forma de gobernar que, aunque creamos nueva es tan antigua como la misma
Biblia, por ejemplo, que desde la estrategia religiosa, recalificaba el terror,
prometiendo cielos e infierno a los creyentes.
El filósofo Popper lo bautizó como “la llamada de la tribu” donde
factores como el racismo, la xenofobia, el proteccionismo o la autarquía se
unen para dar una especie de marcha atrás , asustados por todo lo que la
libertad y el progreso han traído de cambios en el mundo global.
Ahora, con la llegada de Trump,
el populismo puede llegar a conseguir cotas tan altas como peligrosas. Que
sesenta millones de norteamericanos le hayan creído y respaldado indica la
necesidad de todo un continente de volver a sentir la fe en sí mismo, aunque
para ello renuncien a la racionalidad y empiecen de nuevo a creer en brujerías,
chamanes y recetas vomitivas.
La verdad es que da la impresión
de que lo del populismo es un rodeo perverso, una metáfora desquiciada para no
decir fascismo o comunismo de nueva hornada. Una necesidad casi agónica de
muchos de encontrar apoyo a su rencor, una base colectiva a lo que llamaríamos
ajuste de cuentas. El votante de Trump encuentra en su verborrea, sus desmanes
grotescos y sus promesas, la compensación a la represión que sobre sus
sentimientos de rechazo a los diferentes, le imponía la “jodida democracia” y
perdonen que utilice el adjetivo exacto de un xenófobo convencido. Alguien que
cree con fe de carbonero que las crisis económicas sufridas, son producto de
una falta de proteccionismo hacia los productos propios y defienden una especie
de autarquía como medida ejemplar para solucionarla.
Que en pleno siglo XXI, con la
tecnología en sus más alto estadio haya quien reclame y desee una vuelta atrás
para que cada país se recree en la visión casi única de su propio ombligo bajo
la feroz mirada del salvador omnisciente, sería para echarse a reír si no fuera
porque los resultados de esta visión pueden con rapidez hacernos llorar de impotencia
y rabia.
A quienes vivimos en este
soleado pueblo o ciudad nos toca de cerca el tema, todo lo de cerca que resulta
de haberlo sentido en nuestras propias carnes, como decían los antiguos. Hubo
un tiempo, no tan lejano, en que dijimos necesitar un “redentor”, un mesías que
nos liberase del yugo del desastre político que parecía haberse instalado en
nuestro Ayuntamiento. Llorábamos tanto que el cielo oyó nuestras súplicas y
dijo: Ahí va. Os lo mando. A ver que hacéis juntos. Y la ciudad aumentó su tamaño, sus paseos, sus
estatuas, sus flores, incluso muy particularmente, su fama. El salvador
gritaba, reía, hacía y deshacía, colocaba a sus hombres y nos prometía el paraíso. Una, dos, tres veces fue votado
porque solo mirábamos hacia él y sus grandezas. Cerramos los ojos al cuarto de
atrás, a lo que se guisaba bajo fondo de reptiles. Era populista. El más famoso
de España, el invencible. Se parecía ligeramente a Trump. Usaba sus métodos.
Conocimos el trastero podrido
cuando ya era demasiado tarde. Cuando a su más fiel vasallo lo llevaron
esposado a los tribunales. Y a muchos más que le habían hecho la corte. Al
abrirse la Caja
de Pandora y encontrarla repleta de truenos con los bolsillos a reventar de
nuestro dinero. El día que el fenómeno Malaya nos hundió en la más profunda
vergüenza y miseria.
Estamos viviendo un tiempo de
desagradables recuerdos. Trump versus Gil. No saben los americanos lo que les
espera. No se si lo sabe Europa, pero los habitantes de un lugar idílico
llamado Marbella, lo sabemos muy bien. Por desgracia.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista