Era el objeto más deseado en el tiempo de mi
adolescencia. Poseerla significaba entre otras cosas subir un peldaño en el
escalafón de la edad. Indicaba una pequeña autonomía, a pesar de que aún esta
palabra nos resultase ajena. Subida a ella mirábamos hacia arriba en lugar de
hacia abajo. La libertad entonces consistió en un movimiento del manillar.
Había que pedirla a los Reyes Magos. El
amanecer del seis de enero resultaba esplendoroso si a los pies de la cama ya
no estaban las muñecas de antes, la cocinita o el llorón con chupete. Solo
ella, impecable, con sus ruedas brillantes y su nombre propio en letras doradas:
ORBEA. El sueño se había hecho realidad.
Las bicicletas no eran, como insinuó en el cine Fernán Gómez, solo
para el verano. Eran la ilusión de que llegase el sábado y el domingo, las
vacaciones de cualquier tipo, porque aquí el tiempo estaba de nuestra parte. La
maravillosa sensación de tomar el camino hacia El Calvario, las calles en obras
de lo que sería la avenida Ansol o la
Ermita de Guadalpín, meta final donde acababa lo permitido en
distancias.
Ahora que la bicicleta es ya la reina de la movilidad, la primera solución
para ayudar en lo del medio ambiente, el medio de transporte favorito en
Europa, cuyos miembros mucho antes que nosotros pedaleaban sin cesar en Amsterdam,
Copenhague, Berlin y cualquier otra de sus ciudades, me gustaría recordar a dos
mujeres pioneras en Marbella de su uso para cualquiera de sus actividades. Si
al Cesar hay que darle lo que es suyo, estas dos féminas tan distintas
representan una mentalidad adelantada a su tiempo, una extranjera, y otra
nativa, ambas dignas de esta pequeña mención.
Doña Lis, la llamábamos, y luego supe que su
nombre completo era Elizabeth Giebenrath, nacida en Tubingen, Alemania.
Apareció de golpe en la ciudad, donde compró una casa de campo frente a lo que
hoy es la zona de Los Monteros, en los bajos de un monte. Llegó sola, con una
edad intermedia entre treinta y treinta y cinco años. Rubia, de ojos azules y
alegremente parlanchina a pesar de su mal español. Bajaba diariamente al pueblo
a comprar en las tiendas de comestibles y a la papelería por periódicos. Las
verduras las cultivaba en su huerta y de allí salían también las frutas. Fue la
primera mujer de esa edad que vimos subida en bicicleta un día y otro, con las
faldas sujetas con bandas de acero a la barra y un pañuelo de flores en la
cabeza.
Poco a poco fuimos conociendo cosas de ella.
Era vegetariana y solía regalar a los primeros conocidos flores de manzanilla, lavanda, dientes de león
y otras muchas para hacer infusiones. A mediado de los cincuenta que una mujer
contase lo bueno que era hacer ejercicios de gimnasia, además de sus idas y
venidas en bicicleta hasta el monte, tomar solo verduras cuando abajo
suspirábamos por un muslo de pollo o un bistec, resultaba chocante pero
atractivo. Solíamos mirarla al principio como si hubiese salido de un cuento o
aterrizado desde otro planeta. Intimidaba sobretodo a los hombres. No sabían
como tratarla. Doña Lis y su bicicleta fueron uno de los primeros contactos con
el mundo exterior. Una especie de embajadora de la ecología actual y el amor a
la naturaleza. Comenzó a bajar para enseñar inglés y francés a jóvenes
interesados. Tuvo dos alumnos excelentes. José Rivera, maestro de escuela que
aprendió los dos idiomas y fue su gran amigo, y Campito, un joven lleno de
inquietudes, que le copió lo de la bici y aprendió inglés para un futuro en
hostelería que se malogró por un accidente de carretera.
Con el paso del tiempo supe del motivo de su
llegada a Marbella por la amistad que hizo con mi madre en la papelería. Me
dejó tan impactada su historia que aún tengo la esperanza de convertirla en
novela y hasta tengo escrito algún que otro capítulo.
Doña Lis vino a vivir entre nosotros por
amor. Como suena. Conoció a un marbellero republicano que huyendo de las tropas
nacionales fue conducido a un campo de concentración francés, concretamente al
de Argelès-sur-Mer, a 35
kilómetros de Portbou. Ella trabajaba de enfermera
voluntaria y él estaba enfermo de tuberculosis, enfermedad de la que murió
después de cuatro años. Contaba con lágrimas como se enamoraron, como aprendió
español con él, le cuidó con mimo y hasta hicieron planes de futuro. Al morir
él ella juró conocer el pueblo del que tanto le hablaba emocionado. Se llamaba
Antonio. Por su recuerdo gastó la herencia paterna en comprar la casita de
campo en Marbella. Nunca quiso marcharse. Se convirtió para nosotros en Doña
Lis, la de la bicicleta. Una romántica historia de la primera mujer a dos ruedas en el pueblo con su toque
sentimental incluido.
Es
fácil recordar a la segunda mujer a una bicicleta pegada día y noche, porque ha
estado entre nosotros hasta hace unos años en que la perdimos. La perdieron
especialmente los ancianos y enfermos a los que dedicó su vida. Maruja Espada
fue una institución en la ciudad por su gran religiosidad llevada al cien por
cien a la práctica. La bondad la llevaba impresa en una perenne sonrisa que
siempre sostuve era reflejo de su felicidad interior.
Maruja Espada vivía lejos de la Parroquia y llegaba
hasta ella en sus dos ruedas que nunca abandonó ni siquiera cuando ganó un coche
en una rifa de la televisión. Su peculiar corte de pelo, la falda a pliegues y
camisa blanca… Todos la conocíamos. Todos la respetábamos por su capacidad de
entrega. Utilizaba la bicicleta para ganar tiempo y hacer mil recados para sus
ancianos. Solo ella y doña Lis se atrevían en aquél tiempo a subir a la
bicicleta que era para los hombres y los niños.
Me alegra comprobar el papel destacado que ha
logrado este vehículo con apariencia de fragilidad. Estética, elegante y
limpia, cómplice de la naturaleza, compartida por familias enteras. Le deseo
desde aquí, larga, muy larga vida. Y le agradezco que haya sido punto de
partida para recordar a dos grandes
mujeres que la habían incorporado a su vida con placer auténtico.
Ana María
Mata
Historiadora y novelista