30 de septiembre de 2015

LA MAGIA DE LAS DOS RUEDAS


Era el objeto más deseado en el tiempo de mi adolescencia. Poseerla significaba entre otras cosas subir un peldaño en el escalafón de la edad. Indicaba una pequeña autonomía, a pesar de que aún esta palabra nos resultase ajena. Subida a ella mirábamos hacia arriba en lugar de hacia abajo. La libertad entonces consistió en un movimiento del manillar.
Había que pedirla a los Reyes Magos. El amanecer del seis de enero resultaba esplendoroso si a los pies de la cama ya no estaban las muñecas de antes, la cocinita o el llorón con chupete. Solo ella, impecable, con sus ruedas brillantes y su nombre propio en letras doradas: ORBEA. El sueño se había hecho realidad.
Las bicicletas no eran,  como insinuó en el cine Fernán Gómez, solo para el verano. Eran la ilusión de que llegase el sábado y el domingo, las vacaciones de cualquier tipo, porque aquí el tiempo estaba de nuestra parte. La maravillosa sensación de tomar el camino hacia El Calvario, las calles en obras de lo que sería la avenida Ansol o la Ermita de Guadalpín, meta final donde acababa lo permitido en distancias.
Ahora que la bicicleta es ya  la reina de la movilidad, la primera solución para ayudar en lo del medio ambiente, el medio de transporte favorito en Europa, cuyos miembros mucho antes que nosotros pedaleaban sin cesar en Amsterdam, Copenhague, Berlin y cualquier otra de sus ciudades, me gustaría recordar a dos mujeres pioneras en Marbella de su uso para cualquiera de sus actividades. Si al Cesar hay que darle lo que es suyo, estas dos féminas tan distintas representan una mentalidad adelantada a su tiempo, una extranjera, y otra nativa, ambas dignas de esta pequeña mención.
 Doña Lis, la llamábamos, y luego supe que su nombre completo era Elizabeth Giebenrath, nacida en Tubingen, Alemania. Apareció de golpe en la ciudad, donde compró una casa de campo frente a lo que hoy es la zona de Los Monteros, en los bajos de un monte. Llegó sola, con una edad intermedia entre treinta y treinta y cinco años. Rubia, de ojos azules y alegremente parlanchina a pesar de su mal español. Bajaba diariamente al pueblo a comprar en las tiendas de comestibles y a la papelería por periódicos. Las verduras las cultivaba en su huerta y de allí salían también las frutas. Fue la primera mujer de esa edad que vimos subida en bicicleta un día y otro, con las faldas sujetas con bandas de acero a la barra y un pañuelo de flores en la cabeza.  
Poco a poco fuimos conociendo cosas de ella. Era vegetariana y solía regalar a los primeros conocidos  flores de manzanilla, lavanda, dientes de león y otras muchas para hacer infusiones. A mediado de los cincuenta que una mujer contase lo bueno que era hacer ejercicios de gimnasia, además de sus idas y venidas en bicicleta hasta el monte, tomar solo verduras cuando abajo suspirábamos por un muslo de pollo o un bistec, resultaba chocante pero atractivo. Solíamos mirarla al principio como si hubiese salido de un cuento o aterrizado desde otro planeta. Intimidaba sobretodo a los hombres. No sabían como tratarla. Doña Lis y su bicicleta fueron uno de los primeros contactos con el mundo exterior. Una especie de embajadora de la ecología actual y el amor a la naturaleza. Comenzó a bajar para enseñar inglés y francés a jóvenes interesados. Tuvo dos alumnos excelentes. José Rivera, maestro de escuela que aprendió los dos idiomas y fue su gran amigo, y Campito, un joven lleno de inquietudes, que le copió lo de la bici y aprendió inglés para un futuro en hostelería que se malogró por un accidente de carretera.
Con el paso del tiempo supe del motivo de su llegada a Marbella por la amistad que hizo con mi madre en la papelería. Me dejó tan impactada su historia que aún tengo la esperanza de convertirla en novela y hasta tengo escrito algún que otro capítulo.
Doña Lis vino a vivir entre nosotros por amor. Como suena. Conoció a un marbellero republicano que huyendo de las tropas nacionales fue conducido a un campo de concentración francés, concretamente al de Argelès-sur-Mer, a 35 kilómetros de Portbou. Ella trabajaba de enfermera voluntaria y él estaba enfermo de tuberculosis, enfermedad de la que murió después de cuatro años. Contaba con lágrimas como se enamoraron, como aprendió español con él, le cuidó con mimo y hasta hicieron planes de futuro. Al morir él ella juró conocer el pueblo del que tanto le hablaba emocionado. Se llamaba Antonio. Por su recuerdo gastó la herencia paterna en comprar la casita de campo en Marbella. Nunca quiso marcharse. Se convirtió para nosotros en Doña Lis, la de la bicicleta. Una romántica historia de la primera mujer  a dos ruedas en el pueblo con su toque sentimental incluido.
  Es fácil recordar a la segunda mujer a una bicicleta pegada día y noche, porque ha estado entre nosotros hasta hace unos años en que la perdimos. La perdieron especialmente los ancianos y enfermos a los que dedicó su vida. Maruja Espada fue una institución en la ciudad por su gran religiosidad llevada al cien por cien a la práctica. La bondad la llevaba impresa en una perenne sonrisa que siempre sostuve era reflejo de su felicidad interior.
Maruja Espada vivía lejos de la Parroquia y llegaba hasta ella en sus dos ruedas que nunca abandonó ni siquiera cuando ganó un coche en una rifa de la televisión. Su peculiar corte de pelo, la falda a pliegues y camisa blanca… Todos la conocíamos. Todos la respetábamos por su capacidad de entrega. Utilizaba la bicicleta para ganar tiempo y hacer mil recados para sus ancianos. Solo ella y doña Lis se atrevían en aquél tiempo a subir a la bicicleta que era para los hombres y los niños.
Me alegra comprobar el papel destacado que ha logrado este vehículo con apariencia de fragilidad. Estética, elegante y limpia, cómplice de la naturaleza, compartida por familias enteras. Le deseo desde aquí, larga, muy larga vida. Y le agradezco que haya sido punto de partida para recordar a dos  grandes mujeres que la habían incorporado a su vida con placer auténtico.
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista

22 de septiembre de 2015

PERSONAJES ENTRAÑABLES



Todo pueblo, ciudad e incluso aldea alberga una serie de personas que en el transcurso de su vida y por circunstancias muy diversas adquieren el nominativo y la categoría de personajes. Dicho sea este apelativo no en su sentido de actor de ficción, sino en el más emotivo de “persona que posee un determinado carisma que los distingue”. Por cierto, y a propósito, me gustaría que alguien me explicase lo del “carisma”, porque hasta el momento solo sé que se tiene o no, me dicen,  y estoy por pensar que pasa igual que con la fé…no admite discusión. Al parecer es don del cielo.
Marbella, el lugar del que suelo ocuparme por afición, no ha carecido nunca de ellos, y en el tiempo más o menos preciso en el que empezó a abandonar sus costumbres familiares, o si quieren pueblerinas, para emprender el camino de la fama, el renombre, la tontería y el dinero, hubo una serie de ellos muy destacables. Algunos aparecerán en su memoria casi sin necesidad de nombrarlos. Son los que podríamos llamar históricos, puesto que sus hazañas fueron determinantes para cambiar el futuro de la ciudad.
Ricardo Soriano, Alfonso de Hohenlohe, el cura Bocanegra,  González- Badía o José Banús  entre otros, son ya, como si dijéramos, los forjadores del Turismo, y poco puede contarse sobre ellos que no sea reiterativo.
 Sin embargo, una ciudad no la forman ni la construyen únicamente guerreros, reyes, artistas y santos. La ciudad y su historia se va formando día a día a través de la cotidianidad de sus habitantes, de las risas de sus niños, el lento caminar de sus viejos y la algarabía de sus jóvenes. Esos a quienes llamamos “gente”, son los verdaderos autores del núcleo visceral, los que aman, sufren, ríen o lloran, trabajan y copulan, discuten y se reconcilian. Panaderos, albañiles, maestros, electricistas, amas de casa,…seres anónimos que forman la médula esencial de un pueblo.
En los años de mi infancia, que corresponden al inicio del “boom” (odiosa palabra de fonética bélica) vivían junto a nosotros una serie de personajes que consiguieron notoriedad aunque hasta ahora se haya hablado poco de ellos.
Hoy quiero destacar entre ellos a un hombre que sigue acompañándonos aún a sus 84 años y cuya profesión le hizo compartir días y noches con lo más granado del turismo por aquel tiempo muy elitista. Un guitarrista excepcional de flamenco que posee, estoy segura, la lista más destacada de famosos a quienes dio clases o para quienes tocó en múltiples noches. Enrique Cortés, nacido en Campillos y a quien su hada madrina le envió a Marbella en un golpe de su varita mágica. Guapo, de animada charla, gran cazador y autodidacta al parecer, sus dedos adquieren forma angelical al posarlos en una guitarra. Marbella lo lanzó a un mundo de señorío que se pirraba por el rasgueo de Cortés,  por su arte. Podría si quisiera revelar secretos jamás contados de mujeres como Jacqueline Kennedy, Kim Novak o Brigitte Bardott, hombres como Stewart Granger, Mel Ferrer, y un largo etcétera. Junto a su campechana sonrisa guarda la satisfacción de haberse codeado con grandes figuras del papel couché.
 Otros personajes igualmente aportaron un punto de magia o de asombro a nuestra vida infantil. Llenaron mi imaginación atolondrada de historias en los que los convertía en protagonistas. Cantaban, bailaban, palmeaban y hasta hablaban como solo sabían hacerlo ellos: “Taroque”, el que contaba chistes que no entendíamos pero nos moríamos de risa, que conocía a todos los “señoritos” por los zapatos que les limpiaba, y sabía quien era bueno o malo, según su ojo. “La Quinto”, su hermana, ampulosa y descarada, “El Muerte” o “La Manca”, aprovechadora de sus encantos que cedía al “extranjis” cuando su cuerpo lo pedía…También Luisa y Dolores, amas de casa, más refinadas, más integradas, menos ostentosas.
 Personajes muy nuestros, con los que compartimos años de expectación ante lo que íbamos viendo llegar sin saber su alcance. Con el cante y el baile reflejados en la oscuridad de sus ojos, en su habla  y hasta sus andares. Ese punto de diferencia que les convertía en pintorescos y un no se qué de misteriosos.
Desaparecieron los últimos cuando los edificios eran como gigantes que los asustaban. Cuando Marbella empezó a ser más de los de fuera que de los de dentro.  Los recuerdo con simpatía y nostalgia.  Va por ellos. Por ti, Enrique, especialmente. Larga vida.

Ana  María  Mata
Historiadora y novelista

10 de septiembre de 2015

EL CADAVER DEL NIÑO AYLAN



 Despertamos, como siempre, a golpe de urgencias. Hace falta mucho horror para soliviantar las conciencias de los europeos acostumbrados a imágenes desgarradoras que miramos con similar costumbre con la que se mira algo desagradable pero transformado en habitual. Hasta David Cameron ha reconocido ante las fotos del cadáver del niño Aylan Kurdi, aparecido en la costa turca de Bodrum, que como padre se ha sentido impresionado y eso le ha hecho variar su política inflexible. Aprovechemos, pues, la alta cotización del niño muerto en la bolsa de gestos solidarios. Corramos a salvar alguna vida antes de que se agote la mecha y nos quedemos sin niños muertos con que abrir en portadas.
Lo dijo el filósofo Hobbes y debía conocer bien la naturaleza humana: “El hombre es un lobo para el hombre”. Que se lo digan si no a los miles de refugiados llegados a países del este, a lugares que mantienen que el maltrato es la única opción real. Países que consideran, por lo que se ve, que la solidaridad se terminó con ellos mismos y ahora toca mano dura para quienes llegan  15 minutos después de que se acabara la bondad.
  Para nuestro asombro ha tenido que ser la señora Merkel, la tan denostada “frau” alemana la que eche un pulso al resto de países europeos y exponga sobre la mesa toda la dimensión del problema migratorio. Merkel junto a Hollande han tomado la iniciativa y presentarán en muy breve tiempo una propuesta conjunta para realizar una política comunitaria de asilo.
En España, como siempre andábamos contemplando nuestro propio ombligo creyendo que el iluminado señor Mas y el presidente Rajoy son los reyes del mambo y el problema catalán el más importante del planeta. Lo que pasa fuera de aquí solemos verlo como noticias lejanas que por su desagradable visión no debían poner a la hora de la cena. Como la del cadáver del niño Aylan Kurdi.
Estoy segura de que la crisis migratoria es el mayor reto al que se enfrenta Alemania desde la unificación. También de que el problema de éxodo es el más grande desde la última guerra mundial. Las imágenes de hombres y mujeres aplastados ante un vagón de tren que les conduzca  a un lugar donde los acepten, o la de masas enteras de personas huyendo entre alambradas hacia caminos fronterizos son idénticas a las que nos habíamos acostumbrado a ver tranquilamente sentados en un cine cuando ya los horrores del nazismo nos parecían un pasado imposible de repetir.
Analistas sensatos de la historia recuerdan hoy que todos hemos sido alguna vez refugiados. Que existen pocos pueblos que no tengan en su haber huidas masivas de sus habitantes por causas diversas. Judios polacos y alemanes, franceses que escapaban de la ocupación nazi, españoles después de la guerra civil, chilenos adversos a Pinochet, argentinos opuestos a la dictadura militar… la humanidad no ha sabido encajar las diferencias políticas o religiosas y ahora son los pueblos árabes mayoritariamente los que crean entre ellos odios y crímenes que parecen preparados para exterminarse mutuamente.
Las cuestiones de estado son muy difíciles de comprender para el hombre corriente que ve como de golpe el presidente sirio se encuentra en un estadio intermedio entre el desprecio anterior a su mandato dictatorial e inhumano por parte de la comunidad internacional  y  la posible necesidad de su ayuda ahora  para acabar con el estado islámico, principal enemigo general.
Intervenir en lugares africanos en los que dictadores grotescos y viles atemorizan a sus súbditos sería  problema de política internacional grave que ninguna nación está dispuesta a asumir. La complejidad del asunto es tan grande como las consecuencias para esas masas humanas que aterrizan en Europa con ojos desorbitados por el miedo y un ápice de esperanza en aquellos que consiguen una playa cualquiera donde, si tienen más suerte que el niño Aylan, caerán extenuados.       
Ana  María  Mata    
Historiadora y novelista