(Artículo publicado en el periódico Tribuna Express el 20 de marzo de 2014)
De una costilla de Adán, dice la
Biblia que procedemos. El Génesis nos da a conocer el primer
hecho machista de la historia de la humanidad. El Supremo Hacedor eligió
primero el sexo masculino para advertirnos de que íbamos a tener que soportar
su dominio el tiempo que pasáramos en el planeta, también recién creado. Nos
hizo bien la pascua aquél Jehová de luengas barbas y mal carácter, tremendo
jefe del Antiguo Testamento al que llenó de escenas escalofriantes y
aterradoras, solo redimidas en el Nuevo gracias al maravilloso mensaje y las
acciones de su Hijo.
Viene de lejos, por lo tanto, la cosa. Qué
curioso que nos otorgaran el don de continuar la especie, que no pudiesen
reproducirse solos, que fuésemos imprescindibles y al mismo tiempo
infravaloradas desde el mismo Paraíso Terrenal. Manda narices, que diría un
castizo…desde el principio riendo las gracias del prehistórico homus, ayudando
en sus cacerías, sujetando la sangre o el tinte de animales para lo de
Altamira, aplaudiendo lo de los bisontes, lavando las pieles de sus harapos en
los ríos y copulando con el forzudo que se le antojase.
Todo para que con el paso del tiempo, el
Feudalismo nos transformara, o bien en
nobles solo capaces de tocar el arpa o fruslerías semejantes, monjas si tenían dote, o campesinas para todo,
campo y hogar. Que en la Edad Moderna
tuviésemos que escoger entre el campo y solo la hilatura de la seda o el
bordado. Que los varones nos cerraran el acceso a los gremios y que al
incorporar el Derecho Romano a la legislación las mujeres quedasen excluidas de
la partición en la herencia.
Manufactureras en su propia casa, trabajaban
el algodón, lino o cáñamo para que luego lo llevasen a los mercados. Nodrizas
muy demandadas por las clases acomodadas, alejadas en campos criando a los
hijos de otras. Comadronas vocacionales, intuitivas, en los ratos libres que
les dejaban la casa, el cuidado de los animales, y la fabricación casera del
jabón. Madres a su vez de doce o quince
hijos para que alguno quedase vivo y ayudase en las tareas.
Rosa de Luxemburgo |
Tuvo que llegar la industria, al tiempo que la Ilustración, para que
la mujer saliese de la casa y se le admitiera en un trabajo pagado. Como
transportistas en las minas, desde los ocho años, caso de Escocia, o en las
fábricas textiles de Inglaterra, de sol a sol, por dos o tres peniques. Dama de
compañía o institutriz a partir del XIX, antes de conseguir ser enfermera,
después oficinistas y como máximo trabajar en teléfonos.
La burguesía se afianzó, pero las mujeres
continuaron con sus tareas naturales, la familia y la casa. Hasta que las
guerras del siglo XX y los movimientos revolucionarios trastocaron el mapa
europeo. Y las féminas dieron en pensar que tenían derechos legales, como el
varón, aunque desconocidos e inexistentes.
Y Rosa de Luxemburgo siguió los
pasos de la inglesa Mary Wollstonecraft, también Clara Zetkin, unidas para
luchar contra la explotación laboral y por la emancipación femenina. A Rosa le
costó la vida, pero la lucha no se detuvo. Hasta en España tuvimos a Concepción
Arenal, que fue a la
Universidad vestida de hombre, a Clara Campoamor peleando por
el voto y a la malagueña Victoria Kent, que logró ser Directora General de
Prisiones.
Tiempos heroicos cuyos frutos recogemos hoy,
aunque viciados. Mentes masculinas con la semilla del poder de sus antecesores
todavía coleando, molestos por la competencia, desquiciados por el ego herido
en su virilidad de amo y señor, incapaces de evolucionar hacia una igualdad más
digna y justa.
Clara Campoamor |
Países en los que decir mujer es sinónimo de
objeto inútil, mutiladas en algunos con la complicidad de religiones y ritos,
humilladas o abortadas en otros antes de nacer. Mujeres que sufren agresiones
físicas o morales en los lugares más desarrollados del mundo, allí donde todo es de vanguardia, aséptico, impecable y
aparentemente ejemplar. Como Noruega, con más alto porcentaje de violencia de
género que los demás países europeos.
Mujeres que no por ser médicos, arquitectos o
profesoras, dejan de ser madres. Que asumen como natural, además de su
profesión, la organización del hogar, las visitas al médico de sus hijos o la
cocina.
Mujeres, en definitiva, mucho tiempo
invisibles. Madres y abuelas que murieron con el delantal puesto, la escoba y
la aguja de coser en sus manos. Sin que nadie las felicitase por su limpieza, por
sus labores, sin conocer siquiera que una organización mundial iba a conceder
un día al menos a honrar su trabajo. Va
por ellas. Por su aguante, su esfuerzo,
y sus lágrimas.
Ana María Mata
Historiadora y novelista