Nuestra existencia es un
devenir constante de acontecimientos, algunos más agradables que otros. Soy de
la opinión que nuestra percepción de la realidad no está sólo condicionada por
el número y el tipo de experiencias vividas sino en la forma en que las gestionamos.
De ahí que personas con iguales experiencias las asimilen a veces incluso de
forma contrapuestas.
Nuestra capacidad de
aprender no es la misma para todos, tampoco la de olvidar, ni la misma para nosotros a lo largo de nuestra vida. Ni sólo se
aprende de la educación reglada en la escuela, en la universidad o realizando
cursos de formación.
Albert Einstein nos decía
que la educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en
la escuela. Hay quién asistió poco a esta y tiene más sabiduría que
algunos catedráticos, afrontando con
éxito las vicisitudes de la vida. Pero ni la lectura te brinda la sabiduría ni
tener un reloj te hace poseedor del tiempo.
Cuando se es consciente que
estamos inmersos es un continuo aprendizaje donde cualquier suceso, persona o
incluso un animal te puede enseñar algo valioso tu percepción de la realidad da
un giro radical, tanto como mayor tiempo seas capaz de estar consciente de
cuanto te rodea y eres capaz de absorber. A muchos genios se les han ocurrido
fantásticos diseños sólo observando a la naturaleza. Hay muchos pero se me
viene a la memoria el arquitecto catalán Antoni Gaudí.
En oriente lo representa muy
bien la iconografía budista en torno a Milarepa, famoso yogui y poeta que vivió
en el Tíbet del siglo XI y donde hoy es reverenciado como héroe nacional, un
místico que retirado en las montañas abruptas del Himalaya se dice que alcanzó
la iluminación tras doce años de soledad y meditación basando su alimentación
sólo en ortigas. Al menos eso nos cuenta una biografía suya que data del siglo
XV.
Fue en este retiro donde
seguramente aprendió que el conocimiento lo tenía en todo cuanto le rodeaba en
esa soledad elegida, donde la naturaleza
era su única y mejor maestra. De
ahí que se le represente de forma frecuente escuchando atentamente con una
oreja muy grande el sonido del río, el viento, los animales, aprendiendo
incluso de lo más minúsculo e irrelevante.
No hace falta retirarte a
una lejana cueva como un ermitaño para extraer valiosas lecciones. El
conocimiento lo tenemos disponible en nuestro entorno más cercano. Como leía en las redes esta semana: mi
escuela es mi segunda casa pero mi casa es mi primera escuela. No le falta
razón a esta frase.
Tengo muy buen recuerdo mis
clases de filosofía de COU con el profesor Ignacio, no recuerdo su apellido,
esta asignatura siempre fue mi favorita y con él la disfrutaba aún más. Me
viene al recuerdo algunas lecciones de filosofía como fue una sobre el filósofo
Sócrates, uno de mis favoritos, no tanto por lo que dijo sino por su ética
práctica y su silencio literario. No dejó nada escrito, tan sólo lo que
trasmitió de él uno de sus discípulos más famosos, Platón.
En la Historia de la
Filosofía de Nicolás Abbagnano se habla de Sócrates respecto del Fedro
Platónico, en las palabras que el Rey Egipcio Thamus dirige a Thot, inventor de
la escritura, arguye quizás el motivo auténtico de la falta de actividad de
Sócrates escritor: “ofreces a los alumnos la apariencia, no la verdad de la
sabiduría; puesto que cuando ellos,
gracias a ti, habrán leído tantas cosas sin enseñanza, se creerán en posesión
de muchos conocimientos, a pesar de permanecer fundamentalmente ignorantes y se
harán insoportables a los demás, porque poseerán no la sabiduría, sino la
presunción de la sabiduría”.
Sócrates, apodo que quería
decir el “Aguijón de Atenas”, es uno de los filósofos que más me gustaba no
sólo por su pensamiento sino sobre todo por su vida que fue un ejemplo de
consecuencia, humildad y coherencia, algo tan escaso en estos días. Al discurso
más bello si no le sigue la práctica se queda vacío. Es un filósofo que
representa la reacción entre la teoría y la conducta, entre el pensamiento y la
acción. Podíamos decir que fue un moralista práctico.
Su método de enseñanza era el
diálogo y en realidad no creía ser portador del saber, por el contrario hace
suya la frase del Oráculo de Delfos, sólo sé que no sé nada.
Lo que me llamó la atención
de esa clase de filosofía y que va en relación con este artículo, fue que
Sócrates era hijo de una comadrona y un escultor lo que le valió para
desarrollar su actividad filosófica, de
dar a luz a las ideas y darles forma, su famosa mayéutica. Un método con el
cuál a través del dialogo lograba que el
interlocutor descubriera sus propias verdades.
Esa era la idea que quería
resaltar, lo que los padres nos trasmiten. Nuestros padres, al igual que nosotros como progenitores, somos una
poderosa y enorme influencia en los hijos, bien por lo que enseñamos, bien por
el ejemplo que damos.
Son una gran influencia, no
sólo por sus genes y el peso que tienen incluso en el carácter. Nos imprimen
una educación que nos va a servir para mejor o peor para toda nuestra vida. Nos
tramiten cómo comportarnos, nos imprimen algo de carácter o nos lo intentan
rebajar, nos liman nuestros defectos,
potenciar nuestras virtudes, nos trasmiten muchos gustos y pasiones y alguna
que otra neurosis también y sobre todo una peculiar visión de la vida.
A mis padres, que hace más
de diez años que ya no están conmigo, les debo mucho además de la vida. Mi
madre siempre me trasmitió, por activa y por pasiva, que había que hacer las
cosas bien. Era muy perfeccionista. Entre otras facetas era una fabulosa
cocinera, y ese gusto por la cocina me lo trasmitió a mí y a mis hermanas. En
mi casa era tan frecuente comer pizza, que comida francesa, libanesa o china.
Eso sí todo casero y con el toque magistral de mi madre. Los niños éramos muy
especiales con la comida, a cada uno le gustaba algo diferente y a mi casi
nada. Mi madre en lugar de cocinar rancho para todos siempre nos hacía un
variado de comidas para todos los gustos
y siempre diferente. Se repetía poco excepto si sabía que algo te
gustaba mucho. Recuerdo aún su bacalao con tomate y pimientos.
De mi padre no puedo decir
que fuera perfeccionista, pero sí que era una persona que nunca se quiso
complicar la vida. Tenía una inteligencia práctica para desdeñar lo que no le
aportaba bienestar. Lo suyo no eran las responsabilidades, sino exprimir cada
segundo de la vida disfrutándola de forma intensa. Trabajar lo justo para luego
irse a cazar o a pescar o a cualquier otra actividad al aire libre que lo
hiciera disfrutar. Nunca me trasmitió verbalmente ese saber vivir, tan sólo lo
mamé y mis genes hicieron el resto.
Por lo tanto mi mejor
aprendizaje que hice de vosotros y que me va a acompañar el resto de mis días y
espero trasmitir a mis hijos, es que la
vida ante todo es para disfrutarla, para ser felices pero eso sí, con responsabilidad ante
nosotros mismos -lo que somos y lo que hacemos- y la sociedad en la que nos ha
tocado vivir, sea Marbella o una aldea pérdida en mitad de la amazonia.
Mi vida sin vosotros lo es
sólo físicamente porque cada día estáis presentes en mis pensamientos y en mi
actitud ante la vida, de la cual os debo mucho.
Javier Lima Molina