18 de abril de 2011

ALFONSO GARCIA Y GUZMAN. HISTORIADOR, DOCENTE, Y POETA

(Artículo publicado en el diario Marbella Express) 
No tuve la suerte de ser alumna suya puesto que cuando él llegó las  monjas habían acaparado ya al elemento femenino casi en su totalidad. A pesar de ello, de alguna  manera lo fui mucho tiempo después, cuando, junto a otros profesores, amigos comunes, nos veíamos en su casa para ser cómplices de una de las muchas “aventuras intelectuales” en las que de manera reiterada estaba inmerso. Y la amistad con este hombre polifacético y apasionado en su quehacer, he de reconocer que significó para mí una lección de sabiduría que alimentó mis inquietudes, haciendo que disfrutara aprendiendo, como me cuentan que lo hicieron la mayoría de alumnos que en su larga carrera de profesor le tenían un enorme respeto y cariño.
Alfonso Silvano García y Guzmán, catedrático de Historia del Arte en varios Institutos de Marbella, llegó a ella en 1955, destinado profesor del primero que se creó en la ciudad, el llamado Instituto Laboral. Había nacido en Madrid, pero el destino lo trajo muy temprano a Marbella, con sus primeras ilusiones docentes escondidas en la maleta, junto con una enorme capacidad de amor y curiosidad por todo lo bello. Nunca fue, y en eso coinciden todos sus alumnos, un profesor al uso; extasiado en la explicación de sus clases que preparaba con la minuciosidad de un artesano, el profesor García y Guzmán –siempre Don Alfonso- supuraba placer en cada una de las diapositivas que él mismo fotografiaba, y que después mostraba con idéntico éxtasis a quienes tenía en los pupitres, intentando que algo de su pasión artística  llegara hasta ellos.
El refrán dice que “De la abundancia del corazón habla la boca”, y nunca fue más acertado que en la persona de este profesor, cuya escasa visión, en lugar de ser un hándicap, lo motivó más y con más fuerza a intentar atrapar todo lo artístico que el hombre ha ido creando desde su instalación en el planeta tierra.
Con una mentalidad inquieta y vivaz, necesitó sentir en directo lo que después habría de enseñar a sus alumnos. Por ello, comenzó a viajar allá donde el Arte tiene su cumbre dorada y máxima: Italia y Grecia fueron recorridas palmo a palmo, como peregrino, como fotógrafo, como poeta. Porque Alfonso era un caudal tan inmenso que estalló en formas muy diversas.  Su intelecto era un mosaico de saberes que fue depositando paso a paso en la hermosura de poemas grandiosos donde la Mitología estaba presente como fuente y algunos mitos, como protagonistas. Poesía difícil, a veces, por la profundidad de conocimientos, que hacía necesario estar a una altura de gigante. Algunos de los títulos de su poemario hablan  claramente de la belleza que su interior encierran: “En Nassos siempre es amanecer”; “Dominio de un Dios fluvial”; Plutonio y la doncella”; y el más conocido, quizás, “Griseldiana” donde el erotismo se aúna con la mística en plástica extraordinaria.
Experto en el arte del Renacimiento, conocía Florencia casi tanto como la Marbella de la que con el tiempo se consideró un hijo más. Iba y venía, con su máquina de captar los Tizianos, Boticcellis, Miguel Angel, Brunellesci, Caravaggio, de quienes necesitaba no sólo la contemplación y el estudio de sus obras sino el aire y el pálpito callejero que sus admirados habían respirado antes que él.
Junto a ellos, y siempre acompañándolo, la Música. Me han dicho que era uno de los hombres más expertos en Opera. Lo era en todas las formas musicales, y puede que su saber y su forma de mostrarlo haya logrado en quienes estuvimos junto a él, un conocimiento de los clásicos que fue puro contagio. Escuchar a Mahler o Haydn unidos en una filmación de Alfonso era, de verdad, un placer reservado a los dioses.
Las filmaciones que mostraba a sus amigos eran documentales magníficos en los que un viaje se convertía en un cortometraje artístico y musical. Todo ello, ensamblado a la dulce, laboriosa, callada y extenuante labor de una mujer singular, cuyo nombre debe ir unido a los logros de Alfonso como si de los de ella se tratara. Pepita, a la manera de las “grandes” (Zenobia, María Teresa León…etc) aceptó que su marido se hiciera poeta e ilustrado experto en Arte mientras ella recorría a su lado el duro y casi anónimo camino de la cotidianidad. Fue para él sus ojos, y además, esposa, madre, compañera y ferviente admiradora. La simbiosis de esta pareja de profesores podría servir como un manual para el hoy tan difícil camino del matrimonio.
Sea este pequeño homenaje también para ella, la mujer de un hombre que vivía en otra atmósfera distinta a los conflictos de poder, dinero y ambiciones.
En nombre de antiguos alumnos, amigos, compañeros y confío que, de la mayoría de mis paisanos, un aplauso al ensimismado “Profesor de Arte”, sabio poeta y melómano exquisito.

Ana  María  Mata
Historiadora y novelista

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