(Artículo publicado en el diario Marbella Express el 16 de junio de 2010)
En el fugaz espacio que suele concedernos la vida, el ser humano tiene, al menos, la capacidad de recibir y dar uno de los sentimientos más imperecedero y gratificante que existen . Su nombre es Amistad, y cuando ocurre y es auténtico, nos sumerge en una agradable marea de complicidades, comunicación y placer que por si solas pueden justificar el inabordable misterio de la existencia. Es por ello que hoy quiero traer a la memoria de quienes lo conocieron a un hombre del que todavía hoy, trece años después de su marcha, nos resulta dolorosa y hasta inaceptable su ausencia.
La palabra del alma es la memoria, dijo el poeta Luis Rosales. Para ella no existe el paso del tiempo, que aunque todo parece curarlo, deja a veces, cicatrices invisibles, pero dolorosas y duras. Paco Cantos se fue un 24 de junio, cuando el solsticio de verano comenzaba y las hogueras de San Juan ardían en las playas del pueblo a quien tanto amó y al que dedicó gran parte de una mente sabia y privilegiada. No le dio siquiera tiempo para despedirse. Se fue de puntillas, con la timidez que le caracterizaba y el propósito de no molestar demasiado a sus amigos, a su familia, a los muchos que hubiéramos necesitado decirle lo enfadados que estábamos con su muerte, con su retirada y su adiós cuando más falta nos hacían personas como él.
Permítanme poner con mayúscula la palabra MARBELLERO, porque era la que a él le gustaba y porque pocos lo han sido con la autenticidad y el orgullo que el sentía al profesar como tal. Si de casta le viene al galgo, a él desde luego debía venirle de una familia con raíces profundas en el pueblo, prolífica y tan conocida como puede ser hoy la Plaza de los Naranjos. Manolo Cantos, su padre, el queridísimo “Manolito”, a secas, el practicante más eficaz de largas décadas, cuya bondad nos hacía olvidar el miedo a la aguja temida con sólo verle aparecer, pequeño y silencioso, con el algodón mágico dentro de su gastado maletín.
Paco siguió su camino, el de la aguja y el recorrido por las casas del pueblo con moto o sin ella, respondiendo a preguntas, reconociendo enfermedades antes aún de licenciarse en Medicina, cosa que hizo cuando ya había dejado lejos los cortos pantalones pero no la ilusión por el conocimiento, por no quedarse en lo cómodo, por dar un paso adelante en su vida. Fue médico, pero necesitaba más. Y se hizo historiador vocacional, investigador paciente de viejos legajos cuyas páginas parecían fascinarle. Y especialmente, escritor. Dos novelas con Marbella dentro, “Crónica de las buenas gentes” y “El día señalado” en el estilo semi-barroco de un Carpentier o un Onetti rejuvenecidos. Disfrutaba escribiendo y se le notaba. Cada página suya era un canto a la buena literatura, detallista, minucioso, con las metáforas justas y el adjetivo siempre apropiado. Pudo ganar premios y honores si la vida se lo hubiese permitido. De hecho llegó a finalista del Ateneo de Sevilla. Pregones, revistas en las que involucró a esta humilde escritora que pasó los mejores ratos de su vida trabajando con él, aprendiendo, divirtiéndonos con historias y comentarios.
Impregnó de cultura a la Hermandad de San Bernabé, de la que era uno de los fundadores. Aquellas semanas culturales que Paco promovía quedaron en el espíritu de los Romeros como las más fecundas, por su incansable aliento en llamar a unos y otros, que nunca dejaban de acudir al eco de la palabra de Paco, a un hombre en el que todos reconocíamos su enorme voluntad unida a un carácter bondadoso.
Su familia, Marbella, sus amigos y el Casino. Cuatro ases decisivos en el listón de sus afectos. La escritura y la Historia, sus amantes no precisamente furtivas. Alguna vez me dijo, no creo que en secreto, que era un hombre feliz. Sólo sentía la tristeza anticipada de saber que un día no podría volver sus ojos a La Concha y Juanar, ni al Mediterráneo, ni a la Alameda de nuestra infancia, ni a la Iglesia de la Encarnación, ni a la Plaza o nuestra querida calle compartida, Enrique del Castillo, donde ambos nacimos y vivimos frente a frente.
Francisco Cantos Moyano, médico, escritor y vecino, déjame decirte allá donde te encuentres que te echo –te echamos- de menos mucho más de lo que nunca imaginaste. Que no hay olvido sino recuerdos de gran valía en torno a tu persona.
Y que estoy segura de seguir charlando contigo de Marbella, la escritura y los libros aunque desconozca la forma y el lugar donde lo haremos.
Hasta siempre, Paco. Un abrazo prendido en tus gafas de miope tierno.
Ana María Mata
Historiadora y novelista.
2 comentarios:
Tengo una anecdota con Paco que retrata su caracter. Al poco de terminar uno de sus libros le firmó y ragaló a mi padre un ejemplar con una larga dedicatoria muy personal. Como nunca me he resistido a un libro y menos de un autor local, rapidamente me puse a leerlo en un verano muy largo y caluroso. Una de aquellas tardes de lectura debí quedarme dormida a la sombra de los perales con el libro. "Canelo" un mastín que teniamos por entonces, dió cuenta de él comiéndose los últimos capitulos. Al despertarme ví horrorizada lo ocurrido y le oculté a mi padre el hecho. Días despues compré un ejemplar y con los restos del primer libro me dirigi a la consulta de Paco. Le expliqué lo sucedido y copió punto por punto en el segundo ejemplar su dedicatoria del primero. Jamas le dijo nada a mi padre y desde entonces le sentí complice y cercano. Sentí su perdida con gran tristeza.
Me ha encantado poder encontrar escritos tuyos.Me parece que escribes maravillosamente.Tienes una prosa,clara y perfecta.Soy una enamorada de la historia y te he encontrado a través del blog de Moreno Marbellenses.ESpero que sigas escribiendo esos escritos llenos de cultura,con derroche de sentido común e ilustración amen de serenos. Buenas tardes y buena suerte
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