11 de diciembre de 2016

SAN FIDEL DE LA HABANA

¡Cómo nos gustan los muertos…! no solo a nosotros, españolitos necrófilos que en cuanto algunos de los que atizamos duramente en vida, llamándoles de todo, se le ocurre morirse, corremos a venerar su figura, haciendo, la mayoría de las veces, apología intensa de una vida que, mientras la vivía, detestábamos. Ignoro el sentido auténtico de este curioso fenómeno, pero ni que decir tiene que,  el hecho de sentirse benévolo cuando ya el finado no nos puede fastidiar en aquello que lo hacía, nos genera una placidez casi, casi, sincera.
Ha muerto un hombre en cierto modo singular. Aunque solo fuese por que fue capaz de mantenerse en el poder casi cincuenta años, vivir a pesar de todos y de las diversas formas en que quisieron matarle, desafiar al gigante americano y ser llamado todavía por algunos, el padrecito de los cubanos, después de sus incontables fechorías humanas y políticas…solo por eso hay pensar que el hombre que acaba de morir no era un dictadorzuelo cualquiera, no era uno más de los que han ensombrecido la vida de los países de Iberoamérica.
 Fidel Castro, muerto en olor casi de santidad, fue, desde luego muchas cosas más que el presidente de una nación constreñida y pobre. Fue lo que quiso ser, aunque tal vez el día en que entró en La Habana junto al –posteriormente– celebérrimo Che Guevara, sus intenciones fuesen otras, y hasta, concedámosles la posibilidad,  mejores para el pueblo al que salvó de un elemento como Batista. Pero el tiempo todo lo altera y con él no hizo excepción. Mal gestor de la economía, pésimo administrador de los bienes con los que contaba, ni siquiera su platónico amor con la Rusia de entonces logró aminorar la decadencia en la producción, que año tras año fue cayendo en picado.  
El mito de sus logros en materia de salud y educación, aun con una incipiente base, no justifica que demasiados médicos tuviesen que recetar medicamentos inexistentes en la isla, o la falta de profesorado competente en unas escuelas caídas a trozos y casi en ruinas.
Pero Fidel Castro tenía sus trucos, claves para conseguir el éxito popular que se le atribuye. Uno de ellos fue la adhesión a los ritos paganos-cristianos de las naciones que le ungieron con su adhesión. Los santuarios de la macumba brasileña, del vudú haitiano, del winti de Guayana, todos tenían la imagen de Castro junto a las más diversas deidades. Así se alcanza una veneración que difícilmente se consigue con hechos, o en un ámbito cultural desarrollado.
Otro tema distinto es la realidad de las persecuciones castristas. A una poetisa, María Elena Cruz Varela, opositora al régimen, le hicieron rodar por las escaleras, y, ensangrentada, la obligaron a comerse sus poemas. Un ejemplo entre los miles de encarcelados, intelectuales o no, o de los muchos que perdieron la vida dentro del saldo oficial de 3.216 desaparecidos y asesinados.
El castrismo, además exportó su modelo hacia casi toda la América Latina. En Venezuela, las bandas criminales que hoy siembran el terror y se han cobrado miles de vidas fueron entrenadas por Cuba. Lo que no deja de resultar curioso es la diferente vara de medir  que muchos diarios y articulistas han usado en la hora de la necrológica. Mientras los dictadores militares que asolaron Chile y Argentina, fueron considerados en el exterior como lo que eran, y en general, rechazados, a Fidel una vez alcanzada la provecta edad de noventa años, y familiarizados con sus últimas fotos en chándal, ha logrado que los titulares encabecen en muchos casos sus crónicas llamándole simplemente “El líder de la Revolución Cubana”.  Un abuelito encantador que todavía era capaz de arengar durante cuatro o cinco horas, a pesar de la barba rala y los párpados caídos
No parece sino que dicha revolución hubiese sido ejemplar y llevado al país a una democracia  auténtica.
Lo dicho. ¡Cuánto nos gustan los muertos! Y que fácil resulta idealizar, a veces, a quien en vida, abolió de un plumazo, además de lo  escrito anteriormente, la libertad.


Ana  María  Mata 
Historiadora y novelista

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