¡Cómo nos gustan los muertos…!
no solo a nosotros, españolitos necrófilos que en cuanto algunos de los que
atizamos duramente en vida, llamándoles de todo, se le ocurre morirse, corremos
a venerar su figura, haciendo, la mayoría de las veces, apología intensa de una
vida que, mientras la vivía, detestábamos. Ignoro el sentido auténtico de este
curioso fenómeno, pero ni que decir tiene que,
el hecho de sentirse benévolo cuando ya el finado no nos puede fastidiar
en aquello que lo hacía, nos genera una placidez casi, casi, sincera.
Ha muerto un hombre en cierto
modo singular. Aunque solo fuese por que fue capaz de mantenerse en el poder
casi cincuenta años, vivir a pesar de todos y de las diversas formas en que
quisieron matarle, desafiar al gigante americano y ser llamado todavía por
algunos, el padrecito de los cubanos, después
de sus incontables fechorías humanas y políticas…solo por eso hay pensar que el
hombre que acaba de morir no era un dictadorzuelo cualquiera, no era uno más de
los que han ensombrecido la vida de los países de Iberoamérica.
Fidel Castro, muerto en olor
casi de santidad, fue, desde luego muchas cosas más que el presidente de una
nación constreñida y pobre. Fue lo que quiso ser, aunque tal vez el día en que
entró en La Habana
junto al –posteriormente– celebérrimo Che Guevara, sus intenciones fuesen
otras, y hasta, concedámosles la posibilidad, mejores para el pueblo al que salvó de un
elemento como Batista. Pero el tiempo todo lo altera y con él no hizo
excepción. Mal gestor de la economía, pésimo administrador de los bienes con
los que contaba, ni siquiera su platónico amor con la Rusia de entonces logró
aminorar la decadencia en la producción, que año tras año fue cayendo en
picado.
El mito de sus logros en materia
de salud y educación, aun con una incipiente base, no justifica que demasiados
médicos tuviesen que recetar medicamentos inexistentes en la isla, o la falta
de profesorado competente en unas escuelas caídas a trozos y casi en ruinas.
Pero Fidel Castro tenía sus
trucos, claves para conseguir el éxito popular que se le atribuye. Uno de ellos
fue la adhesión a los ritos paganos-cristianos de las naciones que le ungieron
con su adhesión. Los santuarios de la macumba
brasileña, del vudú haitiano, del winti
de Guayana, todos tenían la imagen de Castro junto a las más diversas
deidades. Así se alcanza una veneración que difícilmente se consigue con
hechos, o en un ámbito cultural desarrollado.
Otro tema distinto es la
realidad de las persecuciones castristas. A una poetisa, María Elena Cruz
Varela, opositora al régimen, le hicieron rodar por las escaleras, y,
ensangrentada, la obligaron a comerse sus poemas. Un ejemplo entre los miles de
encarcelados, intelectuales o no, o de los muchos que perdieron la vida dentro
del saldo oficial de 3.216 desaparecidos y asesinados.
El castrismo, además exportó su
modelo hacia casi toda la América Latina.
En Venezuela, las bandas criminales que hoy siembran el terror y se han cobrado
miles de vidas fueron entrenadas por Cuba. Lo que no deja de resultar curioso
es la diferente vara de medir que muchos
diarios y articulistas han usado en la hora de la necrológica. Mientras los
dictadores militares que asolaron Chile y Argentina, fueron considerados en el
exterior como lo que eran, y en general, rechazados, a Fidel una vez alcanzada
la provecta edad de noventa años, y familiarizados con sus últimas fotos en
chándal, ha logrado que los titulares encabecen en muchos casos sus crónicas
llamándole simplemente “El líder de la Revolución Cubana ”. Un abuelito encantador que todavía era capaz
de arengar durante cuatro o cinco horas, a pesar de la barba rala y los
párpados caídos
No parece sino que dicha
revolución hubiese sido ejemplar y llevado al país a una democracia auténtica.
Lo dicho. ¡Cuánto nos gustan los
muertos! Y que fácil resulta idealizar, a veces, a quien en vida, abolió de un
plumazo, además de lo escrito
anteriormente, la libertad.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
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