La situación actual que nos vemos obligados a vivir en este mundo distópico donde nos encontramos resulta válida para explicar a aquellos que propugnan adelantarse a los acontecimientos y al menos prever sus más inmediatas consecuencias. Pero también serviría como justificante para los que creen que el azar y solo él es el dueño absoluto de la vida en el planeta tierra.
De un modo o de otro la pandemia resultante
del corona virus es hoy una realidad aplastante a la que no podemos sustraernos
por muchas vueltas que le demos a su origen y su rápida evolución. La única
certeza sobre ella es que está aquí, entre nosotros, como un huésped indeseado
que se resiste a desaparecer . Y nos vemos obligados a convivir con su
presencia invisible pero terriblemente maligna. Haremos estadísticas,
porcentajes y revisiones contínuas mientras el maldito microbio parece
disfrutar con nuestro miedo, nuestro esfuerzo y el escaso rendimiento de estos
afanes.
Entre tanto, el verano aparece de golpe, con
su manto de temperaturas exageradas pidiendo su lugar como un visitante
habitual, a sabiendas de su poderío. Y de golpe nos encontramos los pobres terrícolas con dos bandos opuestos
interceptados entre sí, combatiendo por nuestra presencia.
De un lado, la necesidad de confinamiento
como única medida para alejar el maldito virus, y de otro el deseo irresistible
de luchar contra el calor veraniego, dándonos un chapuzón como acostumbrábamos
en el mar . Pero ¡ay! la cosa no es simple ni sencilla, ya que las medidas
contra el adversario obligan a una distribución de las playas en cotos medidos
y tasados, horario fijo y citas previas.
Las playas se convierten así en lugares donde reina el nerviosismo por la hora convenida, la regulación de metros entre vecinos de arenas y hasta es posible que un marcaje plastificado entre límites. Todavía sin entender como harán las familias con varios hijos pequeños para acceder a un trozo de arena y otro tanto de mar.
Con estas condiciones o bien sacan al
ejército para vigilar cada metro de playa o como resultado de nuestro
españolismo habitual, nos saltamos a la torera estas normas anti-virus y
dejamos al corona volar a su gusto entre los playeros inconformes.
Verano difícil para todos este del dos mil
veinte, que ya empezó con mal pie en las zonas asiáticas desde enero, para
llegar al continente europeo a renglón seguido, aunque nosotros
fuésemos informados más tarde y
al parecer con procedimientos anormales.
España vive prioritariamente del turismo y
ese es un agravante excepcional en estas circunstancias. El viajero que llega
del extranjero quiere seguridad pero también playas, en primer lugar y espacios abiertos donde disfrutar de
una fría cerveza y un espeto de sardinas asadas. No quiere de ningún modo
permanecer quince días en confinamiento, perdiendo tiempo del que dispone.
Quiere libertad y si nuestro país se la niega buscará otros lugares más
cercanos a sus deseos.
La muy particular lucha entre salud y
economía, van a librar su más dura batalla en cuanto el calendario avance unos
días más y el calor se haga insoportable.
Lastimoso pero eficaz sería que todos estos
planteamientos nos llevasen a la reflexión definitiva de que somos seres
fácilmente prescindibles no más que un oscuro microbio le de por salir de su
escondrijo.
Ya no se estila la virtud antigua de la humildad.
Por desgracia, tal vez, pero no habrá otro remedio que retomarla.
Ana María Mata
(Historiadora y Novelista)
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