Después de varios intentos, logré finalmente encontrar la postura adecuada para pasar la noche y dar acomodo a mi ansiedad. No me resultó tan fácil lograrlo, a diferencia de otras ocasiones, créanme. Desde que estoy aquí, de eso hace ya un par de meses, la molicie, la desgana la falta de interés y una pérdida total de autoestima, me han convertido en un ser abatido y resignado. Pero hoy he decidido acabar con todo esto. No se si lo lograré. Al menos lo intentaré si puedo controlar mi excitación.
Era una noche sin luna. Permanecí largo tiempo observando la alta valla que circundaba el recinto y que lo aislaba del mundo exterior. Únicamente se tenía acceso por una puerta siempre cerrada con un gran candado de hierro. Dirigí la mirada al patio en el que pude observar dormitar, acurrucados en el suelo a varios compañeros de infortunio. A esas horas no había nadie en la caseta del responsable del recinto. Todo estaba en calma. Todo parecía propicio para intentar escapar de aquél lugar.
Durante muchos años fui miembro de las fuerzas de seguridad del estado. Mis intervenciones fueron muy consideradas en el cuerpo policial y cuento con diplomas de agradecimiento por mi labor no solo en España, sino también en diversas partes del mundo. Seguramente me habrán visto en algún telediario y periódicos al lado de mis jefes, con una medalla colgando sobre mi pecho. La condecoración que se me otorgó en Sarajevo la noche que sufrimos un terrible bombardeo. Gracias a mi intervención, primero alertando al cuartel de la llegada de los aviones y después ayudando con riesgo de mi vida a muchos soldados de la guarnición. Nací con una especial predisposición para detectar cualquier síntoma de peligro y saber como comunicarlo a mis superiores a pesar de no hablar el idioma de muchos de ellos.
Gracias a mis experiencias pasadas no me fue difícil sortear los cuerpos de mis compañeros sin que detectaran mi movimiento y llegar a la zona de la valla en la que se había acumulado el agua de las pasadas lluvias. Allí era donde la tierra debía estar más húmeda y por consiguiente me resultaría fácil excavar un hoyo sin hacer ruido y por el que podría deslizarme sin demasiada dificultad. Así conseguí reptar hacia el exterior.
Bajo mis pies observe las luces de la ciudad. No estaba lejos y aun siendo noche cerrada, la conocía tan bien que no me costaría gran esfuerzo orientar mi fuga. Mientras bajaba por la ladera del monte en donde se encontraba el lugar en el que estaba recluido, no pude dejar de pensar en la dureza de la vida castrense sobre todo cuanto supone acatar las ordenes de los jefes. Obedecer y actuar en consecuencia: sin rechistar. Así lo asumí desde el primer día. He sido fiel a las ordenanzas y nunca las he eludido por difíciles de comprender que fueran. Gracias a ello he gozado de la estima y confianza de mis superiores. Mi comportamiento ha sido siempre intachable hasta el día que abandoné mis obligaciones para ir a encontrarme con una bella vecina sin informar a mis jefes. Falta grave.
Se llama Dulce. Todo en ella lo era: su elegante andar, sus modales, su mirada y sobre todas las cosas su esbelto cuerpo juvenil. Desde que la vi la vez primera se apoderó de mí un sentimiento desconocido hasta entonces. No fui capaz de controlar una irreprimible atracción hacia su presencia. Esperaba ansioso su hora de paseo para coincidir con ella acompañada de alguna de las personas que vivían en la gran villa en la que ella se alojaba,
Yo solía pasear los fines de semana por los mismos lugares que ella lo hacía. Nos cruzamos muchas veces sin intercambiar palabras. Sólo esquivos gestos y miradas que al cabo, mi instinto intuyó como de silenciosa complicidad. A pesar de estar atareado en mis cotidianos menesteres castrenses no había momento del día que dejara de pensar en ella. Era la primera vez que me ocurría algo semejante.
Sorteando el bosquecillo, un arroyo se abría paso entre los árboles y arbustos de su ribera. Allí la encontré una tarde de verano, saltando alegremente entre las piedras, remojándose en alguna de las pozas. Temeroso de interferir en su intimidad permanecí observándola algún tiempo oculto entre el ramaje de una zarzamora. A pesar de ser yo un experto, por mi profesión, en pasar desapercibido, también lo era para saber si mi presencia podía ser detectada con algún movimiento inadecuado. Sabía de sobra como evitar situaciones críticas en actos de campaña, pero carecía del conocimiento suficiente para eludir o detectar otro tipo de peligros ajenos a los estrictamente militares Si lo hubiera tenido no habría dejado mi escondrijo para acercarme a ayudarla a salir del pequeño remolino que la aprisionaba.
Así empezó todo. Ambos esperábamos ansiosos los días de nuestros encuentros. Cada uno ellos parecía que fuese la primera vez. En nuestros paseos no me resultaba difícil eludir a nuestros acompañantes ocultándonos entre los matorrales. Y allí, camuflados en la espesura de los matorrales, con el río como único testigo, comenzó el idilio que fue nuestra perdición.
La tarde de un fin de semana no vino al encuentro. Pasaron varias semanas. Por alguna razón dejó de salir a pasear. Su ausencia me preocupaba de tal manera que incluso me llevó a descuidar mis obligaciones, pendiente a cada rato de la puerta de su casa, al otro lado de una gran avenida y no muy lejana de mi cuartel. Así permanecí, como un centinela, atento a cualquier signo de su presencia.
Por fin la ví asomarse a la cancela de su jardín. No pude reprimir mi emoción ni mi instinto. La llamé. Ella me respondió. Cruzamos ambos la avenida sin mirar a nada ni a nadie sino a nosotros mismos. Corrimos el uno hacia el otro como dos posesos. El conductor del coche que dejó su cuerpo quejumbroso sobre el asfalto no pudo evitar la colisión. Quedó tendida en él con la mirada puesta en mí. Escuché sus angustiosos gemidos de dolor. Pero no pude hacer nada porque desde el cuartel una orden imperiosa me hizo regresar a él de inmediato
A efectos de deducir responsabilidades se estimó que yo era el causante de haber provocado el accidente.
Ella se llama Dulce, la perra favorita de una rica familia alemana, dueña de una gran mansión, y yo, Aníbal, un cuartelero perro pastor. Sus amos intuyendo nuestra inadecuada relación decidieron acabar con ella suprimiendo los paseos. Hago caso omiso de ordenanzas y reglamentos y me escapo para ir en su busca allá donde se encuentre.
1 comentario:
Me ha mantenido atento el relato hasta su final. Algo diferente.
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