(Relato escrito para el Ateneo de Marbella y leído con motivo de la celebración de la llegada de la Primavera. Marbella 15 de abril de 2010)
Trato de abrir los ojos…
Enrique siempre igual: “¡Que no se puede coger el balón con las manos! “. Nada, él ni caso. Coloca la pelota, ahora transformada en calabaza, y dispara a portería donde llega mansamente a mis manos. La calabaza sonríe y me guiña un ojo. En el centro del campo Messi y Ronaldo se tiran al suelo muertos de risa…
La radio del coche continúa con la encuesta sobre quién es el futbolista del siglo XXI, si Cristiano Ronaldo o Messi.
Por fin logro despertar. Apago la radio y trato de localizar por dónde estamos pasando en estos momentos. El perfil casi humano del montículo que aparece por la ventana me sitúa en la autovía circundante de Antequera. A su tremendo realismo sólo le falta abrir un ojo para hacerme dudar de si sigo soñando o he despertado.
La carretera se muestra amplia y nueva; tres carriles para ambas direcciones, las líneas bien marcadas, señales impolutas y radar incluido. La campiña se extiende hacia la Peña de los Enamorados, estirándose junto al rostro, que parece emerger de la tierra. A la izquierda, dejamos el nuevo polígono industrial reflejo de la prosperidad de esta bella ciudad ubicada en las faldas de la cordillera que lleva su mismo nombre. Poco a poco nos adentramos en la vega y sus extensos cultivos de secano, cereales y olivar.
El escaso tráfico que nos acompaña en nuestro viaje se divide entre los que se dirigen hacia Sevilla o Granada y los que optamos por Córdoba; imponentes nombres que en este instante son sólo destinos de paso a no más de una hora de viaje.
El momento de ensoñación no me abandona, trasladándome en esta ocasión a las innumerables veces en las que he pasado por esta zona por diversos motivos: estudios universitarios, visitas familiares, deporte y ocio e incluso profesionales. A pesar de ello, cada vez es diferente a la anterior. La época del año, la climatología, la compañía y sobre todo el estado de ánimo influyen en la manera de sentirlo. El lugar no cambia salvo por pequeñas modificaciones del trazado o alguna que otra construcción, somos nosotros los que modificamos el punto de vista con el paso del tiempo. Nuestro propio tiempo.
Me vuelvo a cruzar con la misma zona anegada que en verano se deseca mostrando las cicatrices en la arcilla cuarteada. Se suceden los pozos particulares, con su variada geometría y que siempre me propongo fotografiar dejándolo finalmente para la próxima vez. Poco a poco van discurriendo los kilómetros y la monotonía del paisaje únicamente se ve alterada por el nuevo viaducto sobre el río Genil, imponente tajo de más de setenta metros de altura que esconde un oasis de fértiles huertas.
Mis reflexiones me llevan a comparar, una vez más, el progreso y avance tecnológico, en este caso bajo la apariencia de autovía, con lo tradicional y atemporal de las antiguas carreteras nacionales, donde su paso a través de los pueblos nos proporcionaba una familiaridad momentánea hacia su historia y costumbres. Frente a esta forma de viajar, actualmente sólo se sabe de la existencia de los pueblos por simples carteles indicativos, y si hay suerte, por una lejana y fugaz visión, como es el caso del polígono de Lucena, que ahora se nos aparece en nuestro recorrido mostrando una gigantesca silla como reclamo de una empresa de muebles.
Reclinado en mi asiento de acompañante, miro el espejismo que se produce sobre el asfalto. Poco a poco se van difuminando las imágenes a mí alrededor; el suave balanceo del coche actúa cual mecedora de antaño y me transporta, una vez más, al mundo de los sueños.
Arturo Reque Mata
Arquitecto