El nacionalismo español está
satisfecho: el derechas, porque gobierna y ambos (igual de nacionalista es la
izquierda que la diestra) porque la selecciones españolas, como los antiguos
tercios, airean nuestro pabellón por este mundo ancho y ajeno, que decía Ciro
Alegría. Ataviado con su antigua arrogancia, el español ha encontrado en el
deporte —a falta de símbolos o fechas unificadores— el santo y seña de su
verdadero ser. Pero hubo un tiempo en España en el que el prestigio se tasaba
según su cultura. Prácticamente todas las historias de la nación o similares que
se escribieron en el último tercio del siglo XVIII tenían como leit motiv la precedencia de la cultura
española sobre el resto. Cuando se discutió desde fuera (Morvilliers,
Montesquieu y algunos anteriores) el valor de nuestra literatura, de nuestra
ciencia experimental, del nivel económico y comercial de España, la respuesta de
los intelectuales hispanos fue inmediata: Forner, los hermanos Mohedano, Cadalso,
Campomanes, Capmany o Masdeu reivindicarán las virtudes y excelencias de una
España que no se resignaba a jugar un papel secundario en el panorama de
modernización general europeo. Sin embargo, en la actualidad, y a falta de
otros motivos, es el fútbol lo que nos renueva el orgullo y el crédito que perdimos
en la batalla de Rocroi y paces sucesivas. En «este país», el fútbol y el
deporte en general parecen hoy dar la medida de nuestra significación. Y,
efectivamente, el nivel deportivo de una Estado —cuando es alto, permanente y
generalizado— revela una preocupación de sus gobernantes que suele ir en
paralelo al de la cultura y la ciencia. ¿Sucede así en España?
En un pasaje de Los Miserables, el narrador proclama que
«La grandeza de países como Alemania y Francia estriba en sus grandes hombres y
obras y en la elevación del nivel que aportan a la civilización, y no en sus
victorias militares, que son accidentes. Sus victorias ni los elevan ni los
rebajan sus derrotas. Eso sólo ocurre con los pueblos bárbaros (…). Su peso
específico en el género humano resulta de algo más que de un combate». Amén.
A falta de guerras contra nuestros
vecinos del norte, los tuteamos porque tenemos un equipo de tenis que es la
reencarnación de la Armada Invencible.
Mas, ¿podemos siquiera aspirar a lacayos de su nivel
cultural? Hasta donde alcanzo, la crisis concierne a casi todos, las
instituciones están al pairo de un temporal incesante y las medidas han de ser
drásticas e impersonales. Y también puedo llegar a comprender que al que
competen las decisiones le cueste lo suyo. Pero lo que no puede aceptarse de
ninguna de las maneras es que en este milenario país las mermas presupuestarias
afecten, más que a ningún otro capítulo, a los patitos más feos y rezagados de
todos: la cultura y la educación, proporcional y absolutamente. ¡Joder! Ahí no
se produce —con las lógicas reprobaciones de los afectados— ni la más mínima
controversia; ni siquiera la ciudadanía disimula su acuerdo: ahora no es tiempo
de fruslerías y aliños innecesarios. La arqueología, ¡por Dios! Ya habrá
tiempo.
El arqueólogo municipal de Tarifa,
Alejandro Pérez-Malumbres Landa (marbellense de condición), ha sido despedido. A
mi juicio, no es relevante quiénes gobiernen en la ciudad. Al equivocado
concepto de que la inversión en el patrimonio es prescindible, se suma el hecho
de que es en Tarifa, que desde el año 711 forma parte, con letras gruesas, del
catálogo de nuestro patrimonio. Hombre… si hubiesen despedido al arqueólogo de
Brasilia, pero, ¿al de Tarifa, que era el único garante e imaginaria de su
herencia arqueológica, excepción hecha del conjunto de Baelo Claudia,
gestionado por la Junta?
Pasa en la Administración y no sé
por qué; o sí. Un arqueólogo o un archivero (como es mi caso) es un gestor de
información tan vital como pueda serlo uno de recursos humanos o financieros, y
esa misma información y su tratamiento adecuado son tareas de extraordinaria
importancia que diariamente se manifiestan y demandan los más variopintos
usuarios. Los que trabajamos en la cosa pública sabemos perfectamente quiénes
sobran y quiénes no. También los políticos. El arqueólogo de Tarifa (una de las
personas más cualificadas de ese ayuntamiento) ganaba alrededor de 1.400 €
netos al mes;.bastante menos que el guarda del castillo. Pero era «el»
arqueólogo y no formaba parte de colectivo alguno dentro de la institución. Despedir
a los que son prescindibles (más en número y mucho menos cualificados) es un suicidio
electoral y una medida impopular. Ahí debería estar el político y no asestando estocadas
perfectas, que son artes de otros oficios. Aunque, bien pensado, ¿qué, si no,
sabemos hacer los españoles?
Francisco de Asís López
Serrano
Archivero municipal de
Marbella
2 comentarios:
Genial el artículo, Paco. Cuánta razón tienes: a veces creo que nuestros políticos (sean del color que sean) tienen por cabeza un balón de fútbol. Ay, qué sería de nosotros sin el trabajo (impagable) de esos arqueólogos (Ildefonso Navarro, en Estepona, por ejemplo), historiadores, archiveros (Galán, también en Estepona); profesionales que, desgraciadamente, son los primeros en ser señalados como prescindibles en esta sociedad del pan y circo deportivo y televisivo. En fin: habrá tiempos mejores, espero.
Un saludo.
Andrés Reque Mata.
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