Con demasiada frecuencia olvidamos los hechos
históricos del pasado y rechazamos las enseñanzas que de ellos deberíamos
extraer. Especialmente los desgraciados esconden en sus páginas trágicas
consecuencias que son infinitamente
valiosas. Pero es cierto que volvemos a caer en la misma piedra donde antes
nuestros antecesores tropezaron y se dieron de bruces. Somos tan fatuos que
tendemos a creer en que a nosotros no va a ocurrirnos igual.
El problema económico actual es tan antiguo
como el hombre mismo y a pesar de los hechos terribles que muchos propiciaron,
en época de bonanza nadie quiere (ni estados ni ciudadanos) oír hablar de
restringir gastos, imitar a la inteligentes hormiga en su sabia idea de
prevención y no actuar como chicharras dislocadas que es lo que hemos hecho. En
el momento en el que los mercados funcionan entramos en el frenesí del
consumismo con idéntica ansiedad que el niño ante el helado de chocolate. A
veces me entra la duda de si en verdad pertenecemos, como nos han dicho, al
calificativo de “sapiens”.
Tal vez aún estemos a tiempo ahora de dedicar
unos minutos en reflexionar si de la tan cacareada crisis podemos sacar algo
positivo. Algo que no se traducirá, por supuesto materialmente en nada, pues
por ahí van precisamente los tiros; por el exceso de materialidad acumulada de
muy diferentes maneras. Casas, coches, joyas, juguetes, vestidos, adornos,
aparatos diversos…hasta un etc larguísimo. De todo ello hemos tenido tanto que
el hastío llegó a preguntarnos si no existirían novedades que también
pudiésemos comprar. Por desgracia las drogas y el exceso de alcohol entraron ahí.
Existe una lectura distinta para tiempos como
los de hoy que no nos vendría mal tener en cuenta. Basta con echar una leve
mirada hacia atrás.
Para mi generación, que no vivió la guerra,
pero sí sus consecuencias posteriores, la famosa pos-guerra, con sus cartillas de
racionamiento, las muchas restricciones y en general la falta de casi todo lo
que hoy consideramos imprescindible, creo que fue una escuela provechosa de la
que nuestros hijos, por ejemplo, no han podido aprender. La escasez material
impulsa la imaginación hasta límites insospechados. Una caja simple de cartón
era, por esos años, tantas cosas posibles (casita de muñecas, coche, garaje,
joyero,) que nos lo pasábamos bomba con ella, como con la piedra con la que
jugábamos al “Rayo”, las canicas o cualquier objeto desechable. Por otro lado,
sabíamos que no podíamos optar a más de los que nos daban, y no se nos ocurría
pedirlo. La calle era nuestro paraíso particular, las bicicletas tardaron en
llegar, la playa el no va más de la diversión y unos recortables de papel el
motivo de reunirnos con amigas que tenían otros parecidos.
Quiero decir que nuestros valores eran de muy
distinto calibre porque no entraba en ellos la competitividad, el ser más que
el otro o presumir de riqueza. La naturaleza era lo más precioso que teníamos y no costaba
dinero. El sol motivaba excursiones al campo, a la montaña y al mar. El respeto
se conseguía por méritos propios, no por altas finanzas. Los maestros no
sufrían depresiones, el hombre de campo solía vivir sin fármacos mucho tiempo y
el de ciudad –siempre con excepciones– llevaba
una vida modesta pero sin stress. La radio cantaba más que hablaba y
nunca de economía. La televisión…¡uf! la
televisión nos parecía algo tan irreal
que casi no le hacíamos caso.
Verán, no me interpreten mal. No pretendo
inducir a vivir como en los años cincuenta. Sé cuanto hemos conseguido, pero
deberíamos recapacitar sobre los excesos a los que sucesivamente hemos ido
llegando.
La libertad fue nuestro primer y más
importante logro. Pero lo que vino sin que ella
interviniese, como lujos, marcas, codicia, envidias y acumulación de
inutilidades, tiene un condicionante negativo. Lo estamos sufriendo porque nos
hemos acostumbrados a que el dinero sea el dios de este absurdo presente. Y
para ese dios, no existen ateos practicantes. Es el reverso de tanto, demasiado, bienestar.
Ana María
Mata
Historiadora
y novelista
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