(Artículo publicado en al Diario SUR el 13 de junio de 2013)
Llegaba el mes de junio y la felicidad
consistía entonces en esperar el día diez, la víspera, como le llamábamos, la
antesala de lo que para los niños era como una especie de paraíso de colores,
de ruido y algarabía después de un año en el que el silencio y la monótona
cotidianidad habían sido nuestros compañeros de viaje. Junio era el mes más
deseado, prefacio de verano, adelantado de juegos y baños playeros, de días
largos en la calle, de la llegada de algún que otro visitante o familiar, de
ausencia de colegio, disciplina y uniformes.
Pero más que otra cosa junio era para
nosotros la Feria. Y
desde el primer día nos dedicábamos a espiar cada camión que aparecía por la
destartalada carretera y por una causa u otra detenía su mole delante del
fielato. Cualquiera de ellos podía ser el “esperado” si detrás de la cabina se
veían largos hierros sobresalientes con un conjunto de artilugios de madera.
Años hubo en que su retraso nos produjo una ansiedad inexplicable y dolorosa.
Nunca llegaron a fallarnos; al final el más insistente en el espionaje daba la
voz de alegre alerta a los demás :”¡allí está, ya vienen, andan cerca de la
casa de don Adolfo”…
Venían, claro que venían…¿podíamos imaginar
una Feria sin Rafael y Angelita en los años cincuenta? ¿Cómo íbamos a subir a
otro cacharro antes de abrazarles y balancearnos una y otra vez en sus
barquitas? No eran unos feriantes cualquiera, era el matrimonio que llevaba
cerca de veinte o más años viniendo al mismo hueco en la feria de la Alameda, delante de la Pila de los Peces. Enjuto él,
moreno de piel y rondeño de nacimiento; rostro agraciado de piel blanquísima y
sonrisa permanente Angelita, muelas de oro visibles al reír, bata de algodón
gris abotonada en la delantera.
Eran los más queridos de los feriantes de
entonces, los que nos conocían por nuestro nombre y saludaban a nuestras
familias como si ellos ya formasen parte de todas un poco. Nos pedían un ajo, sal o una cebolla, usaban
nuestra agua, convivían una semana como si Marbella fuese su segundo hogar,
preguntaban por las enfermedades, los fallecidos, las bodas. Un año vinieron
con su hijo, Eleuterio, un joven alto y guapo, moreno como Rafael, pero de
amplias espaldas y mirada peligrosa. Más de una suspiró por ser el objetivo de
sus negros ojos al cruzarse, alguna llegó a caer por poco tiempo en sus redes
efímeras.
Las barquitas de Rafael llegaron a
convertirse en una institución más de la feria, como los gigantes y cabezudos,
el Pendón, los fuegos artificiales o las carreras de bicicletas con cintas
bordadas para los primeros ganadores. Todo ello en el recinto de la Alameda, incluida la Ola que fue la última en caber
todavía dentro de ella, junto a la caseta oficial, los blancos puestos de
turrón y fruta escarchada, los pequeños de gambas y pulpo asado, los
“carricoches”, la noria junto al quiosco de Don Rodrigo, y ya fuera de la Alameda, en lo que hoy se
alza la Torre
de Marbella, un pequeño circo y el teatro de Manolita Chen.
Rafael iba viendo crecer la feria y el pueblo
al ritmo de sus manos dando pequeños golpes a las barquitas que recuerdo
pintadas de verde. “Más fuerte, Rafael”, gritaba alguna valiente voladora en
ciernes. “Un ratito más, anda, por favor…” pedía otra más templada, mientra
veía flotar su estrenado vestido de organdí entre los barrotes en los que se
sujetaba. Hasta las voladoras llegaba el olor a pescado frito que Angelita
preparaba en el interior de las cuatro tablas que le servían de alojamiento. Y
una campana cruel indicaba el fin del
paseo en barca para volver a empezar con otros nuevos niños, arriesgados o
miedosos, cerca algunos de la vuelta de campana y los más, en suave balanceo.
Cada año un
nuevo artilugio, cada vez más peligroso, iba arrinconando poco a poco el
lugar de las barquitas. Rafael dobló la espalda y a su mujer, Angelita el pelo
se le volvió algodón blanco y rizado. Llenos de arrugas seguían preguntando por
las familias y contándonos de la suya. Un año dejaron de venir. Allá por la
casa de don Adolfo aparecían ahora trailers largos que contenían monstruos de
acero y luces endiabladas.
La feria seguía en junio pero había cambiado
de lugar, e incluso, a veces, de fecha.
Se de algunas que al mirar hacia la Pila de los Peces, dejó caer
una lágrima.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
2 comentarios:
¡Qué bonito! No sé si serían los mismos personajes, pero sí que recuerdo subirme en las barquitas.
Entrañable. Me ha transportado a aquel tiempo. Felicidades Ana.
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