(Artículo publicado en el periódico Tribuna Express)
Lástima que no seamos capaces de apreciar en
toda su amplitud la fidelidad de algunas cosas que calificamos, erróneamente,
de inanimadas. Las flores, por ejemplo. Cumplen su cometido primaveral como si
una mano invisible les empujara a brotar desde lo más profundo de su savia. Con
belleza solo comparable a esta fidelidad inmerecida, puesto que pasamos a su
lado con la indiferencia del que cree haber ganado por méritos propios este
despliegue de colores y formas. Imaginen una vida sin ellas y la fealdad se
habría multiplicado.
Ejemplifica el Valle del Jerte este hermoso
estallido. El paisaje se llena de una atmósfera rosada pujante y poderosa que
aprisiona miradas y hace sentir la llegada de la estación con más poder que las
famosas trompetas de Jehová. Es primavera y los lugares del sur desempolvan sus
mitos arcaicos para homenajearla. Andalucía tiene el azahar como el primero de
ellos para estas fechas. La pequeña flor del naranjo nos obliga a sentir un
pellizco distinto en la zona de las sensibilidades. Es la magdalena de Proust olfativa
con la que el recuerdo o el inconsciente nos conduce a momentos amables en los
que tal vez éramos niños, o jóvenes, quizás simplemente creíamos poseer los
ojos de quien amábamos.
La
primavera en Andalucía está formada de olores y sabores, pero también de
tambores y cera, de tronos y pisadas sobre adoquines torcidos de callejuelas
árabes. Estalla un fervor popular único en el mundo e inexplicable para mentes
excesivamente racionales. El Nazareno que nos indujo al amor es celebrado por
los suyos en aparatosa urdimbre de sangre, clavos, espinas, y cruz. La
exaltación del dolor es majestuosa e hiperbólica. Necesitamos la extraña
fachada de oros y mantos repujados, coronas de rubíes para una madre a punto de
perder a su único hijo. La necesitamos quizá para esconder nuestra parte activa
en ese misterio del Gólgota. Para decir sin palabras que no hubiésemos querido
que todo acabase así, y que, igual que el poeta, preferíamos al que “anduvo
sobre la mar”.
Acatamos sus designios a la espera del tercer
día después de una semana trágica. Será entonces el tiempo del Aleluya, de la
losa vacía, la Pascua
y la luz. Puede que por ello, el andaluz no vista, salvo excepciones, a sus
cofrades de negro. Que sonría bajo el peso de los tronos y sus calles muestren
el ajetreo de una fiesta. Que no haya lágrimas y sí el “quejío” de una saeta,
grito en la noche de amor y consuelo. Quizás solo el andaluz comprenda en su
interior el enigma de no haberle podido salvar de su Calvario, y le ofrezca lo
único que como pueblo sabe darle, lujo y canciones, fino y pies descalzos,
montaditos y palmas a su paso.
Estamos hechos de la materia de nuestros
sueños. Y en ellos, hay una Esperanza malagueña, un Cautivo, o una Macarena
sevillana esperando el paseo de Abril por calles donde el olor sabe a natillas
con canela, a potaje de bacalao, azahar y arroz con leche.
Los tópicos a veces no lo son tanto y
responden a costumbres enraizadas en lo más profundo de nuestro inconsciente
colectivo. Lo dijo Jung, el psicoanalista discutidor que a lo mejor viajó en
primavera a cualquier pueblo de Andalucía.
Dicen que el morbo nos empuja al exhibicionismo
de la sangre y el martirio. Yo misma lo he pensado alguna vez. Ahora sé que el sentimiento no es unificador
en sus manifestaciones y la humildad del desconocimiento puede conducir al paroxismo de sublimarlo en palios y trompetas de plata,
en flores y cantos de dolor.
La Semana Santa es más nuestra que de nadie porque es
ilógica y apasionada, contradictoria y ruidosa, como somos la mayoría de los
nacidos bajo Despeñaperros .
No digo que mejores. Distintos. Oigan una
Saeta. Miren a los ojos de una penitente descalza detrás de “su” Cristo. No hay que pedir explicaciones.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
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