He llegado tristemente a la conclusión de que
a Marbella –y cuando digo Marbella hablo expresamente de su Administración Pública–
incluso también a la Junta
de Andalucía, no le interesa su pasado histórico. Confío sin embargo que no
ocurra igual con su gente, entre las que me incluyo. Antes de seguir,
transcribo una pequeña nota del gran sociólogo y reformador social inglés John
Ruskin, el hombre que fue maestro intelectual de Gandhi: “Los grandes pueblos
escriben su autobiografía en tres manuscritos; el libro de los hechos, el libro
de las palabras, y el libro del Arte. Los tres son necesarios”.
El alma de una colectividad está en ellos.
Deben mostrar su pasado como muestran las novias su ajuar si es valioso, como
narran y leen los abuelos a sus nietos los hechos y costumbres que constituyen
los cimientos más firmes. Los restos arqueológicos fueron y son testigos
presenciales de lo que se ha sido en el largo camino de la Historia. Un pasado rico en historia es un aval para una ciudad que se
precie, la evidencia de que no se ha salido de un vacío, de un agujero negro, de
una nada.
Tengo la impresión, digo, la triste
impresión, de que padecemos una enfermedad que algunos llaman “la soberbia del presente”.
Imbuidos de ella, creemos que solo lo del momento, lo inmediato, nos basta.
Nuestra egolatría actual es tan ridícula que nos miramos el ombligo como
Blancanieves al espejo. Lo tenemos todo, nos desean, la fama está conseguida…la
ciudad produce, genera dinero, nos
buscan, ¿para qué preocuparnos por nada más?
Patética muestra del infantilismo que
interiormente hemos ido acumulando. “No saber lo que ha sucedido antes es como
ser incesantemente niños”, escribió Cicerón, que sabía de que hablaba. Como
niños con el juguete del turismo que nos han colocado en las manos, rechazamos
el conocimiento de lo que fuimos para apostar solo por el hoy y el ahora. Sin
reflexionar en los vaivenes de la vida, en la fugacidad de casi todo, el dinero,
la fama, la notabilidad o el éxito.
Foto de la web de la Asociación Marbella Activa |
A mediados del siglo XVII se construía en
Marbella el Trapiche del Prado, edificio fundamental en la historia azucarera
de la ciudad. Incautado por la
Inquisición en 1688 para su explotación en régimen de
arrendamiento, la tecnología era propia de los molinos de tradición americana,
solo utilizados en la costa granadina y malagueña y que permitía una importante
capacidad de molienda superior a la totalidad de molinos de toda la costa. La
competencia con las colonias la hizo decaer y durante el siglo posterior el
trapiche tuvo uso agrícola hasta que ya en el XX Fernando Álvarez Acosta retomó su actividad
para la fabricación de vino moscatel y aguardiente, actividad que se mantuvo
hasta los años 50. Mateo Álvarez lo donó
a la ciudad en 1992 para que fuese dedicado a residencia de la tercera edad.
Ese Trapiche, pieza esencial en el pasado
industrial de Marbella, fue incluido hace unas semanas en la
Lista Roja del Patrimonio que elabora la Asociación Hispania
Nostra. Lo declara en un estado de ruina progresiva y pone en evidencia que “la
vegetación y el matorral descontrolado está provocando grietas y destrozos
graves que amenazan deterioro progresivo por abandono.”
No voy a entrar aquí en el papel que la Junta y el Municipio tienen y han tenido en el
proceso de deterioro del Trapiche, y menos voy a hacerlo ahora, en periodo
electoral.
Cada palo debe aguantar su vela, y lo único
cierto es que cuando queramos darnos cuenta el caserón se nos habrá caído
encima, sin una residencia para nuestros viejos, y sin la restauración de una
azucarera de gran valor patrimonial.
Está alejado del centro y perdido entre la
avalancha de hierba, no se ve bien. No se puede mostrar porque avergüenza, no
produce dinero “turístico”, no se pueden colocar bares o edificios de altura en
su entorno. No es nuestro presente y a pocos le importa su pasado. Como ocurrió
con los restos de la Ferrería
de la Concepción,
primera siderurgia española, estuvo a punto de ocurrir con el Patio Romano de
Río Verde y acabará, si Dios no lo remedia con la Torre del Cable. Solo
Cilniana lo denuncia, y algunos nos sentimos culpables por no protestar como
deberíamos.
Hubo un señor que una vez tomó el bastón de
mando en la ciudad y se le ocurrió decir que Marbella no había conocido el
jamón, ni hecho nada importante hasta que él llegó.
Me parece recordar que parte de la ciudadanía
se molestó. ¿Por qué, pienso mientras escribo? Hablaba únicamente de dinero, en
realidad el dios imperante. Tal vez tenía razón, pensado así.
Quisiera creer que un puñado de personas, al
menos, de las que me lean, sienten el abandono del Trapiche, porque valoran el
Patrimonio como valoran una historia que nos dignifica y repara el apelativo de
especulación con el que siempre se nos califica y conoce.
Ana María
Mata
Historiadora
y novelista
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