29 de junio de 2015

Pasos perdidos



            El ritual era siempre el mismo, la tarde teñida de naranja resbalando sobre los tejados húmedos de la parte antigua de la ciudad, ese ocaso era la señal para bajar de mi azotea e internarme en el laberinto de calles en penumbra, recorrerlo a paso ligero y justo cuando el último rayo de luz torcía por la esquina de la farmacia enfilar el callejón que desembocaba en tu casa, entonces la tarde se volvía tan mortecina que las sombras de los edificios vecinos se confundían con la negrura que rodeaba tu vida, haciendo casi imposible que me distinguieras entre el gentío que ya volvía de compras o salía del trabajo.
           
            Tú mientras permanecías inmóvil, temblando detrás del balcón de tu dormitorio, en la segunda planta, entrecerrando los ojos y apretándolos hasta que creías haberme visto, aunque solo fuera el contorno desfigurado de todas tus dudas representadas en una figura humana que avanzaba hacia tu casa, todos los temores del día concentrados en la incertidumbre de mi aparición, ya habías logrado evaporar el río de gente que subía y bajaba, el deseo vestía camiseta blanca sin mensajes ni dibujos llamativos, una americana informal de algodón claro, vaqueros gastados, zapatillas deportivas, el pelo revuelto, y creyendo firmemente que era yo y que ya no había nada que temer puesto que la muchedumbre había desaparecido descorrías los visillos con la euforia de un golpe, abrías la cristalera para coger aire en el balcón, y te volvías a esconder entre tus sombras sin perder un segundo, para desmaquillarte y ponerte la ropa que tenías colocada cuidadosamente sobre la cama desde la mañana, tardando el tiempo justo para bajar sin prisa las escaleras que rodeaban el patio, arrastrando el miedo por el pasamanos, presintiendo el callejón semi vacío que te esperaba ahí fuera con su latido lento, calculando mentalmente las amenazas, una por cada escalón, que entrarían como un golpe de aire frío al crujido de la puerta.
           
            Pondrías un pie en los adoquines, dejando atrás el silencio para iniciar un paseo por el ruido ensordecedor del mundo, con tu mano apretada a la mía, tratando de evitar con tu mirada las fachadas que te observaban, los últimos destellos que cruzaban de lado a lado la oscuridad, antes de que cayera la noche negra, empezaba entonces la parte íntima del ritual.
           
            Al primer paso se hacía visible en la distancia la gran torre de pisos, el guardián siniestro de ladrillos que en su altura atrapaba la última luz del día, alzándose por encima de todas las identidades, robándolas, igualándolas sin compasión, como un faro absurdo que cada quince segundos engullía sus alrededores.
           
            Al segundo paso surgía de la nada el café vacío, con su interior muerto, exhalando por condensación todos los posos de cafeína y las miserias acumuladas en una jornada de esclavos, expulsando por las rendijas de respiración todas sus conversaciones canallas, todas las mentiras del día, con sus cristaleras mostrando con toda crudeza la desnudez insoportable de lo humano.
           
            Al tercer paso aparecían las pequeñas librerías insobornables, testarudas supervivientes, gritando a la oscuridad de la calle la futilidad de su existencia, mostrando en sus escaparates montañas de existencias acumuladas, pilas inestables de libros que aprisionaban historias breves, sin huellas visibles, vidas invendibles, con finales de saldo.
           
            El cuarto paso era el silencio de la noche, nuestro silencio y el de ellos, pero sobretodo el tuyo, un silencio tan mudo que mataba uno a uno todos los pensamientos que te gritaban de día, los que te impedían salir al laberinto durante el día.
           
            Y así todos los pasos, el quinto, el sexto, el séptimo hasta llegar al extremo del callejón, y vuelta: los pasos perdidos y el tiempo en contra. Desandando y haciendo recuento, tú caserón de nuevo al fondo, las casas que has habitado, el esposo que desapareció, cada farola alumbrando una de tus oquedades, hasta girar la llave en el portón. La chirriante y solitaria identidad.

            Ayer volví, pero recorrí la ciudad más aprisa, dejando el cielo naranja detrás, empujé el portón justo cuando el último rayo de luz torcía por la esquina de la farmacia, y conseguí entrar antes de que te pusieras la ropa dispuesta sobre la cama. Descorrimos juntos los visillos y deambulamos por las habitaciones de la planta alta, evitando crujir la madera para no provocar a la memoria. Íbamos de la mano, no sudabas, las paredes mostraban cada momento de tu vida, cada grieta, cada detalle según lo dejaste escrito, todo lo que yo desconocía, porque yo no estaba permitido en el interior. Y ayer, por primera vez, no bajaste al patio, aunque abrirías el portón, me seguirías con el aliento, y apagarías la ciudad en mi huida.

            Ya sabes donde encontrarme, seré tu último temblor, aferrado a la barandilla en la azotea de la gran torre de ladrillos. Estaré atrapando la última luz, oteando el laberinto, tu querido infierno.

José María Sánchez Alfonso
Junio de 2015

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