El ritual era siempre el mismo, la
tarde teñida de naranja
resbalando sobre los tejados húmedos
de la parte antigua de la ciudad, ese ocaso era la señal para bajar de mi
azotea e internarme en el laberinto de calles en penumbra, recorrerlo a paso
ligero y justo cuando el último rayo de luz
torcía por la esquina de
la farmacia enfilar el callejón
que desembocaba en tu casa, entonces la tarde se volvía tan mortecina que
las sombras de los edificios vecinos se confundían con la negrura que rodeaba tu vida,
haciendo casi imposible que me distinguieras entre el gentío que ya volvía de compras o salía del trabajo.
Tú mientras permanecías inmóvil, temblando detrás del balcón de tu dormitorio,
en la segunda planta, entrecerrando los ojos y apretándolos hasta que
creías haberme visto,
aunque solo fuera el contorno desfigurado de todas tus dudas representadas en
una figura humana que avanzaba hacia tu casa, todos los temores del día concentrados en
la incertidumbre de mi aparición,
ya habías logrado evaporar
el río de gente que subía y bajaba, el
deseo vestía camiseta blanca
sin mensajes ni dibujos llamativos, una americana informal de algodón claro, vaqueros
gastados, zapatillas deportivas, el pelo revuelto, y creyendo firmemente que
era yo y que ya no había nada que temer
puesto que la muchedumbre había
desaparecido descorrías los visillos con
la euforia de un golpe, abrías
la cristalera para coger aire en el balcón, y te volvías a esconder entre
tus sombras sin perder un segundo, para desmaquillarte y ponerte la ropa que
tenías colocada
cuidadosamente sobre la cama desde la mañana, tardando el tiempo justo para
bajar sin prisa las escaleras que rodeaban el patio, arrastrando el miedo por
el pasamanos, presintiendo el callejón semi vacío que te esperaba
ahí fuera con su latido
lento, calculando mentalmente las amenazas, una por cada escalón, que entrarían como un golpe de
aire frío al crujido de la
puerta.
Pondrías un pie en los adoquines, dejando
atrás el silencio para
iniciar un paseo por el ruido ensordecedor del mundo, con tu mano apretada a la
mía, tratando de
evitar con tu mirada las fachadas que te observaban, los últimos destellos
que cruzaban de lado a lado la oscuridad, antes de que cayera la noche negra,
empezaba entonces la parte íntima
del ritual.
Al primer paso se hacía visible en la
distancia la gran torre de pisos, el guardián siniestro de ladrillos que en su
altura atrapaba la última luz del día, alzándose por encima de
todas las identidades, robándolas,
igualándolas sin compasión, como un faro
absurdo que cada quince segundos engullía sus alrededores.
Al segundo paso surgía de la nada el café vacío, con su interior
muerto, exhalando por condensación todos los posos de cafeína y las miserias
acumuladas en una jornada de esclavos, expulsando por las rendijas de respiración todas sus
conversaciones canallas, todas las mentiras del día, con sus cristaleras mostrando con
toda crudeza la desnudez insoportable de lo humano.
Al tercer paso aparecían las pequeñas librerías insobornables,
testarudas supervivientes, gritando a la oscuridad de la calle la futilidad de
su existencia, mostrando en sus escaparates montañas de existencias acumuladas, pilas
inestables de libros que aprisionaban historias breves, sin huellas visibles,
vidas invendibles, con finales de saldo.
El cuarto paso era el silencio de la
noche, nuestro silencio y el de ellos, pero sobretodo el tuyo, un silencio tan
mudo que mataba uno a uno todos los pensamientos que te gritaban de día, los que te impedían salir al
laberinto durante el día.
Y así todos los pasos, el quinto, el sexto,
el séptimo… hasta llegar al
extremo del callejón, y vuelta: los
pasos perdidos y el tiempo en contra. Desandando y haciendo recuento, tú caserón de nuevo al
fondo, las casas que has habitado, el esposo que desapareció, cada farola
alumbrando una de tus oquedades, hasta girar la llave en el portón. La chirriante y
solitaria identidad.
Ayer volví, pero recorrí la ciudad más aprisa, dejando
el cielo naranja detrás, empujé el portón justo cuando el último rayo de luz
torcía por la esquina de
la farmacia, y conseguí entrar antes de que
te pusieras la ropa dispuesta sobre la cama. Descorrimos juntos los visillos y
deambulamos por las habitaciones de la planta alta, evitando crujir la madera
para no provocar a la memoria. Íbamos
de la mano, no sudabas, las paredes mostraban cada momento de tu vida, cada
grieta, cada detalle según lo dejaste
escrito, todo lo que yo desconocía, porque yo no estaba permitido en el
interior. Y ayer, por primera vez, no bajaste al patio, aunque abrirías el portón, me seguirías con el aliento,
y apagarías la ciudad en mi
huida.
Ya sabes donde encontrarme, seré tu último temblor,
aferrado a la barandilla en la azotea de la gran torre de ladrillos. Estaré atrapando la última luz, oteando
el laberinto, tu querido infierno.
José María Sánchez Alfonso
Junio de 2015
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