Si una pudiese imaginar en el transcurso de
su vida cuales van a ser los lugares que en ella tendrán un significado
especial, el asombro aparecería tomado de la mano de la perplejidad al
constatar que aquellos, o al menos “aquel” al que un día rechazó por
incompatibilidad, sería uno de ellos, el segundo en importancia tras el que la
vio nacer, un rincón al que considero hoy nuestra segunda tierruca.
Lo de nuestra indica el sentido familiar de
la afirmación. Lo de tierruca va por el apelativo con que allí designan a los
lugares queridos.
Permítanme este pequeño homenaje al pueblo
donde acabamos de pasar unas vacaciones que se repiten ya desde hace cuarenta
años. A la playa, donde dio sus primeros pasos mi hijo menor, donde mis hijas
comenzaron a sentir inicialmente el gusanillo estomacal del “niño que me
gusta”, donde aprendieron a bucear con gafas más grandes que sus rostros, el
lugar en el que supieron que los bosques no eran solo para los cuentos, que el
mar avanza y retrocede según le ordena la luna y hay que saberlo de memoria,
por si llegas y se ha ido. Que la montaña llega mucho hasta él, hasta casi
mezclar el verde que la cubre con la espuma. Y la leche sale de esa vaca a la
que unos días antes han visto parir un ternerillo. Después se hierve y la nata
es una mole deliciosa que toman con azúcar.
El pueblo donde sus habitantes (al llegar,
menos de doscientos, hoy creo que llegan a trescientos y pico) tienen nombres
cogidos directamente del calendario, y conviven Aniceto con Urbano, Elías con
Ramiro, Virginia y Felisa con Eño. Donde a pesar de su escaso número, poseen
dos o tres zonas definidas, Villa, el barrio alto, Quintana, al oeste, y el
central, que los unifica con su rotundez: Pechón.
Estamos en el norte, nuestro antípoda. Y dos
grandes rías lo abrazan entre sí, otorgándole la primera belleza de su paisaje.
Una corresponde a la desembocadura del río Nansa y la otra a la de su homónimo,
el Deva. Se las llama Ría de Tina Menor y de Tina Mayor. Pero luego está el
Cantábrico, el mar cuyos enfados llaman galernas, y donde sus calas o playas
son de impresión. Y es que, entrar al mar sobre una alfombra de arena dorada
como quien se adentra en el paraíso, teniendo a su derecha una planicie rocosa
que sobresale, cual isla flotante en la bajamar para hacer las delicias de
niños y no tanto, que buscan en ella peces, quisquillas, pulpos…y se esconde en
la pleamar hasta nuevo aviso, no es algo muy corriente. Con marea baja, la
playa de Amió (así se llama) se divide en dos a su vez, separadas por el
islote, que se conoce como Castril.
Hay otras, parecidas, pero esa es la
“nuestra” la que nos cautivó hace demasiados años, según mis frágiles huesos, y
a la que somos fieles, en un trasvase generacional que va desde mi hijo dando
allí sus caídas andarinas iniciales, hasta mis nietos, que tienen hacia ella
adoración transmitida.
Y sin embargo…nunca pensé en volver la primera
vez que conocí Pechón. Con resignación difícil soporté ese año. Porque esta
tierruca que hoy adoro, me obsequió durante un tiempo con una lluvia incesante
y un cielo gris ratón al que no comprendía como llamaban verano. El temible
viento gallego se hizo presente y me dediqué a protestar una y otra vez
mientras miraba con tirria los zapatones-zuecos que ancianos muy ancianos
movían con agilidad entre los charcos del barro. Parecían contentos, no les
importaba que estuviésemos en el mes de julio, ni que hubiese que dormir con
una o dos mantas. Era su lluvia, claro, la que arreglaba sembrados y conservaba
el verdor de su paisaje. No querían nada seco.
Han pasado cuarenta años. Algunos amigos que
hicimos allí han muerto. Nuestra tierruca tiene hoy hasta un hotel de cuatro
estrellas que los nativos muestran orgullosos. Aclaro que han sabido adaptarse
a los nuevos tiempos; el paisaje sigue casi inalterable. El sol parece haberle
ganado la partida a las nubes, al menos en julio. La temperatura permanece fiel
aunque no llueva, y el mar continúa su asombrosa urdimbre con la montaña, tanto
que a veces, da la sensación de querer besarla. Solo los Picos de Europa quedan
en alto, con su Naranjo de Bulnes, para los arriesgados.
Asturias a un paso de ría, mejor de puente. A
la izquierda provincia de Santander, a la derecha tierra asturiana. Fabes
inolvidables, sidra para escanciar. Oviedo, Gijón y Llanes, nuestros paseos
vespertinos. ¿Hay quien de más…?
Hoy con canas teñidas pero ahí, sé con
seguridad que mi corazón alberga dos aposentos. En uno está Marbella, mis
raíces, En otro, ¡quien me lo hubiera dicho! Pechón, nuestra tierruca del
norte.
Ana María
Mata
Historiadora
y novelista
2 comentarios:
Ana Maria, te escribo desde una playa que se abre al océano inabarcable de Cádiz para decirte que tocas el corazón de este enamorado de Asturias al escribir sobre tu tierruca, que se sienta en una ría cántabra, al borde mismo del paraíso. Pero volveré, volveremos !
Belissima!
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